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Narcopolítica y Estados de Seguridad

Patricia Bullrich, Ministra de Seguridad de Argentina, en conferencia
de prensa luego de un "golpe al narcotráfico." (foto tomada de
la página de facebook del Ministerio de Seguridad).

Nota de Guzmán Castro

“Declárase la ‘emergencia de seguridad pública’ en la totalidad del territorio nacional con el objeto de revertir la situación de peligro colectivo creada por el delito complejo y el crimen organizado, que afecta a la República Argentina, por el término de 365 días corridos a partir de la publicación del presente, la que podrá ser prorrogada fundadamente.” (Decreto 228/2016, Congreso de la Nación, Buenos Aires, 21/01/2016)


Fiesta de la alegría, globos amarillos y optimismo banal conviven en la Argentina de la “nueva derecha” con el reino del miedo. Así, una de las primeras medidas de Macri al asumir la presidencia fue decretar la “emergencia en seguridad pública.” El decreto estipula la intervención de las fuerzas armadas en asuntos de seguridad interior. Y, entre otras cosas, legaliza la pena de muerte al autorizar el derribo de aeronaves que el ejército estime son parte de la economía narco. La “emergencia,” que exuda miedo y respira crisis, irrumpe en el gobierno de las cosas. Motiva y legitima medidas extraordinarias en el ejercicio del poder estatal con la promesa de una eventual vuelta a la normalidad, al “orden.” La nueva derecha llega al gobierno en estado de excepción, momento político, dice Carl Schmitt, donde el reino de la ley (de lo “normal”) se suspende por “razones de estado”. 

La práctica de la excepción tiene una historia larga y poco simpática. Fue la primera medida de Hitler al llegar al Reichstag. Más cerca nuestro, el gobierno de Pacheco allanó el “camino democrático a la dictadura” a fuerza de “medidas prontas de seguridad” (Álvaro Rico 2005).[1] En ese Uruguay, la construcción del “subversivo” ofició de un otro amenazante, un enemigo interno para la nación, cuya erradicación ameritaba el avasallamiento de derechos ciudadanos básicos…hasta que volviese la normalidad.

En la Argentina de hoy, el enemigo interno -cuya designación, dice Schmitt, es la expresión última de soberanía- lo constituye el narco. “El narcotráfico,” continúa el decreto pasado de apuro mientras el Congreso se encontraba en receso, “constituye una irrenunciable y excluyente cuestión de Estado al encontrarse inextricablemente ligado a la inseguridad.” Con la excusa de “erradicar al narcotráfico” (sic), el PRO se apropia y alimenta de la “crisis” con el objetivo de inscribir –literalmente, en las leyes del estado- al miedo como dispositivo inmanente de gobierno.

El decreto, que era una de las medidas del plan para “terminar con el narcotráfico” (sic) –a su vez una de las tres promesas centrales del gobierno macrista, junto a las no menos utópicas de “unir a los argentinos,” y “pobreza cero”)- es, antes que reacción al problema objetivo del narcotráfico, parte del trabajo de albañilería imaginaria en el proceso de construcción del narco. Es a través de la voz del estado (megafoneada y bestializada por los medios de comunicación) que la amenaza narco adquiere materialidad, se vuelve entendible, visible, y, por ende regulable. La emergencia, entonces, dice poco sobre los híper-complejos espacios donde mercados ilegales colisionan con la pobreza, la violencia, y la exclusión estructural, y mucho sobre nuevas formas gobierno de lo social.

No es que las economías narco no existan. (Decir eso sería una estupidez cuando en América Latina la vida de millones está, como nunca antes, estructurada por la circulación de sustancias ilegales). El problema radica en los efectos de reducir complejos espacios sociales a fórmulas como la siguiente: “El narcotráfico es la principal amenaza a la seguridad de cada argentino. Las peleas entre bandas narcos están generando cada vez más violencia, cada vez más muertes…hay jóvenes que matan sin saber bien por qué…jóvenes que actúan bajo los efectos del paco y otras drogas…El Narcotráfico es el negocio ilegal detrás de las drogas. Es enormemente poderoso. Corrompe a políticos, policías, jueces y funcionarios a cambio de impunidad. Destruye la convivencia y las instituciones” (programa de campaña de Macri). Una teoría total de la violencia social parada en la moralidad jurídica de la regulación de las drogas ilegales.


Decir que la amenaza narco es imaginaria (en tanto hacerla visible supone un trabajo de imaginar espacios que tienen un incentivo legal y económico para permanecer invisibles) no quiere decir que sus efectos sean menos reales. El gobierno de Macri le declara la guerra al narco: hombre, morocho, boliviano o paraguayo, hijo inmoral y desviado del capitalismo y la ilegalidad. Y sin embargo, entre los cuerpos que más sufren por esa imaginación están el 60% de las mujeres presas en Argentina, pobres y madres de familia, que cumplen condenas por microtráfico. La brecha entre la imaginación y la realidad de la guerra contra las drogas genera todo tipo de perversas economías morales que pasan desapercibidas…hasta que vuelva la normalidad.


Pero si la guerra contra las drogas no es una lógica de gobierno nueva, lo que si es nuevo es su reposicionamiento en el campo estatal y político. Hoy, el control de drogas importa porque está al centro de un proceso ascendente de securitización de la política. Del avance de lo que Giorgio Agamben llama “estados de seguridad,” donde la excepción se transforma en norma. Si en la lógica hobessiana clásica, el miedo era fundacional a la política en tanto la legitimidad del estado se sustentaba en su capacidad para resolver la inseguridad e incertidumbre de la “guerra de todos contra todos” que domina en la ausencia de un Leviatán, en el “estado de seguridad” esa lógica se invierte (y pervierte): el miedo pasa a ser condición inmanente y duradera, funcional y legitimadora, en el ejercicio de poder. Las “razones de seguridad” cooptan las “razones de estado” y el miedo carcome la democracia por dentro.

Diego Sztulwark ha notado que Macri importa porque el macrismo es la cultura. Una cultura de lo banal y una cultura que despolitiza. Y la banalidad no es superficialidad. Es una cuestión muy seria, que pervierte la política porque impone la hegemonía de la gestión de lo que hay; “incapaz,” dice Sztulwark, “de percibir creación alguna por fuera de la restricción a un espacio delimitado por los actores de la más previsible de las gobernanzas.” En este sentido, nada más banal y despolitizante que un “estado de seguridad”. Una política fofa, que se alimenta del miedo, prometiendo un orden que sirve para perpetuar la excepción y colonizar la movilización y desmovilización política. Nada más banal, nada más serio, que el discurso narco.

Pero además, el macrismo ha mostrado que la banalidad de la nueva derecha tampoco es suave. Globos y champagne conviven con casos de tortura policial y una “la revolución de las balas de goma.” Las ciudadanía voyueur, despolitizada, explica las balas de goma con fotos de la Ministra del Seguridad, Patricia Bullrich, frente a unos kilos de marihuana, posteadas, diaria e incansablemente, por el Ministerio del Seguridad en Facebook…hasthag-nacotraficocero.

¿Y por casa cómo andamos?
"Creemos que hay…un problema que está basado fundamentalmente en el microtráfico, el narcomenudeo y se lo está persiguiendo. Eso tiene delitos conexos asociados: la rapiña, el homicidio. Y tiene, que es lo que se ha agravado en los últimos tiempos pero que lleva bastante, la lucha entre delincuentes por el control de mercados, control de zonas, control de territorios. Quedó superado el mero ajuste de cuentas, ahora es otra cosa, ahora es una guerra. Ese es el problema," decía recientemente el Ministro Bonomi, desplegando una series de conexiones causales en forma de teoría total del problema. 

Estamos en guerra. En Uruguay también reina la excepción. ¿Cómo explicar sino que en un gobierno de izquierda se normalicen los “operativos de saturación” y se inviertan descomunales recursos en tecnologías (materiales y cognitivas) importadas de Estados Unidos para “la nueva policía”[2] mientras el gasto social pelea por las sobras ante el avance del ajuste?

Es que el tema sobrepasa el clivaje izquierda-derecha. El avance del estado de seguridad en Uruguay tiene que ser trazado a la securitización de la política que el país ha sufrido desde fines de los sesenta. Proceso hermanado con el declive de la “polis uruguaya” que traza Amparo Menéndez-Carrión en su imprescindible trilogía “Memorias de Ciudadanía.”[3]

Dejo abierta entonces la hipótesis que el estado de seguridad es una de las continuidades no alteradas por la transición democrática, o siquiera por la llegada de la izquierda al gobierno. Es que, como ha sugerido Bernard Harcourt (2012), el neoliberalismo hace posible (e incluso necesita) la expansión de lo penal, único lugar donde la intervención estatal es entendida como apropiada y legítima. El estado de seguridad es también el estado neoliberal. Así, las intervenciones económicas más moderadas y socialdemócratas son vistas (incluso dentro de la izquierda) con desdén o terror por su supuesta utopía anti-capitalista que pone en riesgo el crecimiento, mientras que se acepta apaciblemente que el aparato estatal se agigante no ya para intervenir en un mercado, sino para tratar de “erradicarlo” cuando de seguridad se trata –algo que ni las obscenas sumas gastadas por Estados Unidos y los gobiernos de Colombia y México han logrado.

Semanas atrás, en medio de los gritos por Ancap, por los falsos licenciados, y bajo el barullo constante de la inseguridad y la guerra narco, fue asesinado en un triste episodio el Sr. David Fremd. Carlos Omar Peralta, el asesino, se hace llamar Abdullah Omar y dijo haber cometido el asesinato por “razones religiosas.” Aunque todo indica que Peralta islamizó su antisemitismo y su condición mental, antes de radicalizar su islamismo, el Ministro de Defensa Eleuterio Fernandez-Huidobro –gran barón del miedo- dijo en reacción que el asesinato “no le sorprendía para nada.” "Me parece,” siguió Huidobro, “que el problema somos nosotros que estamos viviendo adentro de Disneyworld, no estamos viviendo en el mundo. Entonces cuando pasan cosas normales…nos asombramos, porque creemos que nosotros estamos viviendo en otro planeta.” Por si no quedó claro, el Ministro le dice a la gente, sin vergüenza y con todo poder simbólico que su posición arrastra, que la amenaza del “terrorismo islámico” es algo normal y esperable, ¡incluso en Paysandú! El miedo es un arma política peligrosa. Es la mano escondida y reaccionaria del status quo. Haberlo alimentado es una más de las irresponsabilidades del gobierno del FA. A no hacerse el otario si después de las próximas elecciones tenemos, en Uruguay también, una revolución de las balas de goma por la positiva, #narcotráficocero.
[1] Carlos Real de Azúa entendió esto tempranamente: “El largo oficio que las medidas de seguridad habían ido adquiriendo en el país desde el decenio del ’50 permitió que...se llegara a una condición en la cual, bajo el mantenimiento formal de todo el aparato gubernativo y estatal y de los mecanismos de relación y regulación preceptuados para él, el espíritu, el ‘neuma’ de las instituciones pareciera transmigrar. Y sólo quedará —sólo quedó— una letra de ellas de trozo cada vez más titubeante. Más evanescente.” Citado en Alvaro Rico, Como Nos Domina La Clase Gobernante (Trilce, 2005).


[2] Y el problema con Estados Unidos no es uno de imperialismo vulgar y un poco trasnochado. El problema con Estados Unidos es que se ha transformado en un estado policial donde la represión no sólo reproduce la inequidad y la exclusión, como han argumentado Loic Wacquant, Phillipe Bourgeois, y Marie Gottschalk entre otros/as, sino también un aparato represivo que amenaza sistemáticamente la vida de poblaciones marginadas, como recientemente ha señalado el movimiento Black Lives Matter.

[3] “Memorias de ciudadanía. Avatares de una polis golpeada” (Fin de Siglo 2015).

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