Autor invitado: Nicolás M. Somma
Cuando llegué a Chile, hace ya unos cuantos años, me asombró enterarme que los estudiantes universitarios tenían que pagar por estudiar. Yo había hecho mi licenciatura y posgrado en la Universidad de la República sin que mi familia tuviera que pagar un peso (más allá, obviamente, del pago indirecto vía impuestos). Desde los 80s Chile viene desarrollando un sistema muy diversificado y complejo de universidades e instituciones terciarias no universitarias, que cobran a sus estudiantes aranceles muy elevados en comparación a otros países. Para solventar estos gastos la gran mayoría de los estudiantes accede a créditos estatales o privados que deben pagar al terminar la carrera. El desarrollo de un mercado de educación terciaria permitió cuadruplicar la matrícula en unos veinticinco años pero el costo económico de esa expansión finalmente recae en las familias. Las protestas que vienen poniendo a Chile en los medios internacionales, con particular fuerza desde 2011, se nutren en buena medida del descontento con esta situación.
El contraste con la protesta estudiantil uruguaya es claro. En Uruguay los estudiantes tradicionalmente protestaron por aumentar el presupuesto público para la educación, por su descontento ante reformas curriculares – recordemos la oposición de los liceales a la reforma de Germán Rama a mediados de los 90s -, o por temas de política pública extra-educativos (como apoyar a los trabajadores o a los jubilados). Los jóvenes uruguayos tienen garantizado el derecho a estudiar en la universidad: para la mayoría de las carreras de la UDELAR basta con hacer un trámite administrativo y empezar en marzo. Los estudiantes chilenos están, en este sentido al menos, un paso atrás.
Esta diferencia genera, para Chile, una protesta con un potencial de crítica anti-sistémica mucho más profundo que lo que puede ocurrir en Uruguay. Al calor de las movilizaciones y la gran cobertura de los líderes estudiantiles en los medios de comunicación, muchos estudiantes chilenos se terminaron convenciendo (no sin razón) que un grupo de bancos y “emprendedores educacionales” estaban lucrando con los ingresos de sus padres, o que lo harían con sus ingresos futuros. En Chile, sociedad pionera en la aplicación del neoliberalismo, la crítica al mercado educativo fácilmente puede extrapolarse a una crítica a los demás mercados (de salud, previsional, energético, laboral, etc.) y en definitiva al modelo predominante de organización social. En parte como resultado de esto, una parte no menor de los estudiantes chilenos está nucleada en grupos autonomistas, trotskistas y libertarios, que encarnan una crítica sistémica más profunda que sus equivalentes funcionales en Uruguay.
Todo esto opera en un contexto de alta desigualdad material y simbólica que es ajeno al Uruguay. No es sólo que el índice de Gini chileno sea más alto que el uruguayo. En Chile las implicancias cotidianas de las diferencias de clase (así como de status, apellido, color de piel y jerarquías formales) son mucho más palpables que en Uruguay. Me di cuenta de eso apenas llegué a Chile. Siendo quizás sólo diez años menores que yo, mis estudiantes me trataban con un respetuoso “Ud.” al que me costó mucho acostumbrarme. En Uruguay eso es impensable.
Los estudiantes chilenos están en una posición ambigua: se oponen a una educación mercantilizada pero son parte constitutiva de ese mercado y se benefician del mismo. Y como argumentó hace mucho el sociólogo estadounidense Gerhard Lenski, la ambigüedad mueve a la acción en mucha mayor medida que la consistencia (sea en la parte superior o inferior de la estructura social). Los estudiantes están en una posición análoga a la de los campesinos franceses pre-revolución francesa que describió Alexis de Tocqueville, que se rebelaron contra el antiguo régimen sólo después de algunas décadas de mejoras en su situación objetiva. En Uruguay el crecimiento mucho más gradual de la matrícula universitaria – y en el marco de un sistema estatal y gratuito - evitó estos dolores de parto y permitió a los estudiantes preocuparse por aspectos más ligados a la calidad y características de la educación que reciben – además de la participación dentro de la política universitaria, en donde tienen un peso mayor que sus contrapartes chilenas.
La otra pieza importante de esta situación es la pésima o nula relación de los estudiantes chilenos con la política institucional. Chile tiene una de las mayores brechas de participación electoral por edad del mundo – mientras que la mayoría de los chilenos maduros votan, una minoría de los jóvenes lo hace (Corvalán y Cox 2013). Además, las familias chilenas parecen ser bastante poco efectivas a la hora de transmitir las ideologías políticas de padres a hijos. Es común encontrar jóvenes con simpatía difusa por la izquierda que sin embargo fueron criados en hogares férreamente pinochetistas. Y no es raro encontrar jóvenes que rechazan frontalmente todo lo que huela a política institucional, a pesar que sus padres hayan abrazado fervientemente el proyecto institucional de la Unidad Popular cuatro décadas atrás. Mi impresión es que las familias uruguayas todavía mantienen una capacidad mucho mayor de transmisión de las identidades políticas. Son pocos los hijos de frenteamplistas que votan por los partidos tradicionales. Y muchos hijos de blancos y colorados que hoy día se sienten de izquierda seguramente vuelvan a la tradición familiar si el actual gobierno frenteamplista hace una mala gestión.
A eso se suman los mayores vínculos informales y orgánicos de los partidos políticos uruguayos (en particular el Frente Amplio) con los jóvenes y en particular los estudiantes. Eso no ocurre en Chile: los partidos políticos, que en algún momento habían logrado instalar a sus dirigentes en los centros estudiantiles, van desapareciendo salvo contadas excepciones (como la UDI en el Movimiento Gremial de la Universidad Católica). Y los líderes estudiantiles que llegaron al parlamento en 2013 (Boric, Vallejo, Jackson) son tildados de “vendidos” por muchos estudiantes militantes.
La ironía es que a pesar de la desconexión entre el movimiento estudiantil chileno y la política institucional, la agenda del gobierno actual de Michelle Bachelet sería posiblemente otra de no haber existido las movilizaciones del 2011-12. En un inusitado “giro a la izquierda”, Bachelet está impulsando una agenda de reformas (tributaria, constitucional y educativa) aparentemente en sintonía con las demandas del movimiento. Varios activistas estudiantiles tuvieron su cuarto de hora como asesores del ministro de educación. Y las consignas de los estudiantes movilizados (“educación pública, gratuita y de calidad”) fueron un mantra en la boca de varios políticos oficialistas. ¿Cómo puede influir a tal punto en la política institucional un movimiento con escasos vínculos a los partidos y cuyos integrantes casi no votan? No lo sé, pero seguro que para encontrar una respuesta no hay que mirar a Uruguay.
Referencias
Corvalan, A., & Cox, P. (2013). Class‐Biased Electoral Participation: The Youth Vote in Chile. Latin American Politics and Society, 55(3), 47-68.
El contraste con la protesta estudiantil uruguaya es claro. En Uruguay los estudiantes tradicionalmente protestaron por aumentar el presupuesto público para la educación, por su descontento ante reformas curriculares – recordemos la oposición de los liceales a la reforma de Germán Rama a mediados de los 90s -, o por temas de política pública extra-educativos (como apoyar a los trabajadores o a los jubilados). Los jóvenes uruguayos tienen garantizado el derecho a estudiar en la universidad: para la mayoría de las carreras de la UDELAR basta con hacer un trámite administrativo y empezar en marzo. Los estudiantes chilenos están, en este sentido al menos, un paso atrás.
Esta diferencia genera, para Chile, una protesta con un potencial de crítica anti-sistémica mucho más profundo que lo que puede ocurrir en Uruguay. Al calor de las movilizaciones y la gran cobertura de los líderes estudiantiles en los medios de comunicación, muchos estudiantes chilenos se terminaron convenciendo (no sin razón) que un grupo de bancos y “emprendedores educacionales” estaban lucrando con los ingresos de sus padres, o que lo harían con sus ingresos futuros. En Chile, sociedad pionera en la aplicación del neoliberalismo, la crítica al mercado educativo fácilmente puede extrapolarse a una crítica a los demás mercados (de salud, previsional, energético, laboral, etc.) y en definitiva al modelo predominante de organización social. En parte como resultado de esto, una parte no menor de los estudiantes chilenos está nucleada en grupos autonomistas, trotskistas y libertarios, que encarnan una crítica sistémica más profunda que sus equivalentes funcionales en Uruguay.
Todo esto opera en un contexto de alta desigualdad material y simbólica que es ajeno al Uruguay. No es sólo que el índice de Gini chileno sea más alto que el uruguayo. En Chile las implicancias cotidianas de las diferencias de clase (así como de status, apellido, color de piel y jerarquías formales) son mucho más palpables que en Uruguay. Me di cuenta de eso apenas llegué a Chile. Siendo quizás sólo diez años menores que yo, mis estudiantes me trataban con un respetuoso “Ud.” al que me costó mucho acostumbrarme. En Uruguay eso es impensable.
Los estudiantes chilenos están en una posición ambigua: se oponen a una educación mercantilizada pero son parte constitutiva de ese mercado y se benefician del mismo. Y como argumentó hace mucho el sociólogo estadounidense Gerhard Lenski, la ambigüedad mueve a la acción en mucha mayor medida que la consistencia (sea en la parte superior o inferior de la estructura social). Los estudiantes están en una posición análoga a la de los campesinos franceses pre-revolución francesa que describió Alexis de Tocqueville, que se rebelaron contra el antiguo régimen sólo después de algunas décadas de mejoras en su situación objetiva. En Uruguay el crecimiento mucho más gradual de la matrícula universitaria – y en el marco de un sistema estatal y gratuito - evitó estos dolores de parto y permitió a los estudiantes preocuparse por aspectos más ligados a la calidad y características de la educación que reciben – además de la participación dentro de la política universitaria, en donde tienen un peso mayor que sus contrapartes chilenas.
La otra pieza importante de esta situación es la pésima o nula relación de los estudiantes chilenos con la política institucional. Chile tiene una de las mayores brechas de participación electoral por edad del mundo – mientras que la mayoría de los chilenos maduros votan, una minoría de los jóvenes lo hace (Corvalán y Cox 2013). Además, las familias chilenas parecen ser bastante poco efectivas a la hora de transmitir las ideologías políticas de padres a hijos. Es común encontrar jóvenes con simpatía difusa por la izquierda que sin embargo fueron criados en hogares férreamente pinochetistas. Y no es raro encontrar jóvenes que rechazan frontalmente todo lo que huela a política institucional, a pesar que sus padres hayan abrazado fervientemente el proyecto institucional de la Unidad Popular cuatro décadas atrás. Mi impresión es que las familias uruguayas todavía mantienen una capacidad mucho mayor de transmisión de las identidades políticas. Son pocos los hijos de frenteamplistas que votan por los partidos tradicionales. Y muchos hijos de blancos y colorados que hoy día se sienten de izquierda seguramente vuelvan a la tradición familiar si el actual gobierno frenteamplista hace una mala gestión.
A eso se suman los mayores vínculos informales y orgánicos de los partidos políticos uruguayos (en particular el Frente Amplio) con los jóvenes y en particular los estudiantes. Eso no ocurre en Chile: los partidos políticos, que en algún momento habían logrado instalar a sus dirigentes en los centros estudiantiles, van desapareciendo salvo contadas excepciones (como la UDI en el Movimiento Gremial de la Universidad Católica). Y los líderes estudiantiles que llegaron al parlamento en 2013 (Boric, Vallejo, Jackson) son tildados de “vendidos” por muchos estudiantes militantes.
La ironía es que a pesar de la desconexión entre el movimiento estudiantil chileno y la política institucional, la agenda del gobierno actual de Michelle Bachelet sería posiblemente otra de no haber existido las movilizaciones del 2011-12. En un inusitado “giro a la izquierda”, Bachelet está impulsando una agenda de reformas (tributaria, constitucional y educativa) aparentemente en sintonía con las demandas del movimiento. Varios activistas estudiantiles tuvieron su cuarto de hora como asesores del ministro de educación. Y las consignas de los estudiantes movilizados (“educación pública, gratuita y de calidad”) fueron un mantra en la boca de varios políticos oficialistas. ¿Cómo puede influir a tal punto en la política institucional un movimiento con escasos vínculos a los partidos y cuyos integrantes casi no votan? No lo sé, pero seguro que para encontrar una respuesta no hay que mirar a Uruguay.
Referencias
Corvalan, A., & Cox, P. (2013). Class‐Biased Electoral Participation: The Youth Vote in Chile. Latin American Politics and Society, 55(3), 47-68.