San Jerónimo escribiendo, de Caravaggio (1605) |
En el capitalismo, los creadores viven de
las regalías, reguladas por los derechos de propiedad, que dejan las ventas de
objetos concretos (libros, discos) que plasman sus obras. Esta forma de
sostener e incentivar la creación es propia y específica de un cierto sistema
económico, pero también de un cierto período del desarrollo de las tecnologías
de la información. Acceder a un libro o a un disco era relativamente difícil
hasta hace no mucho tiempo. Para acceder a una obra era necesario acceder a un
formato específico de soporte de la información, que no era abundante porque no
era fácil de reproducir. Pero las cosas han cambiado muchísimo en muy poco
tiempo. En los últimos tres lustros las múltiples posibilidades, legales e
ilegales, de acceder a obras en soportes digitales han hecho posible que
cualquiera pueda disponer de un equivalente moderno de la legendaria biblioteca
de Alejandría en su computadora portátil de unos pocos cientos de dólares. En un
mundo donde esto es posible —y en el cual la tendencia es a la profundización
de este fenómeno—, la forma de sostener e incentivar las actividades creativas
ya no puede depender de los beneficios que la venta de ciertos bienes concretos
pueda generar.
En una nota anterior sostuve que una
alternativa posible era pagarles a los creadores para que creen. Y que sus
creaciones se incorporaran de forma inmediata al dominio público. Sostuve que esto
no es estrictamente una novedad, ya que la humanidad lleva haciendo algo
análogo con los científicos que hacen investigación fundamental desde hace ya
bastante tiempo. Les paga para que produzcan y luego sus productos se
incorporan al patrimonio común y cualquiera puede usarlos sin
restricción alguna. En esta nota quiero desarrollar algo más esa idea.
A Stephen King, pongamos por caso, le pagan
los que leen sus novelas. Es un hecho que ahora muchísimas personas las leen sin pagarle
un centavo, pero esa es, en definitiva, la manera en que el escritor se gana la
vida. A Erwin Schrödinger, en cambio, o más bien a sus descendientes, ninguno
de los que usan cotidianamente su ecuación les pagaron nunca un centavo por
usarla. Schrödinger vivía de hacer física, pero no cobraba por el uso que otros
pudieran hacer de sus descubrimientos. Se le pagaba simplemente para que
hiciera física, porque era muy bueno haciendo física y porque se entendía que
sus descubrimientos eran valiosos en sí mismos. A Stephen King no se le paga
para que escriba. Él escribe y, si vende, obtiene beneficios. Pero si no vende,
no obtiene nada. Son dos modelos distintos. Robert K. Merton llamó la atención hace ya muchos
años acerca de esta característica de la investigación fundamental. La llamó
“comunalismo”: los resultados de la investigación son volcados a la comunidad,
que se aprovecha de ellos, concediéndole el crédito respectivo al creador, pero
no debiendo pagar o pedir autorización para su uso. Los fondos de investigación
son, en muchos casos, dineros públicos, aunque a veces son manejados por
organizaciones supraestatales (por ejemplo, agencias internacionales) y otras
veces infraestatales (por ejemplo, universidades o laboratorios públicos). No
siempre es un Estado nacional el que paga, aunque muchas veces sí. De todos
modos, que los dineros sean públicos no quiere decir necesariamente que los
administre un gobierno. El modelo funciona bastante bien en la ciencia
fundamental. No ha generado desviaciones o degeneraciones notorias. ¿Se puede
aplicar a otras áreas? En principio no hay nada que lo impida. En las áreas de
la cultura que son menos populares ya pasa, de hecho: cuerpos de ballet
públicos u orquestas públicas que brindan espectáculos que en términos
económicos no suelen ser un buen negocio y que muchas veces son gratuitos. También está
el caso de los espectáculos que no son brindados por elencos públicos, pero que
gozan de beneficios fiscales. Los Rolling Stones gozaron de un beneficio fiscal
para tocar en Montevideo. Supongo que algo parecido podría hacerse también con
otros artistas.
¿Se puede seguir mucho más tiempo como
hasta ahora, sin cambiar sustancialmente las reglas de juego? No, porque el
mercado ya no está funcionando para retribuir el trabajo intelectual. Y va a
funcionar cada vez menos en la medida en que la circulación de la información
sea cada vez más simple y más barata.
Se podrá objetar lo siguiente: que no hay
base para pronosticar que el mercado ya no podrá rentabilizar este tipo de
bienes. Y que, en consecuencia, no cabe ser tan escépticos acerca de la
posibilidad de que los creadores sigan siendo retribuidos de la manera
tradicional. El mercado es un proceso de coordinación social con alto grado de
retroalimentación, adaptación y estímulo al ingenio humano. Basta mirar todas
las cosas que uno tiene alrededor para darse cuenta de que a una persona
aislada, desde un sillón, no se le hubiera podido ocurrir ni un 1% de los
bienes, servicios y modelos de negocios que ayudan y resuelven una gran
cantidad de problemas en nuestras vidas. No se puede pretender que alguien
prevea de antemano la solución para un problema de coordinación de un proceso
altamente complejo, que por definición ninguna persona en particular puede
prever. Resolverlo es la función social del mercado, en un proceso
descentralizado de ensayo y error. Son los estatistas —continúa el argumento—
los que creen en soluciones mágicas provistas por un poder central y coactivo
con malos incentivos y con problemas de información. ¿Cómo han sido remuneradas
las producciones radiales o televisivas si son de libre acceso? Básicamente
porque a alguien se le ocurrió empaquetar ese producto junto con espacio
publicitario no solicitado. El problema de rentabilizar las creaciones
intelectuales tiene una naturaleza muy similar.
Mi respuesta a esta objeción es que el mercado, efectivamente,
es un proceso de coordinación social con alta capacidad de adaptación. Y que tiene
muchas de las virtudes que los liberales —especialmente los más ortodoxos— no
se cansan de señalar. Sin embargo, el problema con ciertos bienes intelectuales
no es el libre acceso, sino la posibilidad que ofrece la tecnología de su
reproducción ad infinitum sin costo alguno. Porque, una vez que es creado, se
transforma en un bien superabundante: es posible conseguirlo sin tener que
hacer mayor esfuerzo y sin tener que pagar un centavo. Se me dirá que una
película o un libro o una canción no es estrictamente un bien superabundante,
como el aire o como los rayos del sol. Concedido. No es un bien ilimitado,
porque no estuvo siempre allí, pero, una vez producido, se puede reproducir sin
limitación y sin costo. Una vez creado, de ese bien cualquiera puede apropiarse
sin tener que pagar nada. Como las ecuaciones de la física. Alguien se rompió
el alma para conseguirlas, pero después cualquiera las puede usar,
perfectamente gratis.
El ejemplo de la radio y la televisión sólo
sirve a medias, porque, cuando aparecieron esas tecnologías, las opciones eran
muy limitadas. Si alguien quería escuchar o ver un determinado programa, tenía
que escuchar o ver además una cierta cantidad de publicidad no solicitada, que
es la que hacía rentable el producto. No había forma de evitarlo. Es posible
que, en el futuro, se puedan rentabilizar ciertos bienes intelectuales mediante
el agregado de forma no solicitada de alguna cosa similar a la publicidad, pero parece difícil conseguirlo, en la medida en que esos bienes, una vez
producidos, pueden ser reproducidos ad infinitum con costo cero y las personas pueden
escapar perfectamente del peaje que se les quiere imponer.
¿Cómo se hace entonces para rentabilizar un
bien que, una vez producido, se vuelve superabundante? ¿Se lo incorpora a otro
bien y se vende este último, como la industria hace con la ciencia fundamental
al transformarla en tecnología (no se venden las leyes de la física, pero sí se
venden circuitos integrados)? Es peligroso esto, porque el incentivo resulta
algo perverso. Bienes que consideramos valiosos en sí mismos sólo van a valer
en la medida en que a algún emprendedor creativo se le ocurra cómo
incorporarlos a otros bienes. Y en la medida en que a nadie se le ocurra, no se
producirán. O al menos no habrá incentivos para que se produzcan. Los estados
no dejan de hacer investigación fundamental con dineros públicos por el hecho
de que la industria privada también haga investigación. Y la razón de que ello
sea así, me parece, es que los incentivos del mercado no bastan, en ese caso,
para asegurar que se produzcan todos los bienes que consideramos valiosos. Algo
similar ocurre —y ocurrirá crecientemente—, me parece, con la cultura.
¿Hay que temerle a la promoción estatal de
la cultura?
Guillermo Lamolle, que reúne la doble
condición de científico y artista, objetaba lo siguiente:
No todos se creen científicos; la gente no anda por ahí investigando cómo funcionan los genes o los electrones. En cambio, todo el mundo se cree escritor o músico (no niego que con cierto derecho). Si se empieza a pagar a los artistas, se creará un mundillo de corrupción y amiguismo donde algunos cobrarán por hacer porquerías y otros seguirán creando en los ratos libres que les deja su trabajo en la panadería o en la oficina. Tal vez exista una especie de SNI (me refiero al actual Sistema Nacional de Investigadores) donde haya unos miles de personas registradas que deben demostrar su productividad en editoriales internacionales reconocidas. En la práctica no cambiará mucho; el arte no se terminará, porque siempre hubo artistas muertos de hambre, pero el sistema en sí no servirá para mucho, y en todo caso, en vez de promover un producto basándose en algo tonto, como la cantidad de discos de oro obtenidos, se lo hará por otra bobada: el grado que posea el autor dentro del escalafón de ese Sistema Nacional de Artistas. Habrá artistas “profesionales” y “amateurs”, pero ahora convalidados por una organización estatal. Otro asquete.
Sería tonto negar que el peligro existe. Pero
existe también en la ciencia. Y los resultados no son tan malos. Por otra parte, a algunos artistas ya se les
paga con dineros públicos: en el ballet del Sodre o en la Comedia Nacional o en
las orquestas públicas o a los ganadores de los Fondos Concursables del MEC o a
los ganadores de los proyectos que apoya el FONAM o los que apoya el ICAU (creo
que la lista no es exhaustiva y hay más ejemplos). Ya hay muchos artistas que
reciben algún tipo de promoción estatal. Habría que ver si los resultados son
tan desastrosos. Yo no lo sé. Tiendo a pensar que no. Aunque tampoco es un tema
que domine.
El peligro existe. Pero la no intervención estatal
en la promoción de la cultura no parece una buena alternativa. La idea de que
el Estado se mantenga al margen parece mucho peor y más peligrosa. Nadie
sugiere, desde luego, que la promoción cultural privada deba ser impedida ni obstaculizada
de ninguna manera. Y tampoco nadie estará obligado a acogerse a ninguno de los
mecanismos de promoción estatal que puedan llegar a existir en el
futuro —así como nadie está obligado a acogerse a los actuales—, si considera que ello coarta de algún modo su libertad creativa.
En un país como Uruguay, donde la inmensa
mayoría de los intelectuales han vivido tradicionalmente del Estado, se exagera
un poco el peligro que supone la cooptación por los
gobiernos de turno. Si ese mecanismo fuera tan implacable, todos los
intelectuales uruguayos deberían haber sido colorados, por la sencilla razón de
que el Partido Colorado es el que más tiempo ha estado en el gobierno. Sin embargo,
durante muchas décadas gobiernos colorados o blancos convivieron con una
intelectualidad mayoritariamente de izquierda que vivía de sus sueldos públicos:
sueldos de profesor en la Universidad o en el IPA o en la enseñanza secundaria,
como en los casos de Arturo Ardao o de Carlos Real de Azúa o de José Pedro Barrán o de tantos otros. O sea que el
mecanismo de cooptación no es tan efectivo, ni supone un peligro
tan acuciante, ni un mal inevitable. La promoción estatal de la cultura no tiene
como consecuencia necesaria, pues, que quienes viven de los dineros públicos estén intelectual o estéticamente alineados con el gobierno de turno.
El mercado proveerá una solución al problema, piensan los liberales. Puede ser que sí. Y puede que sea una gran solución. Incluso una solución óptima. Mientras eso no ocurra, no estaría mal que el Estado se encargara de promover más y mejor la cultura.
Agradecimientos: Para la redacción de esta nota me he beneficiado de la discusión con Ignacio Rodríguez Merlo, Miguel Molina y Gabriel Burdín, entre otros. Ignacio claramente no suscribe nada de lo que yo sostengo aquí. Miguel y Gabriel, pese a simpatizar con mi posición, tampoco son responsables de los errores que el texto pueda contener.
Más sobre el mismo tema en Razones y Personas: Propiedad intelectual: ¿endurecer su protección o socializarla?, de Gabriel Burdín (13/12/2013).