Foto: Roger Mayne, 1956 |
No sólo son los más vulnerables
entre los vulnerables; también les toca cargar con uno de los neologismos menos
felices del idioma español: Ni-Ni. Definidos
por negación, son jóvenes cuyo anonimato los expone a la imputación del rostro
estigmatizado del varón inútil o casi delincuente. Pero, ¿realmente
existen los Ni-Ni? ¿Son un problema? ¿Son
ellos el problema?
Vivimos tiempos de alarmas
frecuentes y poco reflexivas. Nos espantan muchas cosas: las agresiones a
los maestros, la pastilla Superman,
la lesión de Godín. Recientemente los Ni-Ni
se han sumado a esta lista de significantes medio-vacíos, que permiten que cualquiera
escenifique su pequeño apocalipsis. Sin embargo, no son un fenómeno de ahora.
En 1992 eran una proporción del total de jóvenes similar a la actual; en el
2000 eran considerablemente más. Las estimaciones varían según quién las haga; lo que es seguro es que no hay una explosión de Ni-Ni. Nuestras
cifras tampoco son excepcionales en la región.
Pero la alarma moral está
prendida y alienta a samaritanos como los Tenientes de Artigas a proponer soluciones
de política pública; hoy nos ofrecen una versión edulcorada
del Arbeit macht frei. El rechazo que
ha suscitado la propuesta (¿?) del Comandante en Jefe del Ejército en gran
parte del espectro político no debe hacernos olvidar que buena parte de la
sociedad comparte, si no ésa, visiones similares (tú también, votante del FA):
los Ni-Ni son displicentes que
requieren mano dura, o por lo menos una humanitaria ducha.
Convienen algunas precisiones.
Lo que atrevidamente llamamos Ni-Ni es
un aglomerado de realidades heterogéneas en edad, trayectorias y adscripción a
roles. En su mayoría son jóvenes de sectores bajos, pero ésta es la única
coincidencia con las representaciones del ciudadano-de-a-pie. Por ejemplo, la
mayoría de los Ni-Ni son mujeres: seis
de cada diez, aproximadamente, que en una proporción importante están casadas o
unidas, y se dedican a tareas domésticas o de cuidado. También hay varones que
realizan tareas de cuidado. Otro ejemplo: algunos se fueron de la escuela
porque no les interesaba, otros para trabajar, y otros porque no entendían
nada. Son situaciones completamente diferentes. Otro: gran parte de los Ni-Ni sólo se encuentran en este estado
por períodos breves y mantienen vínculos precarios con el mercado de trabajo. La
foto de la encuesta muestra siempre unas sombras sentadas en la esquina, pero
si fuera una película veríamos distintos chicos que entran y salen continuamente
de escena. Si la cámara los siguiera, asistiríamos a recorridos dispares.
Ahora bien, algo que todos
estos jóvenes comparten es haber interrumpido la educación (en su mayoría,
durante la secundaria). En consecuencia, probablemente la estrategia más
efectiva para reducir el número de Ni-Nis
es prevenir el abandono escolar. La incidencia de este fenómeno en Uruguay es muy
elevada (sólo 66% terminan la media básica y 38% la media superior) y casi no
ha variado durante la década progresista.
¿Cómo explicar esta persistencia,
sobre todo frente a la reducción de la pobreza y el incremento de
transferencias a los sectores vulnerables? ¿Será una crisis de valores? Aquí asoma de nuevo el fantasma moral. Que alguien no consiga
trabajo, vaya y pase; que no quiera estudiar es intolerable. La educación es la
isla de la fantasía de la meritocracia; el reino triunfal de las ganas de salir
adelante, el esfuerzo y el sacrificio. Al final de cuentas, la educación es
gratuita; sólo hace falta voluntad.
Hablando en serio, siempre podemos recurrir a las
explicaciones estructurales, pero aquí no alcanzan. Sabemos que parte de estos
jóvenes enfrentan privaciones socioeconómicas que los obligan a salir
tempranamente al mercado de trabajo, pero esto no explica por qué en Uruguay el
abandono es más grave que en países con peores indicadores sociales.
Hay que atender a las evaluaciones que hacen estos jóvenes respecto de
las opciones que se les presentan. ¿Vale la pena permanecer en la escuela, para
ellos? ¿Qué percepción tienen de la educación? La respuesta tampoco puede limitarse a aspectos culturales. Es cierto que en muchos de estos jóvenes las
disposiciones hacia lo escolar, y las formas de la esperanza que supone, son
débiles o no están presentes. Pero, nuevamente, esto no da cuenta de la
excepcionalidad uruguaya en la región y, a su vez, merece ser explicado por
algo más que “la cultura”.
Los jóvenes no son idiotas
culturales ni autómatas determinados por su origen social. Son capaces de
evaluar opciones, si bien con limitaciones de información, tiempo y recursos.
Un elemento central de estas evaluaciones son las percepciones sobre la
educación. Por eso es importante volver sobre la educación que se les ofrece.
El diagnóstico sobre este punto
es conocido. La masificación de la educación secundaria aparejó la
incorporación progresiva de jóvenes de sectores populares, para los cuales el
nivel secundario, de orientación elitista y universitaria, no estaba preparado.
Las exigencias se hicieron incompatibles con las disposiciones de la mayoría. Esto lo repetimos hace décadas. Hoy hay que agregar que las
carencias de secundaria son incompatibles con las necesidades de casi todos los
jóvenes, especialmente con sus necesidades subjetivas.
No es
novedad que el sentido de la educación está en crisis. Esta frase puede tener dos
significados. El primero es que la educación carece de utilidad inmediata,
particularmente en términos de inserción laboral. Esto puede deberse a su devaluación
como credencial, y/o al desajuste entre lo aprendido y lo requerido por el
mercado de trabajo. Sin embargo, objetivamente, la educación secundaria todavía
incide en las probabilidades de acceso ocupacional. Este desajuste hace pensar
que quizá los jóvenes más vulnerables, con escaso acceso a información y en un
momento vital donde es difícil hacer planes a largo plazo, toman decisiones
basadas en elementos más inmediatos.
Aquí
entra en juego el segundo significado, que tiene que ver con el sentido de la experiencia
educativa cotidiana. La educación que se ofrece hoy no logra despertar interés
académico ni social. Casi todos los chicos se aburren en la escuela. Los
contenidos y las formas de interacción son, en general, anacrónicos en relación
con las formas que los jóvenes tienen de procesar sentido. Algunos cuentan con
estructuras para tolerar este aburrimiento; otros no. Se podrá argumentar que
la educación es justamente eso, exponer a algo que no se tiene, algo distinto. Pero
décadas de estancamiento muestran que lo que se ofrece hoy, más o menos similar
a lo de siempre, simplemente no está conectando. Podemos seguir culpando a los
jóvenes; podemos pensar en estrategias de intervención puntual, de resultados limitados; o, para variar, podemos pensar en reformas de
fondo.
Pero el camino está plagado de
“peros”. Un ejemplo: hoy, cuando se discute la posibilidad de cambiar
contenidos o formas de evaluación, surgen voces opositoras con el argumento de
“no bajar el nivel”. Desde la defensa de una calidad que ya no existe se
defienden criterios de exigencia que, dadas las circunstancias, no hacen sino
legitimar la exclusión.
Esta actitud conservadora puede llegar a tener, sin
embargo, un punto acertado. Incluir a cualquier costo no es suficiente. Para
los jóvenes que a lo sumo podrían aspirar a terminar la secundaria, la baja del
nivel académico hace que continuar estudiando sea una apuesta con muchos costos y pocos beneficios probables. Es un equilibrio delicado: si exigimos
mucho, excluimos; si exigimos poco, no tiene sentido quedarse.
Hoy tenemos el
peor de los mundos: una educación de muy mala calidad que además no logra
retener. Las
grandes tensiones que enfrentará cualquier propuesta de reforma educativa
incluyente serán de este tipo: ¿cómo mejorar
la calidad sin alienar o excluir? ¿Cómo ofrecer contenidos pertinentes y
flexibles para una población crecientemente diversa, sin perder elementos
comunes que garanticen un mínimo de equidad?
Pero
antes que eso, ¿cómo emprender una reforma de gran porte, si las pocas ideas
que surgen en el gobierno no tienen respaldo político, y si lo poco que llega a
concretarse tiene asegurada, por defecto, la oposición inquebrantable de los
sindicatos de profesores? El problema de los Ni-Ni no puede reducirse a disposiciones individuales o factores
estructurales. Es un problema de política y de instituciones. Y ahí están, también, esos otros Ni-Ni que, teniendo la oportunidad de hacer,
o al menos de dejar hacer, no hacen ni una cosa ni la otra.