El Cóndor y el presente
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| Continuidades y Rupturas. Imagen creada con IA |
Hace 50 años nacía, se gestaba y se consolidaba el Plan Cóndor, un entramado transnacional de coordinación represiva entre fuerzas de seguridad —policiales y militares— de diversos países de América del Sur. Se trató de un dispositivo sistemático orientado a perseguir, vigilar y hacer desaparecer personas por motivos políticos, operando más allá de las fronteras nacionales de los países del Cono Sur. En otras palabras, los Estados de la región articularon acciones clandestinas y extraterritoriales destinadas a la eliminación física de miles de personas, como ha documentado exhaustivamente la investigadora Francesca Lessa.
Cuando se piensa en el rol del Estado, suele recurrirse a sus funciones clásicas: el monopolio legítimo de la coerción, la administración racional-burocrática del territorio y la garantía de orden, previsibilidad y regulación sobre la vida social. Tal como planteó Weber, el Estado moderno se define por la capacidad de centralizar el uso legítimo de la fuerza dentro de un marco legal-racional, constituyéndose en garante de la convivencia social. Desde esta perspectiva normativa, el Estado aparece como un árbitro que regula la vida colectiva y delimita la frontera entre violencia legítima e ilegítima.
Sin embargo, al mirar el período —al menos en el Cono Sur— entre 1969 y 1985, ese ideal clásico se fractura de manera estructural. Como señalan algunos autores, en los márgenes del Estado, pero también en su núcleo más íntimo, la distinción entre legalidad e ilegalidad se vuelve porosa: ciertas prácticas estatales operan en zonas grises donde la violencia deja de ser regulada para convertirse en una tecnología de gobierno. A su vez, siguiendo a Trouillot, el Estado debe entenderse como un conjunto de prácticas y efectos que producen realidades sociales, clasifican poblaciones y distribuyen vulnerabilidad. El Plan Cóndor, leído bajo esta clave, deja de ser una anomalía: revela la capacidad del Estado para producir terror desde su propia arquitectura institucional.
Durante esos años, los Estados del Cono Sur no solo fallaron en proteger a sus ciudadanos: se transformaron en máquinas clandestinas de desaparición, tortura y exterminio, institucionalizando la violencia ilegal como instrumento político. En coordinación estrecha con Brasil, Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay, los aparatos estatales articularon una represión transfronteriza que desbordó cualquier noción de soberanía territorial y convirtió al Estado —en su forma más cruda— en productor sistemático de muerte. Ese legado aún interpela a nuestras sociedades.
Pensar las continuidades y rupturas con respecto a ese período implica reconocer que, si bien la democracia supuso un quiebre fundamental, nuestros Estados arrastran un debe significativo: reconstruir la relación entre ciudadanía, legalidad y violencia. Las prácticas represivas no desaparecen simplemente con el retorno a la institucionalidad; muchas veces se resignifican en clave contemporánea mediante nuevos lenguajes, nuevas tecnologías políticas y nuevas formas de legitimación social.
Y es aquí donde el presente obliga a una reflexión incómoda. Hace pocos días, el presidente de Uruguay, Yamandú Orsi, salió públicamente a defender la estrategia de seguridad de Nayib Bukele en El Salvador como un “ejemplo a analizar” en Uruguay, abriendo la puerta a una discusión peligrosa sobre cuánto está dispuesta a ceder la población en nombre de la seguridad. Lo que en apariencia se presenta como un “modelo eficiente” implica, en los hechos, un régimen de excepción permanente, encarcelamientos masivos sin debido proceso, desapariciones forzadas contemporáneas y un uso ilimitado de la fuerza estatal para disciplinar poblaciones completas.
Como analiza la investigadora Sonja Wolf del Programa de Políticas de Drogas en Mexico, la figura de Bukele se sostiene sobre una retórica de enemigo interno, una lógica de securitización extrema y un esquema de “orden” basado en suspender derechos fundamentales y redefinir la legalidad desde la excepción. Su proyecto político combina populismo punitivo, militarización de la vida cotidiana y la legitimación social del castigo como solución rápida para problemas estructurales.
Que un presidente democrático presente este modelo como una alternativa posible no es un gesto menor. Es un síntoma: las estructuras de odio, exclusión y autoritarismo se reinventan, se adaptan a nuevos contextos y se cuelan en discusiones públicas que pretenden ser técnicas, cuando en realidad plantean transformaciones profundas del pacto democrático.
Si el Plan Cóndor nos mostró la cara más brutal del Estado como máquina de muerte, el presente nos recuerda que ningún Estado es inmune a las derivas autoritarias cuando la seguridad se erige en valor absoluto. La pregunta, entonces, no es solo qué aprendimos del pasado, sino qué estamos dispuestos a permitir en el presente. Porque cada vez que la seguridad se impone como justificación total, se abre nuevamente la puerta para que la excepción vuelva a convertirse en norma.
Bibliografía:
Lessa, F. (2022). Los juicios del Cóndor: La coordinación represiva y los crímenes de lesa humanidad en América Latina (M. M. Delgado, Trad.). Taurus.
Trouillot, M.-R. (2011). Transformaciones globales : la antropología y el mundo moderno. Universidad de los Andes CESO.
Wolf, S. (2024). El legado del régimen de excepción en El Salvador: seguridad, autoritarismo y erosión democrática. Revista de Ciencia Política, 44(5), 1–28.
Infobae. (2025, noviembre 27). El presidente Orsi puso a Bukele como un “ejemplo a analizar” en Uruguay y luego llamó a una radio para hablar más del tema: https://www.infobae.com/america/america-latina/2025/11/27/el-presidente-orsi-puso-a-bukele-como-un-ejemplo-a-analizar-en-uruguay-y-luego-llamo-a-una-radio-para-hablar-mas-del-tema/

Tomado de Razones y Personas. Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución 3.0 No portada.
