El Uruguay ha vuelto a poner la educación en el centro de
sus debates públicos. Razones no faltan, por cierto. El consenso más o menos
generalizado en torno al estado de convalecencia de nuestro sistema educativo
enmarca, sin embargo, infinitos disensos respecto a casi todas las cuestiones
de fondo (empezando por precisar qué es lo que convalece después de todo), así
como a la mayor parte de las cuestiones de forma, incluida la legitimidad o
ilegitimidad de los debatientes (políticos, jerarcas, docentes o técnicos), de
los procedimientos institucionales y hasta de las metodologías que usamos para
decir que convalecemos.
Esta nota deambula en torno a un tema que, entre tanto, ha
recibido menos atención que la que, creo, merece: la reciente expansión de la
educación superior. El veloz crecimiento de la matrícula terciaria,
universitaria y no universitaria, es probablemente el cambio educativo más
relevante (sin probablemente si nos circunscribimos al subconjunto de los
cambios positivos) de los últimos tiempos. Según las cifras del MEC, en 2010
estaban inscriptos en cursos terciarios unos 131 mil estudiantes en todo el
país, 57 mil más que a inicios de la década e incluso 44 mil más que en 2006.
Si las matemáticas no me fallan, esto supone un crecimiento medio anual mayor
al 10%. Una verdadera “revolución oculta”, si se me permite la apropiación
nostálgica de la expresión del entrañable Carlos Filgueira. Encarnizados en la
discusión de si los 20 centros que se postularon al ProMejora “chilenizarán” la educación pública
uruguaya, si los partidos políticos pueden legítimamente llegar a acuerdos
educativos sin violentar las autonomías de la ANEP, de cómo hacemos para que los locales
escolares ofrezcan en marzo las condiciones edilicias básicas para que dentro
de ellos suceda por fin algo relevante, de si las pruebas PISA sí o no …y de un
enorme etcétera, este detalle se nos ha pasado casi inadvertido.
No sé al resto, pero a mí, concentrado en los problemas de
la educación primaria y media, la transformación no deja de sorprenderme.
Confieso que no he logrado todavía resolver la paradoja de que, en un país que
tiene virtualmente congeladas sus tasas de egreso del bachillerato desde hace
tres décadas en niveles escandalosamente bajos, la educación terciaria haya logrado
duplicar prácticamente su matrícula en los últimos diez. Para no generar
infundadas expectativas, me anticipo a decir que no cerraré la nota resolviendo
la paradoja en el último párrafo, como en un buen thriller. Simplemente,
comparto tres reflexiones preliminares al respecto, a cuenta de otras más
iluminadas.
La primera es que el sistema educativo, sobre el que pesan
tantas prendas, tiene una buena cuota de responsabilidad en estos logros.
Señalo solo dos aspectos en este sentido. El primero, la creciente
diversificación de la oferta de educación superior, desde el surgimiento de las
universidades y los institutos universitarios privados desde mediados de la
década de 1980 hasta la creación de nuevas carreras, licenciaturas y
tecnicaturas universitarias y no universitarias que han ampliado considerablemente
las trayectorias educativas disponibles y su posible articulación con el
mercado profesional. El segundo aspecto es la descentralización geográfica. Al
fuerte impacto que implicó la creación de los Centros Regionales de Profesores
en su momento, se ha sumado recientemente el notable proceso de la Universidad de la República en el interior
del país mediante el impulso de los Centros Universitarios Regionales, los
Programas Regionales de Enseñanza y los Polos de Desarrollo Tecnológico. El
Centro Universitario Regional Este (CURE), el Centro Universitario de Rivera
(CUR), el de Paysandú (CUP) o la Casa Universitaria de Tacuarembó (CUT) parecen
haber comenzado a transformar el mapa de la oferta de educación superior en el
país y seguramente ambienten más y mejores condiciones de acceso para la mitad
de los uruguayos que habitan fuera de la capital.
La segunda reflexión vuelve a la paradoja planteada dos
párrafos más arriba y es algo más sombría. A pesar de los pesares, lo razonable
es suponer que una oferta ampliada es condición necesaria, pero no suficiente,
para expandir la educación superior a los niveles que debiéramos expandirla. Al
menos en el mediano plazo, todo haría pensar que si, simultáneamente, no
logramos aumentar los potenciales “postulantes”, el crecimiento en el número de
estudiantes terciarios que se ha verificado en estos últimos años enfrentará
tarde o temprano un freno estructural por ausencia de demanda. El problema radica
en que, en el horizonte cercano, las probabilidades de asistir a un aumento
sustantivo de los egresos del nivel medio no parecen ser mucho mayores,
digamos, a las de que la Copa
se quede esta temporada en Los Aromos. El proyecto sencillamente no es viable
sino se reforman radicalmente los trayectos anteriores que -vale la pena
recordarlo- son, además, obligatorios por ley.
El tercer apunte remite a la discusión actual relativa a
los impactos de la expansión de la educación superior sobre la equidad de
oportunidades, tal como la han planteado los países que han logrado
universalizar con éxito la educación primaria y media. La expansión de la
enseñanza terciaria en estos países se ha dado, en buena medida, como resultado
de, o al menos en paralelo a, una diferenciación de la oferta, tanto horizontal
(tipos y modalidades nuevas de carreras) como vertical, es decir, jerárquica. Las
hipótesis más críticas alertan en este sentido que el acceso de nuevos sectores
sociales a la educación superior se verifica principalmente en trayectos o en
instituciones de “segunda” con lo que, en términos relativos, la desigualdad de
oportunidades educativas se mantiene esencialmente incambiada, simplemente se
traslada hacia adelante. Habrá que estar atentos, por cierto. En cualquier
caso, sería una excelente noticia, todo un signo de avance civilizatorio, que
nuestros desvelos educativos pasen a girar en torno a esa clase de
inequidades.
Santiago
Cardozo