La semana pasada el diario El País informó que el ministro de
Industria y Energía había solicitado al director nacional de Telecomunicaciones
la revisión, ajuste y puesta a punto del borrador de un proyecto de ley de servicios
de comunicación audiovisual que su cartera tiene entre manos desde hace varios
años. Ha trascendido que ese proyecto de ley incluirá algún tipo de regulación
de contenidos en radio y televisión. Las versiones a ese respecto son confusas
y contradictorias, así que, mientras el proyecto no sea presentado, es imposible
saber qué iniciativas contendrá. No sería la primera vez que el gobierno anuncia
públicamente —o deja entender a través de trascendidos— que se dispone a hacer
algo que finalmente no hace o, viceversa, que desmiente tajantemente que
pretenda hacer algo que después hace.
El presidente Mujica le dijo
en octubre de 2010 a la revista brasileña Veja
que “la mejor ley de medios es la que no existe”, concepto que fue repetido
poco más tarde por el vicepresidente Astori durante una entrevista concedida al
diario santafecino El Litoral. (Astori
repitió esa máxima y volvió a mostrarse contrario a cualquier tipo de
regulación de contenidos en una entrevista publicada en el diario El Observador de ayer, jueves.) Mujica
había dicho antes y repitió más tarde, dentro y fuera del país, que cuando el
borrador del proyecto llegara a sus manos (se trata del mismo borrador que
ahora se encuentra en etapa de revisión, ajuste y puesta a punto) iría directo
a la basura sin ser leído.
Por lo dicho anteriormente,
cualquier cosa puede ocurrir. Sólo cabe esperar. Mientras tanto, ya se escuchan
voces que reclaman a Mujica que sea consecuente con sus palabras y mande a la
basura cualquier proyecto que llegue a sus manos.
Quienes en Uruguay se oponen
a todo tipo de regulación de contenidos en los medios de comunicación hacen
suya alguna forma de la máxima que Mujica y Astori usaron en sus comparecencias
públicas, asumiendo implícita o explícitamente que ella expresa el punto de
vista de la filosofía liberal sobre la censura y la libertad de expresión. En
una nota publicada en 2004 en el suplemento Qué Pasa del diario El País, Homero Alsina Thevenet
adjudicaba a “un sabio local” la máxima “la mejor ley de prensa es ninguna ley
de prensa”. Ignoro quién podrá ser el supuesto sabio. Tengo para mí que en
efecto ha de ser un coterráneo, habida cuenta de que su máxima expresa a la
perfección un punto de vista muy extendido en el país; no estoy tan seguro en
cambio de que sea un sabio.
Abandonemos la cuestión de la
máxima por un instante y vayamos a la filosofía liberal. Es bien sabido John
Stuart Mill, uno de los grandes clásicos de esa tradición, fue uno de los
primeros pensadores en advertir acerca de lo que llamó “la tiranía de las
mayorías”. Detengámonos un momento en un pasaje de su célebre ensayo Sobre la libertad:
“Como las demás tiranías, la
tiranía de las mayorías fue al principio temida, y lo es todavía vulgarmente, cuando
obra, sobre todo, por medio de actos de las autoridades públicas. Pero las
personas reflexivas se dieron cuenta de que, cuando es la sociedad misma el
tirano —la sociedad colectivamente, respecto de los individuos aislados que la
componen—, sus medios de tiranizar no están limitados a los actos que puede
realizar por medio de sus funcionarios políticos. La sociedad puede ejecutar, y
ejecuta, sus propios decretos; y si dicta malos decretos, en vez de buenos, o
si los dicta a propósito de cosas en las que no debería mezclarse, ejerce una
tiranía social más formidable que muchas de las opresiones políticas, ya que si
bien, de ordinario, no tiene a su servicio penas tan graves, deja menos medios para
escapar a ella, pues penetra mucho más en los detalles de la vida y llega a
encadenar el alma.”
Es obvio que en este pasaje Stuart
Mill no estaba pensando —en modo alguno podría haberlo hecho— en la tiranía de
los medios de comunicación de masas. Más bien estaba pensando en la “la tiranía
de la opinión y sentimiento prevalecientes”; es decir, “la tendencia de la
sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias
ideas y prácticas como reglas de conducta a aquellos que disientan de ellas; a
ahogar el desenvolvimiento y, si posible fuera, a impedir la formación de
individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a moldearse
sobre el suyo propio”.
Pero es obvio también que no
hay razón alguna para encorsetar el pensamiento de Mill y ceñirlo a los límites
estrechos de la sociedad de su tiempo. Si la tiranía de las mayorías no sólo es
ejercida a través del aparato estatal —cosa que Mill deja meridianamente clara—,
¿por qué debería ser tolerada cuando es ejercida a través de otros
instrumentos? ¿Por qué debería ser tolerada, por ejemplo, cuando es ejercida por
(o a través de) los medios de comunicación de masas? Parece bastante evidente
que una tiranía de esas características no debería ser tolerada; o, al menos,
que no debería ser tolerada por ningún liberal. Ahora bien, ¿existe una tiranía
así? Sí, existe. Veamos tres ejemplos.
I
El 31 de julio de 2008 en la
edición central de Telenoche, el noticiero de Monte Carlo, un periodista
interrogó insistentemente a una niña de 13 años que había sido violada por su
padrastro. La víctima prácticamente fue obligada a hacer una descripción explícita
y detallada de los hechos delante de las cámaras. Como la niña era renuente a
proporcionar los detalles que le eran requeridos, el periodista insistía. “¿Qué
te hacía tu padrastro?” El cronista no desistió de su interrogatorio ni siquiera
cuando la niña rompió en llantos. Para agravar el cuadro, el canal no
distorsionó el rostro de la menor, ni tomó medida alguna para proteger su
identidad. La directora del Instituto Nacional de la Mujer, Carmen Beramendi,
calificó la situación como muy grave. “Una cosa es informar libremente y otra
hacerlo a partir de la intimidad de la niña”, declaró. El caso también fue cuestionado
por el Consejo Nacional Consultivo de Lucha contra la Violencia Doméstica. El
organismo hizo pública “su profunda indignación”, en virtud de que en la
entrevista no sólo no se cuidó la identidad de la niña, sino porque el tratamiento
del hecho configuró una “nueva situación de victimización y maltrato, violando
la normativa vigente internacional y nacional”.
Por supuesto, el
interrogatorio abusivo a la niña y su impúdica exposición pública no derivó en
ningún tipo de sanción para para el canal, porque, en Uruguay, se sabe, rige
firmemente la máxima de aquel sabio local que dijo que la mejor ley de prensa
es ninguna ley de prensa. Mientras, los liberales uruguayos, que festejan esa
máxima como si fueran focas, opinan que el asunto se resuelve no mirando la
televisión. “Si no te gusta, apagá la tele”, escriben en Facebook. “¿Quién te
creés vos que sos para decirle a la gente lo que tiene que mirar? ¡Fascista!”,
publican en Twitter.
II
El 16 de junio de 2009, al
constatar que su hija de diez meses tenía dificultades para respirar, una madre
del barrio Piedras Blancas pidió ayuda a la policía y ambas fueron trasladadas
en un móvil a la policlínica de Salud Pública de la zona. La niña fue atendida
por una médica que le diagnosticó “muerte violenta” y “probable violación”. La madre
fue detenida inmediatamente y su esposo poco más tarde, cuando llegó a la
policlínica. Antes incluso de que llegara el padre, ya estaban presentes todos
los canales de televisión privados. Mientras lo detenían, en medio del horror
por la muerte de su hija, los periodistas le hacían preguntas incisivas. “¿La
violaste?” “¿La violaste?” “¿La violaste?”
La crónica de Subrayado de
esa noche dijo lo siguiente (el texto está tomado de la entrevista de Joel
Rosenberg al abogado de la familia involucrada, emitida en el programa No
toquen nada de Océano FM y publicada en el portal de Internet 180 el 20 de mayo
de este año):
“Una beba de tan solo 10
meses murió en una vivienda de Piedras Blancas y la policía comprobó que fue
violada. En principio se creyó que se trataba de un nuevo caso de muerte
súbita, pero la pediatra revisó a la niña y encontró signos muy claros de
violación. Dio cuenta a la policía, efectivos de la Seccional 17 detuvieron a
la madre de la menor, al padre y al tío de la criatura. El tío tiene 36 años,
no tiene antecedentes penales y vive en la misma casa. El padre de la menor
tiene 37 años y es un militar en actividad. La madre tiene 28 años. El
matrimonio tiene otras dos hijas de seis y ocho años. Una vez que el juez
Fernández Lechini se enteró de lo sucedido, ordenó que las dos menores fueran
internadas en el Hospital Pereira Rossell porque se estima que también fueron víctimas
de abuso. Según supo la policía, aparentemente el hombre abusaba de sus otras
dos hijas de seis y ocho años.”
Al día siguiente la autopsia
dictaminó que la niña había muerto por infección pulmonar y descartó cualquier
signo de abuso sexual. Una sustancia que había sido confundida con semen era en
realidad crema para paspaduras, mientras que la dilatación anal era la propia
de cualquier cadáver. La pareja fue liberada, pero la prensa no dejó de
hostigarla. “Sabe, señor, que la doctora que habló con nosotros dejó planteada
la duda y realmente cree que había existido abuso sexual de acuerdo a su
experiencia por cómo estaba la niña. ¿Usted ante esta cámara asegura que no le
hizo nada a la niña?”, le preguntó un verdadero miserable al padre de la criatura
muerta poco después de ser liberado (esta pregunta y otras por el estilo,
además de otros elementos de la cobertura periodística, figuran en el escrito
de la demanda que la familia entabló contra los canales de televisión privados
y fue recogida en una nota de Lourdes Rodríguez en el periódico La Diaria del 29 de mayo de este año).
Las otras dos hijas de la
pareja también fueron filmadas y sus rostros sin distorsionar fueron exhibidos
en la televisión. En todos los canales se mostró la cédula de identidad de la
beba, con todos los nombres y apellidos, de forma que los televidentes pudieran
averiguar sin dificultad la identidad de sus padres. Por si los televidentes
eran de reflejos lentos, la televisión difundió imágenes de la fachada, el frente
y el fondo así como la dirección completa de la casa de la familia involucrada,
que esa noche fue asaltada y desvalijada por una banda de supuestos
“indignados”.
“El descrédito sufrido [por
esta familia] es incalculable. Ha sido vulnerada su intimidad, su honor, su
decoro, su dignidad, su imagen ante la sociedad”, resume el escrito de la
demanda. Si esto no es un ejemplo de la tiranía de la sociedad sobre los
individuos, ¿qué diablos es entonces? ¿No se justifica, en términos
estrictamente liberales, la existencia de un límite impuesto por la ley a esta
clase de abusos y atropellos? Uno podría pensar que sí, pero la respuesta de
los liberales cibernéticos uruguayos es otra. “Si no te gusta, apagá la tele.” Esa
es su respuesta. “La gente puede ver lo que quiera ver, y al que no le guste,
que no vea. Punto.”
III
Hace escasas semanas —en un
hecho que todos los lectores, desgraciadamente, recordarán muy bien— un
empleado de la cervecería La Pasiva fue muerto de la manera más injusta e
irracional. En unos pocos días, su ejecución (tomada por las cámaras de
seguridad del local desde varios ángulos) fue televisada entre 88 y 102 veces
(dependiendo de las mediciones). Los cinco hijos de ese hombre vieron la
cobarde ejecución de su padre en repetidas oportunidades, porque su madre no
pudo mantenerlos tanto tiempo alejados de la televisión y porque evidentemente había
personas del otro lado de la pantalla que experimentaban alguna clase de placer
sádico con la repetición inútil de esas imágenes tan terribles.
No voy a ser tan insensato como
para decir que a esos niños les puede haber resultado más grave ver cómo su
padre era ejecutado a sangre fría y sin razón alguna que el hecho mismo de
haberlo perdido en circunstancias tan injustas, pero es obvio que el
tratamiento mediático repugnante y cínico del tema no debe haberlos ayudado en
lo más mínimo. Y no es que se tratara tampoco de un mal necesario o inevitable.
Pero, se sabe, un sabio local dijo hace tiempo que la mejor ley de prensa es
ninguna ley de prensa y unos cuantos uruguayos repiten esa máxima de manera
automática, irreflexiva, como autómatas o perros de Pavlov.
A falta de una normativa
específica al respecto, son las leyes del mercado y los índices de audiencia las
que están regulando actualmente los contenidos de la televisión uruguaya. Es
decir, que es la ley de las mayorías la que regula los contenidos. “Al que no
le guste la cantidad de veces que ponen un video en el informativo, ¡que no
mire la tele! Pero no rompan los huevos con regular nada... manga de fachos.”
Esa es la respuesta del liberal cibernético uruguayo frente al problema.
Parece ocioso tener que
explicarlo, pero el argumento liberal no debería ser: “Si no te gusta, apagá la
tele. ¡Fascista!”; sino más bien: “Los contenidos televisivos no vulneran los
derechos de nadie, por lo tanto deben seguir emitiéndose sin regulación alguna”.
El problema con ese argumento es que tiene una premisa falsa: los contenidos de
la televisión uruguaya actual sí vulneran los derechos de las personas. Repetir
una y otra vez la aburrida letanía de que nadie tiene derecho a decirnos qué
tenemos que ver y otras obviedades por el estilo no hacen sino girar en el
vacío. Lo que hay que demostrarnos a nosotros, los uruguayos que creemos que
las noticias policiales vulneran los derechos de las personas casi todos los
días, es que estamos equivocados, que no tenemos razón, que ello no es así. Tratarnos
de antiliberales, fascistas, autoritarios, totalitarios y demás no aporta nada
y además es mentira.
Los liberales —supuestos o
reales— uruguayos deberían explicarnos por qué en los tres casos que se
mencionan más arriba no se violaron los derechos de las personas. No vale decir
que, a posteriori, una de esas familias recurrió a la justicia, porque el daño
ya estaba hecho y pudo haber sido evitado sin mayor dificultad.
Puede que el gobierno impulse
una ley de medios, o puede que no lo haga. Puede que esa ley incluya algún tipo
de regulación con respecto a los contenidos, o puede que no. Puede que esa ley
sea buena, o puede que sea mala; o muy buena, o muy mala. Llegado el caso,
habrá que discutirla. Oponerse a ella en forma antedatada no es algo muy
inteligente. Defender la libertad de expresión sin restricciones de ninguna
clase en nombre del liberalismo, tampoco. Quienes lo hacen deberían conocer
mejor a los clásicos de la tradición con que se identifican. No basta con
saberse los nombres: también hay que haber leído lo que escribieron.