Por Aldo Marchesi y Vania Markarian
"Democratic oranges" por Marcelo Druck (CC BY-NC-ND 2.0) |
El listado del SNI nos muestra que ese notorio
vacío no se debe a que no existan especialistas en las más diversas ramas de la
ciencia (aunque somos pocos, menos de los necesarios, menos de los que tienen
otras sociedades, también es verdad). En la última década se han impulsado
varias iniciativas tendientes a promover la investigación (aunque, también es
cierto, el país carece todavía de una política científica clara y sigue
dedicando pocos fondos a su fomento). El SNI, en particular, promueve, según
dice su página, “mediante la evaluación periódica, la categorización y el
incentivo económico de los investigadores, la producción de conocimiento,
transversal a todas las áreas, y el fortalecimiento y la expansión de la
comunidad científica nacional”. En efecto, Uruguay cuenta hoy, a diez años de
su creación, con más de 1500 investigadores activos categorizados en el
Sistema, de los cuales 139 pertenecen a las humanidades y 319 a las ciencias
sociales.
¿Cómo se explica esta paradoja de que en un
momento de incentivos a la investigación y políticas de reconocimiento a los
investigadores éstos tengan un lugar tan limitado en un evento, como la feria,
que procura la divulgación del conocimiento?
Podemos ensayar dos explicaciones. Una apunta a
los que organizan la fiesta y la otra a los invitados al banquete.
Por un lado, en la industria de los libros, los
libreros, los dueños de las editoriales, parecen convencidos de que lo
académico no vende. Esa afirmación cancela posibles conversaciones acerca de la
importancia de divulgar diversos trabajos que se producen en la academia y que
tienen interés público. De hecho, si uno atiende a los informativos y a las
notas de prensa constantemente encuentra menciones a investigaciones
desarrolladas por miembros del SNI que sirven para fundamentar tal o cual punto
de una noticia o para explicar las implicancias de muchos temas de debate
público. Pero eso no parece tener una correlación en los libros que se producen
en Uruguay. Es cierto que las dimensiones pequeñas limitan la posibilidad de
desarrollar un mercado académico de libros como ocurre en otros países.
Asimismo, una tendencia editorial hacia el éxito de ventas en el corto plazo
con libros sensacionalistas también parece erosionar la posibilidad de un
encuentro entre lo académico y un público lector más general. Sin embargo, en
Uruguay existe una larga genealogía de intelectuales públicos que habilitaría
una mayor presencia de los académicos en la produccion editorial. Obviamente
que sus libros no se venderían como los de Harry Potter pero es claro que hay
lectores interesados en las temáticas nacionales sobre las que estos académicos
tienen algo que decir. En menos palabras: si nos invitan al banquete, nuestra
conversación podría ser amena.
Del otro lado, es innegable que el avance de la
especialización y el desarrollo autónomo del trabajo académico han disminuido
los incentivos para que estos investigadores dediquen tiempo y energía a una
contribución pública de ese tipo. La implantación de sistemas de evaluación cada
vez más complejos, con instrumentos relativamente sofisticados que tratan de
comparar a través de disciplinas y áreas temáticas, es un componente esencial
de esta situación. La evaluación entre pares para la publicación en revistas y,
en general, para el desarrollo de la carrera académica es un mecanismo
excelente que tiende a asegurar la calidad de nuestra producción. Sin embargo,
la existencia de varios sistemas diferentes y con requisitos cada vez más
precisamente definidos presenta problemas. Por un lado, está la Agencia
Nacional de Investigación e Innovación (ANII), tanto a través del SNI como de
diversos fondos concursables. Por otro, la Universidad de la República, donde
trabaja la gran mayoría de los miembros del Sistema, con las evaluaciones de renovación
docente, las del Régimen de Dedicación Total, las de los llamados de la
Comisión Sectorial de Investigación Cientifica y varias ofertas para
desarrollar proyectos o funciones específicas (entre las que se incluye la
extensión, ahora como algo codificable). Y todavía no es claro qué pasara en
este sentido con el nuevo Estatuto del Personal Docente, actualmente en
discusión.
En todo caso, esta multiplicación de instancias
de evaluación ha puesto a muchos académicos a hacerse expertos en la entrega de
informes o en desarrollar estrategias para cumplir con esta diversidad de
exigencias que muchas veces no son plenamente reconciliables. Para peor, los
sistemas de evaluación, especialmente los de la ANII pero no sólo, están cada
vez más estandarizados y muchas veces atienden más a la forma que al contenido,
es decir, más a lo que puede cuantificarse que a la relevancia científica y
social de lo que se hace. De hecho, las evaluaciones cualitativas de la
actuación intelectual son cada vez más parcas, con el extremo de casi
sustituirse por un mero ranking o un numerito que pretende resumir años y
logros de lo que debería ser una trayectoria creativa. Estamos en una
disyuntiva. Nuestra comunidad académica debe discutir en serio la pertinencia
de los sistemas de evaluación que está implementando, sobre todo en relación a
un trabajo, el intelectual, que tiene que tener un componente grande de
relevancia social y, si se nos permite, otro igualmente importante de placer
individual y colectivo, así como defender sus propios tiempos (o morosidades).
De lo contrario, cuando y si nos invitan a la fiesta, estaremos demasiado
ocupados llenando formularios y actualizando currículums.