Luis Lacalle Pou nunca trabajó. Así dicen algunas voces críticas de la trayectoria laboral del actual Presidente uruguayo. Por ejemplo, Ernesto Murro, ex ministro de Trabajo y Seguridad Social declaró que “lo único que puede decir [Lacalle Pou] es que es parlamentario y abogado, pero nunca ejerció”. En la misma línea, Oscar Andrade, precandidato presidencial, opinó que Lacalle Pou “no conoce el ejercicio de marcar tarjeta”. Opiniones similares abundan. Todas en el fondo apuntan a una idea simple: la función pública no cuenta como trabajo si antes no se realizó algún otro tipo de tarea fuera del Estado. O al menos, no es equiparable a las actividades que se realizan fuera del Estado o el gobierno.[1]
Esa noción tiene tanta fuerza en Uruguay que en un debate Presidencial, el entonces candidato Daniel Martínez comenzó su discurso contando su vida profesional fuera del Estado. Tanto el candidato como sus asesores creyeron que era importante transmitir desde el principio que, a diferencia de Lacalle Pou, Martínez trabajó toda su vida: hizo changas, fue portero de un cine, y luego un exitoso ingeniero. El servicio público vino después de que mostró su valía fuera del Estado. Lacalle Pou tiene un recorrido diferente. Fue diputado por tres legislaturas, y senador por una. Casi 20 años en el parlamento uruguayo. Curiosamente esto no es considerado un trabajo incluso por algunas personas ejerciendo (o aspirando a) ese tipo de cargo.
Paradójicamente, el propio Lacalle Pou ha contribuido a reforzar la idea de que los trabajos de función pública merecen ser tratados de forma diferente a los trabajos en el sector privado. Bajo su mandato, se legisló una rebaja salarial temporal a funcionarios públicos con la finalidad de colaborar con un fondo para la lucha contra el COVID-19. El trasfondo de esta medida es que los funcionarios públicos son trabajadores privilegiados que no realizan los sacrificios ni padecen la incertidumbre ni otras dificultades de quienes se desempeñan en el sector privado. También implica que se puede asumir el riesgo de desmotivar o generar disrupciones (aunque sea temporarias) en el funcionamiento de los organismos públicos porque eso no tendrá un costo significativo para la sociedad. Un costo que, en cambio, se decide no asumir para el caso del sector privado.
El resultado de esta iniciativa es fundamentalmente simbólico. La recaudación esperada es de menos de 20 millones de dólares cuando el monto total que se espera gastar con el Fondo Coronavirus es cercano a los 400 millones.
Para bien y para mal, la pandemia actual está evidenciando las limitaciones y virtudes de los distintos enfoques sobre cuál debe ser el rol de lo público y colectivo. En estos momentos, parece evidente que necesitamos sectores públicos más robustos que débiles; funcionarios administrativos y representativos capacitados en su tareas. Para ello, es necesario valorizar más el servicio y la función pública en todas sus áreas, no desacreditarla. Cuando el servicio público no es un espacio profesional atractivo para las personas más capacitadas, los puestos (administrativos y representativos) se terminan llenando con personal menos competente. Y eso desmejora y resiente las democracias.
En la escena política internacional abundan los mandatarios y altas autoridades que llegaron al poder como “outsiders” del sistema. Usualmente, su discurso se centra en dos ideas: (a) los políticos actuales son corruptos, vagos, disfuncionales; (b) en cambio, quienes vienen del sector o actividad X, saben lo que es trabajar, esforzarse y competir por objetivos. Nuestros outsiders criollos hacen uso de estos dos puntos. Por ejemplo, Manini Ríos (habiendo sido él mismo un funcionario público durante toda su vida laboral) propuso reducir un tercio de los legisladores de ambas cámaras y aumentar los días de trabajo. Edgardo Novick acompañó la idea sugiriendo que Uruguay debería eliminar la cámara de Senadores y operar solo con la mitad de diputados. El ex candidato presidencial por el Partido de la Gente, también sugirió la importancia de bajar los sueldos de los parlamentarios. Por su parte, Juan Sartori propuso limitar los “mandatos legislativos a dos períodos”. Todas estas propuestas colaboran en desacreditar la labor parlamentaria.
Ciertamente, el país necesita crecimiento económico para poder cumplir con objetivos de redistribución y provisión de servicios a sus habitantes. Para ello necesita inversión y un sector privado competitivo. Pero estos resultados difícilmente puedan ser alcanzados con un sector público y un gobierno ineficiente, poco profesional, poco efectivo y cerrado a procesos de rendición de cuentas. Dentro de las estrategias para mejorar la función pública en su totalidad, se encuentra revalorizar las tareas realizadas dentro del sector.[2] Desprestigiar la labor parlamentaria, o asumir que todos los trabajos estatales son un seguro de vida llenos de privilegios, no parece ser el camino correcto.
[1] Lacalle Pou también ha sido criticado por vivir en un barrio privado y en un entorno alejado de la realidad de la enorme mayoría de uruguayos y uruguayas. Esa crítica difiere de la discutida aquí, y tiene mucho más fuerza que la acusación de que nunca trabajó. Una crítica, que además, aplica a un extenso número de políticos uruguayos. Desafortunadamente, por razones de espacio, no es posible discutir ambas críticas en esta nota.
[2] Existen notorias diferencias entre quienes trabajan para el Estado y el gobierno. Esas variaciones se ven, por ejemplo, en los métodos de selección del personal, el nivel de responsabilidad de los cargos, su duración, y su vínculo directo o indirecto con el Estado. Algunas funciones son representativas y elegidas democráticamente. Otras son administrativas y elegidas por otros mecanismos distintos al sufragio universal. Algunas posiciones son efímeras, dependen exclusivamente de la voluntad del contratatante como en el caso privado, o tienen un plazo fijo de duración, mientras que otras cuentan con un término indefinido. Asimismo, el Estado delega en terceras partes algunas funciones, contando así con un personal de apoyo realizando tareas estatales pero que técnicamente no responden al Estado como empleador. Finalmente, quienes están en los escalones más altos de los servicios civiles y de representación política, cuentan con niveles de responsabilidad mayores y usualmente, menores niveles de protección ante el despido. Por ende, trabajar para el Estado no tiene un significado único. De la misma forma, tampoco tiene costos y beneficios similares.
Agradezco los comentarios y correcciones de Natalia Nollenberger. La nota está dedicada al Niño de Barba. Gran funcionario público, mejor persona.
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