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La política a través de los lentes de la fe*



El sábado pasado un grupo de jóvenes mayoritariamente evangélicos y en menor medida católicos llevaron a cabo en Montevideo una marcha en defensa de los valores tradicionales cristianos. Las consignas —como era previsible— incluyeron la condena al aborto (recientemente despenalizado en el país), a la homosexualidad (incluidos el matrimonio y la adopción de niños por parejas del mismo sexo) y al consumo de drogas, entre otros puntos.


La marcha fue convocada para defender los “valores”, así, a secas, y no por ejemplo los “valores cristianos”, o los “valores tradicionales”, o simplemente “nuestros valores”, o lo que fuere, pero era bastante obvio de qué iba el asunto y tampoco existía en los manifestantes intención alguna de ocultar el sustento religioso específico de los valores que estaban siendo reivindicados.

La marcha no fue ciertamente un éxito: no más de un centenar de personas la acompañaron. Muchos piensan que el escaso entusiasmo que generó la convocatoria se debe al carácter teocrático de la reivindicación, es decir, al hecho de que se reclamara una subordinación de la política a un conjunto de valores cuyo fundamento es una fe religiosa particular, una verdad revelada o un texto sagrado.

Sin embargo, no son pocos los uruguayos que ven la política a través de los lentes de la fe. No es verdad que seamos tan laicos ni tan seculares como creemos que somos. En Uruguay las opiniones de las distintas iglesias no son ignoradas en el debate público, más bien al contrario: a veces son tenidas en cuenta en demasía, al extremo de que esas instituciones logran imponer sus visiones particularistas del mundo incluso a aquellos que no formamos parte de congregación ni profesamos fe alguna.

En las democracias contemporáneas las creencias religiosas no siempre están confinadas a la vida privada. Pero deberían estarlo. Hay buenas razones para ello. La principal es que las creencias religiosas son —por su propia naturaleza— esencialmente privadas, no públicas. La fe es un asunto puramente privado: hace a la relación entre el individuo y una supuesta realidad sobrenatural que es públicamente inescrutable. La fe, entonces, no es un asunto público y no puede ser una buena guía para la política. Lo que sigue es un desarrollo de esta idea.

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Las distintas religiones pretenden ofrecer descripciones literales —no metafóricas— de un mundo sobrenatural. El acceso a ese mundo no es público y las pretendidas verdades que puedan decirse de él no están abiertas a escrutinio. No puede mostrarse, en consecuencia, que un dogma religioso cualquiera sea falso, aunque para los creyentes cualquier otra creencia incompatible con ese dogma será necesariamente falsa.

Un cristiano, por ejemplo, jamás convencerá a un judío, sobre la base de algún tipo de evidencia pública, de que Jesús es el salvador, pero está obligado a creer que ese dogma de la fe es literalmente cierto y que todos los que no admitan esa verdad (entre ellos los propios judíos) están equivocados.

Hace unos años, el pontífice romano permitió que se volviera a celebrar la misa según el rito antiguo —es decir, la liturgia anterior al concilio Vaticano II— sin necesidad de un permiso especial. Aprovechó la oportunidad para hacerle también algunas modificaciones muy menores. La liturgia del viernes santo, según el rito antiguo, invitaba en latín a rezar por los judíos para que Dios quitara el velo de sus corazones y así pudieran reconocer a Jesús como el único salvador de todos los hombres. Ese pasaje fue alterado muy ligeramente y en la nueva versión se invita a rezar no para que Dios quite el velo sino para que ilumine el corazón de los judíos a los mismos efectos que antes.

El hecho provocó un pequeño escándalo. Algunos rabinos —italianos y alemanes, sobre todo— se enfurecieron. El nuevo texto litúrgico, a su juicio, apenas maquillaba el pasaje anterior, en que se consideraba a los judíos como un pueblo enceguecido, que debía ser guiado hacia la verdad sobrenatural acerca de Jesús. El enfurecimiento era del todo injustificado si se tiene en cuenta que tres veces al día, todos los días del año, cuando se reúnen en oración en la sinagoga, esos mismos rabinos piden al dios revelado en la Torá que ilumine el corazón de los gentiles, para que un día lo reconozcan como el único dios verdadero.

Así, pues, toda religión describe un mundo sobrenatural con características específicas; esas descripciones pretenden ser literalmente verdaderas. Si Jesús es el hijo de Dios y el cordero dado en sacrificio que quita el pecado del mundo, el cristianismo es verdadero y todas las demás religiones son falsas. Caso contrario, el propio cristianismo es falso. Si la conciencia individual (Atman) es un mero reflejo de la conciencia universal (Brahman), el brahmanismo es verdadero y todas las demás religiones son falsas. Caso contrario, el propio brahmanismo es falso. Y así sucesivamente con los distintos dogmas de las distintas confesiones. El problema es que todos esos dogmas describen un mundo que es inaccesible, que no es investigable a través de los mecanismos cognitivos de que disponemos los seres humanos normales. Todos se apoyan en alguna clase de revelación, ofrecida por medios sobrenaturales, en algún pasado más o menos remoto, a personas elegidas especialmente a tales efectos por una deidad específica o varias de ellas. Ninguna de esas revelaciones puede ser sometida a escrutinio público.

Algunos siglos de secularización (todavía muy pocos, por desgracia) han hecho olvidar a la mayor parte de las personas que las religiones no son como el chocolate, el vino o las mujeres, es decir, que no son un asunto de gustos o de preferencias personales, que uno no puede creer lo que se le antoje en forma liviana, alegre y despreocupada, mientras que el resto de la gente anda por allí creyendo también lo que a ellos se les antoje creer. Cuando esta verdad elemental sobre las religiones estaba fresca en las mentes de los hombres, nadie se sorprendía de que un pontífice romano dijera que sólo hay salvación a través de Jesús —¿qué va a decir si no un pontífice romano?— y que los judíos deben aceptar a Jesús en sus corazones para alcanzar la vida eterna, como todos los demás hombres.

No sé de qué temas discuten los creyentes cuando se unen en un diálogo interreligioso, pero sí sé de qué tema no discuten: no discuten de religión. No lo hacen porque la religión no puede ser discutida. Se la toma o se la deja, pero no se la discute. No se discute si Jesús es el cordero dado en sacrificio; no se discute si Israel es el pueblo elegido; no se discute si Alá es el único dios o hay otros o eventualmente no hay ninguno. En fin, las creencias religiosas se toman o se dejan. No se las acepta tentativamente —como se aceptan, por ejemplo, las hipótesis científicas—, hasta que un día quizás se descubra que son falsas. Simplemente no se puede descubrir que una creencia religiosa es falsa. Las religiones no están abiertas a ninguna forma de refutación. Sin embargo, tampoco constituyen gustos o preferencias personales. Pretenden ser descripciones literalmente verdaderas de una supuesta realidad trascendente. Pero el fundamento de esas descripciones es puramente privado, igual que los gustos y las preferencias personales. Las diferencias religiosas se pueden tolerar, pero no se pueden zanjar por medio de la argumentación.

Esa es la razón por la cual las religiones no pueden tener jamás un protagonismo en los asuntos públicos; al menos un protagonismo que sea legítimo. Esto no quiere decir que las iglesias deban ser perseguidas o que sus fieles deban ser hostigados. Cada quien es libre de creer lo que quiera, incluso historias fantásticas sobre deidades y sus alianzas con los hombres, profetas, vírgenes que dan a luz, conciencias cósmicas y demás asuntos sobrenaturales. Lo que el Estado debe asegurar es que nadie sufra persecución por creer lo que sea que crea. Y punto. Nada más. Las creencias privadas se quedan en la vida privada y las otras se confrontan en los espacios públicos.

Uno de los participantes de la marcha del sábado portaba orgulloso un cartel que decía: “Dios no cambia”. Es verdad. Y también es verdad que las creencias religiosas tampoco cambian. Son inmutables e inescrutables. Y también son esencialmente privadas. En ese ámbito deberían quedarse.

* Este texto es una versión modificada y actualizada de la columna “La fe no es un asunto público” que apareciera previamente en el semanario Brecha.

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