Por Germán Deagosto
Ilustración en base a AI. |
Cuenta la historia que todos los días, en todas partes, nace una vida fallida de antemano, que la mera contingencia de haber llegado al mundo en el lugar equivocado terminará sofocando más tarde o más temprano. Es una trágica imprecisión, la de la vida. Si hubiese nacido apenas unos kilómetros más allá, o apenas unos kilómetros más acá…pero justo nació en ese lugar, donde la vida no florece. En esta penillanura levemente ondulada, en este país de cercanías, en la Suiza de América, cuántas disparidades y cuánta desigualdad, cuántas vidas divergentes, cuando no truncas, torcidas antes de empezar. Dirán que muchas menos que en el resto de la región, y estarán en lo cierto. Dirán que muchas menos que en el pasado, y también acertarán. Sin embargo, ¿cuál es la métrica para darnos por satisfechos como sociedad? ¿Cuál es la graduación de la injusticia? ¿Somos un país justo? ¿Justo desde qué perspectiva?
Acá aparece el primer gran problema, y es que hay un sinfín de formas de interpretar este concepto. En particular, hay una que exalta el papel del mérito como timón de nuestro destino. El ideal meritocrático tiene, sin lugar a duda, un encanto irresistible. Si me esfuerzo lo suficiente y hago el mérito necesario, puedo escapar de mis circunstancias, por más nefastas que sean o hayan sido. Mi destino está en mis manos, y en las de nadie más. Es un ideal inspirador, liberador incluso. Y si la cosa es así, la única sociedad justa tendría que ser aquella que distribuye el ingreso, la riqueza y las oportunidades en función del merecimiento de cada persona. El mérito tendría que estar, por lo tanto, en la base de la justicia distributiva.
Sin embargo, como han enfatizado una multiplicidad de pensadores, las recompensas del mercado no deben moralizarse asumiendo que son el reflejo del mérito de aquellas personas que las reciben. El mérito, decían, no puede constituir la base de la justicia; ¿quién puede distinguir, asignar y jerarquizar méritos? Este es otro gran problema, que además está asociado al concepto de la libertad. Para recompensar a las personas de acuerdo a su mérito, primero hay que definir qué es meritorio. El tema es quién lo hace y con qué criterio, porque en una sociedad libre y plural no hay una sola forma de hacerlo. Las retribuciones que recibimos por lo que hacemos no son un reconocimiento al buen carácter o a la virtud. Si así fuera, una especuladora financiera no podría ganar más que una maestra. No gana más porque se lo merezca, sino por una conjunción de otras cosas, muchas de las cuales son ajenas a ambas. El mérito no puede ser la base de la justicia, porque eso se opondría a la libertad en sus distintas acepciones.
En una sociedad libre, lo que gano da cuenta del valor que las personas les asignan a los bienes y servicios que ofrezco, y eso está determinado por las contingencias de la oferta y la demanda de cada momento. En otras palabras, ese valor es apenas un indicador sobre la disposición a pagar por las cosas, nada más. Si bien puede justificar las desigualdades, no tiene vínculo alguno con mi mérito, mis virtudes o la importancia moral de mi contribución; lo que ganan las personas no refleja lo que se merecen ganar. Por lo tanto, lo que no ganan tampoco es reflejo de sus deméritos. El mérito, en efecto, implica un juicio moral sobre lo que las personas se merecen; ahí está el problema.
El tema es que, por más que eso no tenga que ver con el mérito, lo cierto es que el valor diferencial entre lo que producimos unos y otros es lo que termina generando desigualdad y pobreza. Entonces, por transitiva, ninguna de estas dimensiones tiene que ver sólo con los méritos, sino con factores que las personas no controlamos. Sin embargo, los sesgos en la formación de nuestras creencias suelen subestimar el rol que desempeñan la suerte y las circunstancias sociales sobre ambas. Y esto, obviamente, tiene implicancias sobre las actitudes que mostramos hacia las políticas redistributivas y las preferencias por el tipo de sociedad que queremos construir.
Como explica Andrea Vigorito, “la estigmatización o falta de reconocimiento a ciertos grupos sociales o personas por causa de su menor nivel socioeconómico guarda estrecha relación con las creencias de una determinada sociedad sobre las causas de la desigualdad económica”. Cuando la idea de la autorresponsabilidad se arraiga y la pobreza se entiende como algo que responde a condiciones individuales, “se entiende la falta de ingresos como fracaso personal, y se brindan menos apoyo a políticas redistributivas, con una menor solidaridad social” [1].
Esto es clave, porque “tanto las visiones que prevalecen en las sociedades sobre el rol del esfuerzo en los logros socioeconómicos individuales, como la forma en que se estructuran los discursos públicos en torno a las políticas redistributivas y su implementación, afectan las valoraciones individuales sobre las causas de la desigualdad y la pobreza. De esta forma, podrían moldear las autopercepciones de quienes se encuentran en condiciones de privación o reciben asistencia estatal, así como el apoyo a las políticas redistributivas”.
Si tengo mucho es por mis méritos, y si el resto tiene poco será por sus deméritos; algo habrán hecho o, mejor dicho, dejado de hacer. Entonces, si merezco lo que tengo, ¿por qué el Estado me lo saca para dárselo a alguien que no se lo merece? ¿Qué justificación tienen las políticas redistributivas? ¿No es una inmoralidad, como dicen acá enfrente? En definitiva, cada uno obtiene lo que se merece, porque cada uno domina su destino y puede ascender por la escalera social hasta donde su esfuerzo, talento y ambiciones lo permitan.
En suma, el ideal meritocrático exalta la noción de la responsabilidad individual. Y cuanto más arraigado está ese ideal, más nos congratulamos o culpamos por el devenir de nuestras vidas, sin reparar en el peso que tuvieron las circunstancias que son ajenas a nuestro control. Nadie merece su suerte ni debe quedar condicionado por factores ajenos a su control, por hechos azarosos que están por fuera de su responsabilidad. Es evidente que, en una sociedad desigual, donde penurias y fortunas se perpetúan intergeneracionalmente, esa idea debilita los lazos de solidaridad y nos aleja a los unos de los otros.
Volviendo a nuestro problema original, la anterior es apenas una forma de interpretar el concepto de justicia, que es la que conecta linealmente mérito con recompensa, pero hay un sinfín. Por eso, para evitar extenderme más de la cuenta, se me ocurre una solución precaria, antojadiza y hasta autoritaria: tomar la que me gusta a mí. Y a mí me gusta la concepción de justicia de John Rawls, que mi querido amigo Fernando Esponda readaptó patrióticamente para terminar delineando el enfoque artiguista-rawlsiano que nos interpela en materia de progreso y desnuda la paradoja de nuestro desarrollo[2]. Concretamente, más allá de que contamos con un amplio conjunto de indicadores que muestran cómo en el siglo XXI hemos crecido, mejorado la distribución del ingreso y disminuido la pobreza, “es perfectamente posible conjeturar que Uruguay no ha progresado en los últimos tiempos”: los más infelices no han sido los más privilegiados.
Incluso, yendo un paso más en la escala del chovinismo, podemos sumar un prócer más aprovechando el paralelismo que hizo hace unos años Gustavo Pereira, cuando señaló que “lo que Rawls defiende es algo muy consistente con […] muchas de las cosas que tiene la tradición política uruguaya, especialmente con el batllismo. Un uruguayo podría decir que Rawls tendría que haber estudiado un poco más el batllismo y que seguramente habría publicado su libro antes” [3]. ¡Alta línea de tres! Artigas, Rawls y Batlle.
Una sociedad justa, desde esta perspectiva alternativa, debe procurar que la vida dependa más de nuestras elecciones y menos de circunstancias que escapan a nuestro control. Lo que subyace, detrás de esta concepción, es el énfasis en la importancia de mirar a la sociedad desde el punto de vista de los más desaventajados, reconociendo la relevancia que tienen las contingencias en nuestro devenir; el papel que desempeña el azar. En definitiva, qué es lo que entendemos que es una persona: ¿es una máquina meritocrática que compite en pie de igualdad? ¿O es un mero ensamblaje de accidentes y hechos azarosos que pueden situarla en un extremo o en el otro de la distribución del ingreso y el patrimonio?
Al margen de las excepciones, que siempre las hay, nuestra suerte está condicionada por factores que nos son ajenos: ¿Dónde nací? ¿Cuánto amor recibí? ¿Qué herramientas me proporcionaron? ¿Pude educarme? ¿Qué beneficios sociales y económicos capitalicé? ¿Fui afortunado en la lotería genética? ¿Tengo mayor o menor inclinación al esfuerzo? ¿La sociedad valora mis talentos? ¿Me favorece la ley de la oferta y la demanda? Desde una perspectiva moral, todos estos factores son contingentes a la persona. Lo que somos, lo que queremos ser, lo que podemos ser, lo que deberíamos ser y lo que pudimos haber sido.
Pero en fin…más allá de la belleza que es inherente a todo lo que es abstracto, cada tanto hay que aterrizar y encontrar un anclaje con la realidad, que en este caso pasaría por desentrañar qué visión tenemos los uruguayos sobre estos conceptos que son fundamentales para recalibrar nuestro pacto social; ese que nos ha permitido perpetuar una mirada complaciente e idealizada de nosotros mismos, pero que cada vez expulsa a más gente y la condena a la marginalidad.
¿Somos batllistas-rawlsianos-artiguistas? ¿Qué rol le asignamos al Estado? ¿Qué tipo de desigualdades toleramos? ¿Qué privaciones nos desvelan? ¿Cuáles son nuestras preferencias distributivas y cómo se han ido moldeando? ¿Nos asaltará eventualmente el libertarismo? Es una tarea por demás compleja, la de capturar la esencia de nuestra cosmovisión nacional. Por suerte, hace unos días me di de lleno con una entrada del Blog del Departamento de Economía que integra los resultados de la encuesta de actitudes y creencias en Uruguay realizada por el IECON [4].
Un primer resultado que enfatizan los investigadores es que la desigualdad y la pobreza nos preocupan como sociedad: 68% declara estar informado sobre estos problemas y 88% indica que ambos fenómenos son importantes o muy importantes. Además, el 77% declara que una persona que nació en un hogar del primer decil cuenta con muy bajas chances de ascender al décimo durante su adultez, lo que refleja el peso que tiene el lugar de nacimiento -primera contingencia- en nuestro devenir vital.
No obstante, esto contrasta con la visión que tiene la mayoría sobre el papel que desempeña el esfuerzo, dado que el 73% de la muestra considera que el trabajo duro es lo que determina el desempeño económico. “Este resultado refleja cierta contradicción en las creencias. Por un lado, se reconoce el sorteo del hogar de nacimiento como una circunstancia determinante de los desempeños de las personas, pero, por el otro, se deposita un peso relevante en el esfuerzo individual para explicar los logros económicos, asignando menor ponderación a la suerte”.
Indagando un poco más en nuestro sistema de creencias criollo, surge del relevamiento que el 73% considera que la mala suerte es lo que explica caer en situación de pobreza, en tanto el 60% cree que la suerte es determinante para acumular riqueza. Asimismo, el 69% de las personas piensan que es un problema serio que en una sociedad exista desigualdad de oportunidades en la primera infancia, mientras que el 82% evalúa como injusto a nuestro sistema económico actual. A la luz de estos resultados, y de nuestro ADN batllista, uno tendería a pensar que le asignamos un rol muy relevante al Estado como “escudo de los débiles” y fuerza igualadora.
Y esto es -parcialmente- lo que sugieren los datos, dado que una “leve mayoría” está de acuerdo con que el Estado debería operar para reducir las desigualdades entre ricos y pobres. Es una “leve mayoría”, pero una mayoría al fin. En la misma línea, el 69% está de acuerdo con incrementar los impuestos a quienes tienen mayores ingresos para expandir los programas dirigidos a los hogares de menores recursos. Sin embargo, la disonancia no es ajena a estas cuestiones, y lo anterior contrasta con la percepción mayoritaria de que pagamos muchos impuestos (sólo el 7,7% piensa que pagamos pocos impuestos).
Acá también encontramos una paradoja, como advierte en parte la investigación. Por un lado, somos altamente sensibles ante la problemática de la pobreza y la desigualdad, entendemos que la suerte juega ahí un rol determinante y abogamos por un sistema tributario más progresivo que compense la escasa movilidad social que percibimos e iguale las oportunidades. En ese sentido, nuestra pulsión Batllista-rawlsiana-artiguista nos indica que es necesario cambiar el rumbo, porque somos un país injusto.
Sin embargo, por otro lado, la intensidad de ese sentir no se traduce en altas preferencias por una intervención más activa del Estado ni en una mayor predisposición a pagar más impuestos, porque consideramos que ya son altos y porque es el trabajo duro lo que determina nuestro desempeño económico. La pulsión, en este caso, va en el sentido contrario.
[1] «Andrea Vigorito: la estigmatización de la pobreza erosionó las políticas públicas». Lucía Barrios; La Diaria
Nicolau, R., y Vigorito, A. (2023). «El estigma a la pobreza y su relación con las trayectorias económicas individuales». Serie Documentos de Trabajo, DT 25/2023. Instituto de Economía, Facultad de Ciencias Económica y Administración, Universidad de la República, Uruguay
[2] «Interpelación del progreso: la paradoja del desarrollo uruguayo» Fernando Esponda; La Diaria
[3] «Gustavo Pereira, filósofo. Los intelectuales no somos funcionales a ningún partido político» Seminario Voces
[4] Leites, M., Queijo, A. y Salas, G. (2024). «Silencios que hacen ruido en campaña electoral: preferencias, impuestos y políticas redistributivas». Departamento de Economía; Facultad de Ciencias Económicas y Administración, Universidad de la República, Uruguay.
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