A propósito del 17 de julio, día nacional de prevención del suicidio en Uruguay
"La insoportable desesperanza del estar" por Camino al Foco, bajo licencia CC BY 2.0. |
En estas raras épocas pandémicas han salido a la superficie desigualdades durables (Tilly, 1998) preexistentes y se han hecho evidentes algunas más nuevas, como la brecha digital tanto para la educación como para el teletrabajo, como varios han analizado ya en este blog[ii] Decir que “la desigualdad mata” ya no es tan hiperbólico como suena a veces el título del didáctico libro del sociólogo Göran Therborn (2015). Cuando uno mira las cifras de muertes por COVID 19 en países donde hay datos disponibles, como Inglaterra o Estados Unidos, ve que los grupos menos privilegiados mueren más a pesar de la aparente democracia del contagio de este virus. Los más pobres, desproporcionalmente afros y otros grupos racializados, por ejemplo, tienen menos salud para empezar, menos posibilidades de quedarse en su casa haciendo cuarentena y menos acceso a salud cuando se enferman.
La desigualdad no mata solo en pandemia. El argumento de que la desigualdad afecta, entre otras, la capacidad de vivir, es también el del reciente libro Muertes por desesperanza, de Anne Case y Angus Deaton (premio nobel de economía 2015) (Case & Deaton, 2020). Ese libro, muy sociológico en su idea de que la desigualdad extrema genera problemas de integración social severa, describe e intenta explicar el aumento de las muertes de hombres blancos de baja educación en Estados Unidos. Que la esperanza de vida tiene un corte de clase y raza no es sorpresa. Pero sí lo es que haya comenzado a bajar la esperanza de vida de los blancos de clase trabajadora, especialmente los hombres. Los autores explican que esta población ha aumentado sus muertes por desesperanza (ver gráfica). Allí incluyen suicidios, el tema que me interesa abordar hoy, pero también las muertes por sobredosis y muertes por enfermedades relacionadas con el alcoholismo. Interpretan estas muertes como un efecto, entre otras causas, de la desesperanza de hombres que ya no pueden ser proveedores, que no encuentran sentido ni dignidad en sus trabajos precarizados a partir de la globalización económica y de la pérdida de empleos industriales seguros. Instituciones como el estado en su rol de regulador económico y de proveedor de bienestar, sobre todo, pero no solo, a través del sistema de salud, juegan un rol intermediario importante.
Estos argumentos sobre los efectos de la apertura económica y la pérdida de trabajos manuales estables, resuenan mucho con la realidad de los países del Cono Sur y en especial con el nuestro. Ya los trabajos de los 90s advertían sobre la desafiliación, la vulnerabilidad, la fragmentación a partir de la apertura económica y el consiguiente aumento de la desigualdad por ingresos según educación y de la precarización de empleos de baja calificación (Álvarez-Rivadulla, 2007 [2000]; Filgueira, Garcé, Ramos, & Yaffé, 2003; Kaztman, 2001; Kaztman et al., 2004). La reciente década larga de bonanza, reducción de la pobreza, crecimiento de los grupos de ingresos medios y reducción de la desigualdad de ingresos nos hicieron en parte olvidar esa fragmentación. Sin embargo, el crecimiento de la violencia, en particular de los homicidios, y la acuciante brecha educativa sobre todo en enseñanza media(Bogliaccini & Rodríguez, 2015), nos siguieron recordando que la fragmentación social, una vez en marcha, no es fácil de revertir y no está solo asociada a los ingresos.
Entre los indicadores de fragmentación que generalmente usamos está la deserción educativa, la maternidad adolescente, los jóvenes que no estudian ni trabajan, la informalidad laboral y residencial, los delitos, etc. Pero los efectos de la fragmentación no afectan solo los recursos o la capacidad de existir a partir del reconocimiento, tomando nuevamente a Therborn y su tipología de desigualdades, sino que también afectan la vida. Raramente incluimos el suicidio entre estos indicadores de fragmentación social. Y creo que es importante ponerse los lentes de las “muertes por desesperanza” para darle sentido a la no solo alta sino también creciente tasa de suicido en Uruguay. La propuesta es entonces prestar atención a los efectos que la desigualdad de recursos tiene sobre la desigualdad vital en Uruguay.
Según los datos y estudios disponibles, la tasa de suicido en Uruguay es muy alta, de las más altas del mundo y está en una etapa de aumento desde los años ochenta, con un pico en la crisis económica de 2002 (Vignolo et al., 2013). La gráfica 2 muestra la evolución histórica y esta tendencia creciente en los últimos años. Para poner esto en perspectiva comparada, la tasa de suicidio de Uruguay en 2016 fue de 20,4 por 100.000 habitantes, la de Suecia 13,8, la de Colombia 7,9 y la de Estados Unidos 13,7[iii]. Por poner un ejemplo más alto, la de Rusia es 26,5.
Fuente 1: Ministerio de Salud Pública (MSP). División Estadística. Defunciones por Causa (años 1900 - 2006). Datos disponibles en la página web del INE.
Fuente 2: Ministerio de Salud Pública (MSP). Dirección General de la Salud. Programa Nacional de Salud Mental (años 2007 en adelante). Datos disponibles en la página web del INE.
Cuando vemos quiénes se suicidan, se ve un cambio de tendencia, sobre todo por edad. Mientras en el pasado eran los adultos mayores, a partir de los años noventa aumenta el suicidio en edades más jóvenes. Si bien en Uruguay, como en el mundo, el suicidio de los adultos mayores es lo más común, en los últimos años ha crecido el suicido de los hombres de entre 15 y 35 años. Este cambio coincide históricamente con otros cambios relacionados al aumento de la fragmentación social, posiblemente en interacción con cambios en los roles de género.[iv] No existen datos de nivel educativo de esos jóvenes, pero sí hay datos de dónde ocurren los suicidios. Para Montevideo, los suicidios de este grupo de jóvenes están sobrerrepresentados en zonas periféricas y pobres de la ciudad (Hein & González, 2015). En ese grupo también hay una proporción alta de consumo problemático de drogas (González & Hein, 2016).
Ponernos los lentes de las muertes por desesperanza o de la fragmentación social puede ayudarnos a entender mejor este fenómeno. Ojalá pudiéramos tener mejores datos individuales sobre los casos. Hoy en día, por ejemplo, el Ministerio del Interior en su Sistema de Gestión en Seguridad Pública (SGSP), un gran avance en información sobre distintos eventos reportados, registra el lugar donde ocurre el suicidio, pero lamentablemente no tiene más datos de nivel socioeconómico individual como educación. Tenerlos sería muy útil para entender mejor quiénes son las personas que cometen suicidios. Por otro lado, al menos en los datos de causa de muerte que pude encontrar en el INE, no se registran muertes asociadas al alcoholismo (cirrosis, por ejemplo) ni muertes por sobredosis. Sería también importante tener esos datos para unir fenómenos que parecen tener causas similares. Los datos existentes sugieren que la hipótesis de desesperanza (a la Case y Deaton) no es descabellada.
En Uruguay hay trabajos interesantes que miden la desesperanza en adolescentes y que encuentran asociaciones sugerentes con nivel socioeconómico (Viscardi, Hor, & Dajas, 1994). Replicar esas mediciones parece un camino importante para comprender este fenómeno más allá de una asociación e ir hacia los mecanismos individuales. La dimensión del problema en el país amerita entender mejor estos mecanismos en búsqueda de mejores herramientas para la prevención.
[i] Agradezco a Juan Bogliaccini su lectura y comentarios de esta nota.
[ii] Ver: “Estimación del efecto de corto plazo de la covid-19 en la pobreza en Uruguay”, por Matías Brum y Mauricio De Rosa; Teletrabajo, antes, durante y después del COVID 19 en Uruguay, de Matias Dodel; Coronavirus y educación a distancia: Algunos desafíos urgentes para la educación secundaria hoy, de Gabriela González o “Pandemia, género y vida doméstica”, de Cecilia Rossel.
[iii] Los datos de los demás países son de la OMS para distintos años. La comparabilidad en estas cifras siempre es limitada, pero da una idea. Ver: https://en.wikipedia.org/wiki/List_of_countries_by_suicide_rate#cite_note-3
[iv] Sobre esta interacción recomiendo mucho un ensayo maravilloso de Ruben Kaztman, con uno de sus títulos acertados y recordables. Se trata de ¿Por qué los hombres son tan irresponsables?
Álvarez-Rivadulla, M. J. (2007 [2000]). Asentamientos irregulares montevideanos: la desafiliación resistida. Cadernos metrópole PUC/SP & IPPUR/UFRJ, 18 207-249
Bogliaccini, J. A., & Rodríguez, F. (2015). Regulación del sistema educativo y desigualdades de aprendizaje en el Uruguay. Revista CEPAL.
Case, A., & Deaton, A. (2020). Deaths of Despair and the Future of Capitalism: Princeton University Press.
Filgueira, F., Garcé, A., Ramos, C., & Yaffé, J. (2003). Los dos ciclos del Estado uruguayo en el siglo XX. In I. d. C. Política (Ed.), El Uruguay del siglo XX. La Política. Montevideo Banda Oriental
González, V., & Hein, P. (2016). La vida breve. Suicidio, jóvenes y usuarios problemáticos de drogas. Revista Encuentros Uruguayos, 9(2), 35-58.
Hein, P., & González, V. (2015). Las grietas en el muro: Suicidio en Uruguay. derechos humanos en el Uruguay. Informe 2015.
Kaztman, R. (2001). Seducidos y abandonados: el aislamiento social de los pobres urbanos. Revista de la Cepal 75.
Kaztman, R., Corbo, G., Filgueira, F., Furtado, M., Gelber, D., Retamoso, A., & Rodriguez, F. (2004). La ciudad fragmentada: mercado, territorio y marginalidad en Montevideo. Paper presented at the Latin American Urbanization in the Late 20th Century: A Comparative Study.
Therborn, G. (2015). La desigualdad mata. Madrid: Alianza Editorial.
Tilly, C. (1998). Durable Inequality. Berkeley: University of California.
Vignolo, J., Henderson, E., Vacarezza, M., Alvarez, C., Alegretti, M., & Sosa, A. (2013). Análisis de 123 años de muertes por suicidio en el Uruguay. 1887-2010. Revista de Salud Pública, 17(1), 8-18.
Viscardi, N., Hor, F., & Dajas, F. (1994). Alta tasa de suicidio en Uruguay II. Evaluación de la desesperanza en adolescentes. Rev Med Uruguay, 10(2), 79-91.
Tomado de Razones y Personas. Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución 3.0 No portada.