Por Florencia Dansilio
Ulises Beisso, Juegos malabares durante persecución angelical (1996) Retrospectiva “Rara Avis” en el Centro de Exposiciones SUBTE, Montevideo, 2022 |
Las acciones políticas para el fomento de la actividad cultural están atravesadas por una serie de posicionamientos en función de cómo se define la cultura y sobre cuál es su relación con la estructura de clases de la sociedad. La teoría sociológica de la cultura ofrece una larga tradición de pensamiento sobre la importancia de la dimensión simbólica en la vida común, tanto en los mecanismos de distinción social y la reproducción de las desigualdades, cómo en las formas de emancipación y de resistencia a la cultura dominante (Bourdieu, 1970; 1979; Chartier, 1997; Hall & Whannell, 1964; Hall & Jefferson, 1976; Hoggart, 1957; Thompson, 1963; Williams, 1958). Según estos aportes, en la política de la cultura, ese “discreto encanto” que a veces parece accesorio, se condensa una disputa no sólo pragmática, sobre la producción de bienes simbólicos, sino también cognitiva, sobre las formas de percibir y de apreciar el mundo[1]. En período de campaña electoral, donde el debate cultural resulta a menudo marginal frente a las temáticas vedettes de la contienda, resulta pertinente preguntarse cuál es lugar que ocupan las políticas culturales en los programas de los partidos y cómo dialogan las propuestas con los desafíos que presenta la actualidad política.
Si bien el rubro “cultura” aparece en todos los programas (en el del Partido Nacional es un sub-punto dentro del sexto capítulo “Conocimiento, innovación y cultura” y en el caso del Partido Colorado es un ítem dentro de los 31 que se contemplan), es en las Bases programáticas 2025-2030 del Frente Amplio donde encontramos un posicionamiento que trasciende las generalidades vernáculas (valores, identidad, tradición…) y/o la retórica contemporánea de la eficiencia. Sin embargo, la formulación de ciertos propósitos, corre el riesgo de deslizar hacia una suerte de mesianismo cultural secular, depositando en la cultura la reparación de todos los males. Sin mayores precisiones, la definición detrás de la palabra cultura, y por ende la concepción y orientación de la política cultural, puede funcionar en la retórica política, como esos “significantes flotantes” que retomando la definición de Ernesto Laclau (2005) permiten, a través de cierto grado de generalidad, unificar múltiples antagonismos en un nivel simbólico superior. El rol de la academia en la discusión teórica sobre el uso de tales conceptos y en la producción de datos que permitan argumentar orientaciones en función de ellos es fundamental, pero hasta el momento resulta insuficiente en nuestro país.
Reflexionar sobre las disyuntivas de una política cultural de cara a un eventual próximo gobierno de izquierda se vuelve necesario para contribuir a eludir la bolsa de esas nociones “vacías” o “flotantes”, que si bien permiten cierta “performatividad del pensamiento” pueden, también, obstaculizar tanto la discusión como la acción. En esta nota, luego de presentar las líneas generales del proyecto de “una nueva institucionalidad cultural” del Frente Amplio, se abordarán tres problemas teóricos y políticos. Primero, ¿cuál es el modelo de políticas culturales en el que se inscribe esta nueva institucionalidad y cómo se posiciona frente a los antecedentes locales y a la circulación internacional de modelos? Segundo, ante un contexto político internacional donde las nuevas derechas reciclan la noción de “batalla cultural” contra una fantaseada “hegemonía cultural de izquierda” y las políticas culturales se han convertido en uno de los rings privilegiados, ¿qué posicionamiento adoptar para garantizar la autonomía relativa que requiere la acción cultural y cierta continuidad más allá de los gobiernos de turno? Tercero, ante la explicitación desde el sistema político y el campo cultural de la necesidad de evaluación y monitoreo de estas políticas, ¿qué rol puede/debería jugar la academia en la producción de conocimiento sobre el funcionamiento del campo cultural en Uruguay?
Hacia una nueva institucionalidad cultural
En el tercer punto de las bases programáticas del Frente Amplio (“Un país de cultura, pilar del sentido de la vida y de la fuerza constructora de la sociedad”), se plantea qué hacer con el rubro cultura frente a la posibilidad de un cuarto gobierno nacional. Los avances en materia de política cultural durante las pasadas gestiones nacionales son evidentes, se puede decir que hay cierta acumulación en la reflexión sobre lo hecho y también la identificación de puntos débiles de las políticas adoptadas, como lo demuestran los aportes desde la academia local sobre el tema (Achugar y Lembo, 2017; Cabrera, 2018; Di Giorgi, 2024; Gómez et al., 2021; Gortázar, 2017). Es así que en el nuevo programa, domina por un lado, la recuperación del legado de los primeros quince años de gobierno progresista y, por otro, ciertas formulaciones que subrayan las discrepancias ideológicas con algunas reorientaciones de la administración actual, que sin embargo se han situado en relativa continuidad. En cuanto a las propuestas, el “rediseño de la institucionalidad cultural” parece ser el eje articulador de las acciones a implementar. En síntesis, este rediseño plantea una nueva configuración del actual Ministerio de Educación y Cultura a partir de una redefinición de sus áreas de competencia, por lo que se pasaría a llamarse “Ministerio de las Culturas, las Artes, los Patrimonios y la Educación”. Según el programa, esta reformulación se realizaría con el mismo presupuesto con el que cuenta el actual MEC, previendo un aumento gradual hasta alcanzar el 1% del PBI. Así mismo, la creación de un Sistema Nacional de Cultura, encargado de gestionar la política cultural en todo el país articulando los tres niveles de gobierno, será garantizado por una nueva legislación a través de la promulgación de una Ley Nacional de Cultura y Derechos Culturales.
Es posible identificar cuatro grandes líneas en esta nueva institucionalidad cultural: a) la preocupación por la descentralización (retomando las acciones de los Centros MEC y de la creación de nuevas estructuras de gobernanza como Consejos Departamentales de Cultura); b) la inclusión de diferentes expresiones y producciones simbólicas de la población (desarticulando las jerarquizaciones históricas entre ellas); c) la apuesta a la profesionalización y al refuerzo de los derechos laborales (a través de legislaciones que permitan el reconocimiento de la actividad y garanticen el acceso a la seguridad social de los trabajadores del rubro); y c) el impulso a la educación artística (se menciona la creación de un Programa Nacional de Educación Artística). Estos cuatro puntos parecen retomar y profundizar el paradigma de la “democracia cultural” que guió las gestiones anteriores (paradigma que parte de una concepción amplia de cultura, donde el derecho a la misma no se remite solo al acceso a un conjunto de obras, sino también a la producción y al reconocimiento de su diversidad). El paradigma de la “democracia cultural”, sugerido por la Unesco a través de los informes producidos en las sucesivas conferencias[2], es visto como una ampliación y superación del paradigma fundador de la política cultural europea basado en la “democratización” (Dubois, 1999 ; Poirrier, 2010 ; 2011 ; Urfalino, 1996; Zask, 2016). En algunos paises latinoamericanos, como el nuestro, la adopción de este paradigma se efectúa en combinación con el concepto de “participación cultural”, adoptado y promovido por la ola de gobiernos progresistas al inicio del siglo XXI (De Torres, 2007; García Canclini, 1987; Mejía, 2009; Rubinich, 1993). Si bien el nuevo programa deja suponer un alineamiento al paradigma de las “democracia cultural”, el mismo no es explícito, por lo que no sabemos cómo los diferentes ejes serán ejecutados con las instituciones culturales que ya existen (Sodre, Medios Públicos Nacionales, Institutos artísticos, Sistema Nacional de Museos, Comisión de Patrimonio Nacional…) y las nuevas que se crearían (como el Sistema Nacional de Cultura, los Consejos Departamentales de Cultura o los Centros Sociales, Culturales y Deportivos…) y cómo éstos van a interactuar con otras instituciones educativas, sanitarias, comerciales, nacionales e internacionales…Es por eso que para construir ese nuevo organigrama y establecer una dinámica de funcionamiento institucional, sea necesario definir antes hacia dónde se orientarán las acciones generales de este rediseño ministerial.
Más allá de la democracia cultural: ¿Qué modelo adoptar para una rediseño de las políticas culturales?
En la retórica de las políticas culturales, una serie de términos que muchas veces aparecen superpuestos, indican orientaciones distintas. Es por eso que ciertas palabras recurrentes (como participación, inclusión, identidades…) usadas con cierto grado de generalidad pueden obstaculizar el debate programático. Primero, porque es muy difícil estar en contra de esos ideales como objetivos de la política pública democrática y, segundo, porque las formas de entender lo que implica cada una de ellas y las acciones a desarrollar en función, pueden ser muy divergentes, hasta contradictorias. Entonces, si bien la performatividad electoral exige ciertos acuerdos generales que esos conceptos vehiculizan, los mismos también exigen en una segunda instancia, una traducción política específica, que permita discutir sobre agenda de prioridades y orientaciones presupuestarias.
Por un lado, desde una perspectiva histórica, el fomento y el subsidio de las artes y la cultura desde los poderes públicos es algo que se encuentra instalado en el debate nacional desde las primeras décadas del siglo XX. En el marco del proyecto de investigación “Teatros en la ciudad. Estudio socio-histórico de la actividad teatral en Montevideo”[3], hemos observado a través del caso específico de la actividad teatral, cómo la preocupación por incluir a las artes y la cultura dentro de una política de Estado forma parte de las discusiones parlamentarias, de las actas de actividad de la junta departamental de Montevideo y de la contienda pública entre representantes de los diferentes partidos políticos al menos desde 1910. También observamos, a partir de la revisión de esas fuentes primarias, cómo ciertas dicotomías que se plantean hoy a la hora de pensar en la política cultural (cómo por ejemplo la oposición entre “alta cultura”/“culturas populares”, “cultura extranjera”/”cultura nacional” y “cultura urbana”/”cultura rural”), determinaban las pujas entre las diferentes posiciones políticas (colorados, blancos, socialistas, anarquistas) desde entonces (Brando, 2024; De Torres, 2015). Si bien la primera dicotomía ha sido ampliamente discutida gracias a los aportes de varios académicos nacionales (Achugar, 2015; Delacoste y Naser, 2018 Remedi, 2018) y a las investigaciones empíricas provenientes de la sociología de las prácticas culturales, que han demostrado la predominancia en la actualidad de gustos y consumos culturales “omnívoros” (Coulangeon, 2010), la dicotomía campo-ciudad parece reeditarse en el debate local actual sin explicitar con claridad cuáles son los términos de tal oposición. Más allá de los imaginarios que los partidos políticos movilizan a partir de esta oposición, en términos específicos de la producción artística, desde la geografía del arte se ha demostrado que si bien el acto creador puede tener lugar en cualquier lado, es la ciudad la que proporciona la infraestructura necesaria y la concentración de recursos para la producción, la circulación y la recepción de esa creación (Grésillon, 2014). En este sentido, no todo lo que se produce en Montevideo es necesariamente “urbano” o “capitalino” y su circulación no se agota en las fronteras de la capital: los ejemplos son numerosos tanto en la música, la literatura, las artes escénicas, las artes visuales…No hay dudas que una política cultural nacional que aspire a la descentralización debe pensar en expandir los servicios, la infraestructura y las oportunidades al conjunto del territorio, o bien, buscar mecanismos para paliar el desequilibrio que la propia concentración que proveen los centros urbanos genera en la configuración de circuitos de producción cultural. Sin embargo, seguir reproduciendo la proyección de un imaginario cultural que fija a lo urbano y lo rural en categorías identitarias opuestas y concurrentes, sobre todo en un país donde la mayor parte de su población vive en zonas urbanas, puede resultar problemático. Esta forma de activar imaginarios culturales a partir de una lógica de oposición genera, además, otras dicotomías recurrentes, como la de construir una frontera entre lo “uruguayo” y lo “extranjero”. Esto puede generar efectos de exclusión colaterales hacia culturas foráneas recientemente instaladas en el territorio nacional que también forman parte de la producción simbólica de nuestro país.
Por otro lado, si bien pensar una política cultural implica gestionar las diferentes escalas gubernamentales hacia el interior de las fronteras (local, departamental, nacional), al mismo tiempo exige dialogar con la circulación internacional de modelos que no se piensan necesariamente a partir de las particularidades locales. Desde el informe pionero “Cultural policy a preliminary study” (1969) producido a partir de la primera conferencia sobre políticas culturales organizada por la Unesco, la orientación de éstas se encuentra frecuentemente determinada por una agenda definida a través del lobby internacional (la adopción del concepto de “industrias creativas” y su progresiva centralidad en la planificación, o la reciente aparición de la noción de “ecosistema cultural” en el vocabulario del policy making, son dos ejemplos de ello). Pero además, no solo se trata de agenda, sino de establecer metas, desafíos comunes y de evaluar su cumplimiento, a cambio en general de recursos humanos y económicos nada desdeñables. Por ejemplo, en la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales realizada en México en 1982, que reúne a 135 países, se establecen por primera vez una serie de indicadores para realizar “una evaluación global de los esfuerzos realizados en la década 1970-1980 en términos de desarrollo cultural, de políticas culturales y de cooperación cultural” (Bustamante, 2015) y fijar una agenda común de fortalecimiento de las políticas culturales de los países en vías de desarrollo.
En cuanto a la circulación internacional de modelos, el caso francés es paradigmático en gestión pública de la cultura porque, a diferencia del modelo británico de Arts Council, desde la creación del Ministerio de la Cultura en 1959 (primer ministerio dedicado exclusivamente a asuntos culturales) el Estado juega un rol central en el desarrollo y la gestión de la acción cultural. La historia de este Ministerio de la Cultura francés es también la historia de la sucesión de los diferentes modelos de políticas culturales que desde los años cincuenta han circulado en América Latina: primero a través de la “democratización cultural” (dónde según André Malraux, ministro entre 1959 y 1969, se trata de “poner al alcance de todos las obras capitales de la humanidad”), luego adoptando el paradigma del “desarrollo cultural” en los años setenta (que revisa la estructura macrocefála del primer modelo, instalando la idea de descentralización territorial y una reflexión sobre la economía específica de los “bienes simbólicos” y la rentabilidad de su gestión) y, a partir del triunfo del socialista François Mitterrand en 1982 se trabaja en la ya mencionada “democracia cultural”, en puja con el incipiente paradigma del management y la gestión cultural que se desarrollará posteriormente (Dubois, 2010; Menger, 2011). Si bien objeto de una campaña de deslegitimación por la prensa de derecha (Bourdoncle, 2001), la administración socialista con Jack Lang a la cabeza del Ministerio, es un punto de inflexión en la política cultural francesa tal cómo la conocemos hoy y también consolida un imaginario sobre lo que implica una política cultural de izquierda. Primero, por lo que se concibe como una “ruptura cuantitativa” duplicando el presupuesto del Ministerio de la Cultura (de 0,4% al 0,8% y luego al 1,0% del presupuesto nacional) y creando 8000 nuevos puestos de trabajo en el campo cultural. Segundo, por proponer el concepto de “excepción cultural” que supone tratar a la cultura de manera diferente a otros productos comerciales, instalándolo posteriormente en las negociaciones del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio en 1993 de la Unión Europea,.
En síntesis, la idea de “democracia cultural” no es nueva y tiene ciertas implicancias conceptuales, como apostar a bienestar de todos los individuos promoviendo tanto el acceso a las obras como también a las condiciones y las posibilidades de producirlas, el respeto de la multiplicidad cultural integrando otras actividades y rubros antes excluidos de las políticas de promoción cultural, generando una nueva asociación entre economía y cultura a través del fortalecimiento de las industrias creativas. Nada de esto parece nuevo para quienes han seguido de cerca alguno de los lineamientos de la política cultural del Frente Amplio, ya sea desde la Intendencia de Montevideo o desde la Dirección Nacional de Cultura del MEC, durante los tres períodos anteriores de gobierno. Ahora bien, pensando en el rediseño institucional que plantea el nuevo programa, ¿qué acciones se retomarán de lo realizado en los períodos anteriores y cuáles serán los ejes de la nueva acción cultural? Por otra parte, teniendo en cuenta la separación de competencias que el nuevo ministerio propone (a saber, “artes”, “culturas”, “patrimonio” y “educación”) ¿cómo contemplar las diferencias fundamentales en el funcionamiento de cada una de esas áreas? En otras palabras, ¿cómo combinar, ciertos objetivos universalistas de las políticas culturales y educativas, con algunas definiciones relativistas de las nociones de cultura y las múltiples lógicas de excepción y de diferenciación que generalmente priman en el funcionamiento y la estructuración del campo artístico? (Menger, 2001). Finalmente, si bien la asociación entre cultura y educación también tiene larga data en la administración nacional y no hay duda de que una política cultural necesita de una política educativa que la acompañe, ¿no sería conveniente separar la gestión pública de la educación, de la gestión de las políticas culturales, como forma de preservar las especificidades de cada una de estas áreas?
La batalla cultural o la imposibilidad de la autonomía: ¿Cómo eludir la retórica beligerante?
Uno de los grandes problemas de la acción cultural en los países latinoamericanos ha sido su discontinuidad. Esto se ha debido en gran parte a que las acciones en temas culturales han estado supeditadas a la voluntad política de los partidos en el gobierno. Estas acciones han sido izadas regularmente como una bandera partidaria que en consecuencia es inmediatamente es arriada si cambia la conducción. Así como al campo de producción artística y cultural le ha costado preservar ese márgen de autonomía relativa del campo político, parece casi imposible pensar que una política cultural en América Latina pueda llegar a tener un mínimo de autonomía para que logre perdurar frente a la alternancia. La “autonomía relativa” de un campo artístico en términos de Pierre Bourdieu (1992), no se refiere a un funcionamiento del campo cultural autónomo de la política o de la economía, pero sí implica que los conflictos estructuradores del campo en cuestión, cómo los las formas de valoración y los criterios que rigen su funcionamiento, sean específicos a éste (es decir, encuentren justificación en las disputas internas y no en disputas determinadas por los conflictos en otros campos). Si bien lograr este márgen de autonomía no ha sido evidente en la socio-historia del campo cultural latinoamericano, ciertas novedades de la actualidad política contemporánea, como las querellas en torno a la “batalla cultural”, la vuelven amenazar.
En efecto, desde hace algunos años, las políticas culturales parecen estar arrinconadas en la retórica beligerante que plantea la nueva “batalla cultural”, avivada por las nuevas derechas, con numerosos y distópicos ejemplos tanto en Europa como en Estados Unidos y en América Latina[4]. La noción de “batalla cultural” tiene sus raíces en el pensamiento de Antonio Gramsci. En los Cuadernos de la cárcel, específicamente en el cuaderno 12 y en el 29, Gramsci analiza cómo las políticas públicas destinadas a la educación y la cultura funcionan como “aparatos de hegemonía” en la esfera simbólica reforzando las relaciones de dominación (Gramsci, 1977). Una contra-hegemonía puede emerger desde los “lugares de innovación lingüística”, dentro de los cuales se encuentran la escuela, la prensa, la literatura, el teatro, el cine, la radio, las reuniones políticas y las asambleas de los diferentes estratos de la población. Si bien esta idea ha sido parte del debate de los movimientos de izquierda durante el siglo XX, la misma reaparece en la actualidad en el discurso de las nuevas derechas, con algunas deformaciones e inconsistencias teóricas. Sería tema de otra nota analizar teóricamente estos usos, pero para mencionar algunos ejemplos de estos reciclajes conceptuales, podríamos mencionar la idea de “gramscismo de derecha” propuesta por político de extrema derecha francés Alain de Benoist y retomada recientemente por Marion Maréchal Le Pen; el uso de la noción de “marxismo cultural” por el estadounidense Pat Buchanan, cuyos propósitos han sido reutilizados tanto en los discursos de la primera campaña de Donald Trump como en la del vecino Jair Bolsonaro; los libros del politólogo y conferencista argentino Agustín Laje (cómo El libro negro de la nueva izquierda: idología de género o subversión cultural o su contraparte La batalla cultural: reflexiones críticas para una nueva derecha), o bien, sin ir más lejos, el reciente interés por Gramsci en las filas del Partido Nacional uruguayo (dónde un concurso de ensayos sobre la infleuncia del filósofo italaiano en las estrategias de la izquierda uruguaya fue lanzado por el Instituto Manuel Oribe cuyo premio le fue otorgado al libro Gramsci. Su influencia en el Uruguay de Juan Pedro Arocena)[5].
Esta reutilización de lenguaje beligerante que alega una raíz gramsciana se efectúa invirtiendo el sentido tanto de la idea de hegemonía como de la de contra-hegemonía y, sobre todo, escindiendo la relación de la hegemonía cultural con otras estructuras de dominación. En otras palabras, se separa al concepto gramsciano de la teoría marxista que lo acuña. En la retórica de estos nuevos intelectuales de derecha, la “batalla cultural” implica impedir, revertir o deslegitimar ciertas transformaciones recientes lideradas por el progresismo en al menos tres campos: la educación, los derechos y el reconocimiento de las minorías y las políticas culturales. En el debate público encontramos un sin fin de frentes específicos dónde esta “batalla” se materializa: en educación por ejemplo, en las discusiones sobre presupuesto o sobre el financiamiento de la investigación científica, los debates sobre los programas como por ejemplo en la enseñanza de la historia reciente, de educación sexual en las escuelas, de educación artística o de las horas destinadas a disciplinas humanísticas como filosofía, sociología, historia….; en cuanto a los derechos, cuando se habla de políticas de inclusión, de disidencias sexuales, de reconocimiento de los pueblos autóctonos, de la despenalización del aborto, de matrimonio igualitario, de crímenes de lesa humanidad….; y en el campo de las políticas culturales, cuando se discuten paradigmas, se des-jerarquizan disciplinas, géneros o estilos, se programa, se asignan recursos, becas, subsidios…El problema no es tanto la discusión teórica ni tampoco el debate ideológico, sino la consecuencias que la retórica deformada de una supuesta “guerra cultural” puede generar en términos de política pública. No hay que hacer un gran esfuerzo de imaginación para tener algunos ejemplos del alcance de la misma: en el reciente Brasil de Bolsonaro o en la actual Argentina de Milei, el cierre de instituciones, la supresión de programas culturales, las reducciones de presupuesto a proyectos de educación artística, la cancelaciones de subsidios y de exoneración de impuestos para la actividad artística o la estigmatización (y a veces incluso la persecución) de artistas, docentes, estudiantes…han sido y son moneda corriente, bajo argumentos que se sustentan en esta cruzada contra una supuesta hegemonía cultural de la izquierda[6].
Ahora bien, volviendo a nuestro tema específico, Julio Brum, integrante de la Comisión Nacional de Cultura del FA, escribía en una columna de opinión publicada en La Diaria, “se debe aspirar a un horizonte de políticas culturales de Estado, que como tal no dependan de intereses partidarios”[7]. Este horizonte es justamente ese que aseguraría cierta continuidad de las acciones que se pongan en marcha en un posible cuarto gobierno y evitaría el volver a empezar constante que impide no solo la consecución de objetivos a mediano y largo plazo, sino también la posibilidad de producir datos para el seguimiento y la evaluación del funcionamiento de dichas acciones. ¿En qué medida es posible una política cultural de izquierda que sea a su vez una política de Estado relativamente autónoma de intereses partidarios? La pregunta subsecuente – y el desafío - es ¿cómo plantear, justificar, argumentar las decisiones en materia de política cultural, evitando la retórica de oposición irreconciliable que plantean las nuevas derechas?
Una agenda de investigación sobre cultura: ¿cuál es el rol de la academia?
Uno de los puntos de las bases programáticas del FA propone “crear herramientas para la evaluación y monitoreo de las políticas culturales”. Tiene sentido: la puesta en marcha de un rediseño institucional y una evolución presupuestal cómo la que se propone, necesita de un seguimiento. Pero sucede un poco lo mismo que lo mencionado sobre el modelo de política pública, es necesario mayor precisión. Por un lado, es necesario pensar las herramientas para la evaluación y el monitoreo desde el inicio para poder asegurar la producción de datos que las mismas necesitan. Por otro lado, esto precisa de la adjudicación de un presupuesto específico y de recursos humanos para realizar una tarea cuyos resultados no son inmediatos y, muchas veces, muestran más las dificultades y los obstáculos que los avances. Por ejemplo, las primeras evaluaciones sobre el efecto de las políticas de democratización, mostraron que a pesar de las acciones desplegadas por la gestión pública de la cultura, primaba un persistencia de la estructura de desigualdades en el consumo cultural (Bourdieu y Darbel, 1966). Esto no necesariamente conduce a concluir sobre el fracaso de dicha política sino, por un lado, considerar la variable tiempo para evaluar efectos a largo plazo, pero también, por otro lado, pensar en otras modalidades de evaluación complementarias a los datos sobre frecuencia a servicio y relación entre el consumo y el nivel socio-económico. Porque la idea “excepción cultural” que distingue el valor comercial de los bienes simbólicos, también podría aplicarse a la reflexión sobre cómo medir los efectos de los mismos en las poblaciones objetivo. Por eso mismo, las herramientas necesarias exigen discusión teórica y metodológica previa para que puedan cuantificar los consumos de bienes y servicios, pero también contemplar la dimensión subjetiva de la recepción y de la producción artística y cultural, cuyos efectos son, en general, diferidos[8].
En este sentido, la producción de conocimiento desde la universidad resulta clave para acompañar una reflexión sobre qué herramientas de evaluación son necesarias para la implementación de nuevas políticas en materia de cultura. El rediseño institucional de las políticas culturales nacionales, es ademas, una oportunidad ineludible para que investigadores/as de diferentes disciplinas (sociología, ciencia política, economía, antropología, psicología, comunicación…) puedan aportar elementos desde sus saberes específicos para profundizar el conocimiento sobre el funcionamiento de los diferentes mundos del arte y de la cultura en Uruguay. El ejemplo del caso francés (no porque sea un ejemplo frente a otros o un modelo a seguir, sino porque es el que más conozco por mi formación y vida profesional) así lo muestra: la sociología del arte y la cultura francesa se configura como un área legítima dentro de las ciencias sociales en paralelo a la creación del Ministerio de la Cultura, gracias al impacto que la necesidad de información de dicha institución tuvo para el desarrollo de la investigación empírica sobre una dimensión de la vida social que, hasta entonces, era competencia casi exclusiva de la estética y de la historia del arte (Fleury, 2006; Péquignot, 2009). Además de la creación de la encuesta periódica “Pratiques culturelles”, principal producto del Departamento de estudios, prospectiva, estadísticas y documentación (DEPS) del Ministerio, desde esta dependencia se ha financiado directa o indirectamente un gran número de investigaciones externas que dieron lugar a trabajos claves para el desarrollo de pensamiento teórico y la innovación metodológica en sociología y economía de la cultura. Desde el pionero El amor al arte. Los museos de arte europeo y su público de Pierre Bourdieu y Alain Darbel (Minuit, 1966) a los trabajos de Raymonde Moulin sobre el mercado de la pintura como Le marché de la peinture en France (Minuit, 1967) o L’artiste, l’institution et le marché (Flammarion, 1992); de los estudios cualitativos sobre la recepción, cómo el innovador Le temps donné aux tableau de Jean-Calude Passeron y Emanuel Pedler (Imerec, 1991) a los aportes en la intersección de la economía y la sociología de Pierre-Michel Menger sobre la incertidumbre y el riesgo como característica estructuradora del trabajo artístico en Le travail créateur. S’accomplir dans l’incertain (Le Seuil, 2009), el análisis de Philippe Coulangeon sobre las trayectorias laborales de los músicos de jazz en Les musiciens de jazz en France à l'heure de la réhabilitation culturelle : sociologie des carrières et du travail musical, (L'Harmattan, 1999), o bien, la recolección de una serie de trabajos pioneros sobre el circuito de la música hip hop que contiene el reciente 40 ans de musiques hip hop en France coordinado por Karim Hammou y Marie Sonnette-Manouguian (Presses de Science Po - Ministere de la Culture, 2022)...funcionan como ejemplos de una larga lista de contribuciones al estudio del campo cultural, empujando la discusión y la producción de conocimiento desde la academia un poco más allá de la sistematización de los datos recolectados por el DEPS del Ministerio.
En Uruguay es ineludible mencionar el aporte de los informes sobre Imaginarios y Consumos Culturales dentro del marco del Observatorio Universitario de Políticas Culturales radicado en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación y creado por un convenio entre la Udelar y el MEC (el primero es del 2002, el segundo del 2009, el tercero del 2014…) Sin embargo, si bien estos primeros resultados a partir de la “Encuesta sobre consumo culturales” han sido una herramienta importante para conocer las grandes tendencias del consumo cultural que debería ser continuada y profundizada, es ínfimo el conocimiento sobre otras dinámicas de la producción y la recepción artística, de la mediación cultural, de la economía de los bienes simbólicos y del patrimonio material y inmaterial, de la circulación local e internacional de obras y artistas, de las trayectorias de profesionalización y las dinámicas específicas del trabajo artístico, de la relación entre el contexto social de producción y las características estéticas de las obras producidas… y la lista es larga. Producir conocimiento sobre alguno de estos ejes, permitiría vincular a la académica y la gestión pública en cultura para pensar esas herramientas de evaluación y monitoreo necesarias mencionadas en las bases programáticas, pero también para afirmar un área de conocimiento en Uruguay que ha sido sistemáticamente desestimada en la agenda de investigación empírica de las ciencias sociales locales.
Notas:
[1] En la historia del pensamiento de izquierda esta cuestión ha sido central entre las filas del marxismo y de sus reformulaciones, siendo justamente la importancia de esa zona “supra-estructural” en la teoría del cambio uno de los elementos sustanciales de las corrientes post-marxistas del siglo XX. Sobre la continuidad de la discusión en el debate contemporáneo ver por ejemplo: Butler Judith, “Merely Cultural”, New Left Review, I/227, jan/feb, 1998.
[2] En la sección “recomendaciones” del informe de la Conferencia Intergubernamental sobre Políticas Culturales en Europa, se le sugiere a los Estados miembros de Europa ir “(…) más allá de una democratización de la cultura heredada, nacional o internacional, y promuevan la democracia cultural, en la que cada uno pueda no solamente recibir, sino también participar y actuar”. En Conferencia Intergubernamental sobre Políticas Culturales en Europa (UNESCO) Helsinki, 1972, p. 22-23. Disponible en: http://unesdoc.unesco.org/images/0000/000014/001486SB.pdf
[3] Proyecto “Teatros en la ciudad. Estudio socio-histórico de la actividad teatral en la ciudad de Montevideo”, Programa IM-Udelar “Ing. Oscar J. Maggiolo”, participantes: Camille Gappenne, Agustín Juncal, Chiara Miranda, María Eugenia Ryan y Francis Santana, coordinado por Florencia Dansilio.
[4] Élodie Bordat-Chauvin y Florencia Dansilio, « Les politiques culturelles en tant que champ de bataille : la rhétorique belligérante dans la dispute symbolique au Cône Sud », presentado en la Session Thématique « Sociologie des politiques culturelles : regards croisés Europe – Amériques » en el Congrès de l’Association Française de Sociologie, Lyon, 2023 (en curso de publicación en la revista Critique Internationale. Revue Comparative de Sciences Sociales).
[5] https://ladiaria.com.uy/politica/articulo/2023/4/libro-premiado-por-instituto-del-partido-nacional-va-contra-la-igualdad-el-feminismo-radical-y-las-agendas-de-derechos-enlatadas/
[6] Los efectos de esta batalla cultural en la política pública, también alcanza hoy, por ejemplo, las instituciones culturales francesas, que durante décadas celebraron su (relativa) autonomía frente a la variabilidad de otros contextos como el latinoamericano. Dos pequeños ejemplos del campo teatral, por un lado, en los últimos dos años, el valor de las entradas de los teatros públicos aumentó considerablemente, dónde además de la inflación el argumento es la reducción presupuestal que vienen experimentando con la actual administración; por otro lado, según los datos aportados por el barómetro “Los franceses y el teatro” hay un aumento considerable de la censura a las obras que tocan temáticas polémicas, que no encuentran lugar en la programación de los teatros públicos bajo presión de las autoridades locales. Ver: “Le théâtre confronté à une insidieuse censure », Le Monde, 25/09/2024, https://www.lemonde.fr/culture/article/2024/09/25/le-theatre-confronte-a-une-insidieuse-censure-c-est-comme-si-une-partie-de-la-population-devait-etre-preservee-mais-preservee-de-quoi_6332589_3246.html
[7] Julio Brum, “Hacia un modelo de ministerio de las culturas, las artes y los patrimonios”, La Diaria, 14/11/2023, https://ladiaria.com.uy/opinion/articulo/2023/11/hacia-un-modelo-de-ministerio-de-las-culturas-las-artes-y-los-patrimonios/#fnref-2
[8] Florencia Dansilio, “La dimensión subjetiva de la recepción artística. ¿Cómo contemplarla en el estudio de los públicos de las artes y la cultura?”, Encuentro “Desarrollo de audiencias en organizaciones culturales locales”, Centro de Fotografía - CCE. https://www.youtube.com/watch?v=ZeodV05i-7M
Referencias bibliográficas
Achugar, Hugo (2015). “Sobre políticas culturales a comienzos del siglo xxi”. En Desarrollo cultural para todos. Informe de Gestión 2010-2014, editado por DNC, 13-15. Montevideo: MEC.
Achugar, Hugo y Victoria Lembo (2017). “Tendencias y factores de cambio en la institucionalidad cultural del Uruguay”. En Estrategia Nacional de Desarrollo, Uruguay 2050 (I), editado por Oficina de Planeamiento y Presupuesto, 1-46. Montevideo: Oficina de Planeamiento y Presupuesto.
Boudoncle, L (2001) Les critiques de la politique culturelle de Jack Lang dans la presse de droite de 1981 à 1993 : l’exemple du Figaro Magazine, Maîtrise [Pascale Goetschel, Pascal Ory], Univ. Paris 1 CHS, 2001
Bourdieu, P (1979). La distinction. Critique social du jugement. Paris: Minuit.
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*Agradezco la lectura y los comentarios de Gustavo Remedi, Gabriela González Vaillant y Santiago López.
Florencia Dansilio es investigadora asociada del Laboratorie de Changement Social et Politique (LCSP) de l’Université Paris Cité y profesora adjunta de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República. Actualmente dirige una evaluación sobre el programa Démos de la Filarmónica de París y el Ministerio de la Cultura. Doctora en sociología por la Université Sorbonne Nouvelle y post-doctorante del Centre de Recherche sur les Arts et le Langage de l’École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS), sus temas de investigación se sitúan en el área de la sociología del arte y de las prácticas culturales, la socio-historia de la circulación cultural transatlántica y la evaluación de políticas culturales.
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