¿Que pasó con la infantilización de la pobreza?


A fines de los 90s e inicios de la década pasada distintas investigaciones comenzaban a plantear que en Uruguay se estaba consolidando un serio problema de infantilización de la pobreza e inequidad intergeneracional. En aquel momento, el diagnóstico indicaba (i) que en Uruguay la infancia y la adolescencia estaban sobrerrepresentadas en la pobreza y la indigencia respecto a otros grupos etarios, (ii) que ese sesgo etario parecía estar aumentando en forma sistemática –mientras que en 1986 había 1.9 menores de 6 años en situación de pobreza por cada mayor de 65 años, en 1999 esa relación llegaba ya a 8.5- y (ii) que Uruguay era –por mucho- el país de América Latina donde este sesgo era más notorio (PNUD, 1999; CEPAL, 2000; Kaztman y Filgueira, 2001).

Las investigaciones atribuían el fenómeno a dos factores fundamentales:

(i)    el fuerte desbalance que el país mostraba en términos de gasto social entre generaciones (donde el peso de las jubilaciones y pensiones se llevaba gran parte de la inversión social del país, especialmente luego de la reforma de la seguridad social en 1989)
(ii)  la existencia de un mecanismo de transmisión intergeneracional de la pobreza que resultaba de la nefasta combinación de la disminución estratificada de pautas de fecundidad -que hacía que las mujeres pobres tuvieran más hijos que las de mayores ingresos-, déficits educativos y laborales concentrados en los sectores más desfavorecidos, aumento de hogares monoparentales en esos mismos sectores, etc. (PNUD, 1999).

En aquel momento, la evidencia permitía ver múltiples y preocupantes alertas en el horizonte, sintetizadas en la concentración de riesgos y vulnerabilidades al inicio de la vida y en los efectos que esto podía tener sobre el bienestar –desde muy variados puntos de vista- de estas generaciones.

En los años inmediatamente posteriores la realidad superó los peores pronósticos: la pobreza infantil ascendió a niveles históricos: en 2002 46% de los niños menores de 6 años vivían bajo la línea de pobreza y dos años después, la proporción alcanzaba a 57.6% (UNICEF, 2009). El sesgo etario alcanzaba en 2001 su nivel máximo desde 1986: por cada adulto mayor pobreza Uruguay tenía 9.8 menores de 6 años en esa condición. Como resultado: el tema terminó por cuajar en la agenda política y de las políticas públicas con bastante fuerza.

Sin embargo, la crisis pasó y tras varios años, el país empezó lentamente a dejar atrás la urgencia social de ese período. El gasto público social aumentó y el gasto público social en infancia comenzó a tener cada vez más peso en el gasto público social. A su vez, varias nuevas políticas –algunas de ellas emblemáticas en el primer gobierno de izquierda- fueron diseñadas para ir al encuentro de las urgencias que la infancia y la adolescencia presentaban. La economía comenzó a crecer. Lo mismo ocurrió con los salarios. Y las cifras más alarmantes de pobreza e indigencia –y de pobreza e indigencia infantil- fueron quedando atrás.

Este escenario favorable incidió fuertemente en la lectura que desde las políticas se hacía sobre el diagnóstico de la infantilización de la pobreza: la mirada sobre el desbalance generacional comenzaba a perder peso, dando paso a nuevas preocupaciones o urgencias a abordar. También en el ámbito de la investigación social el tema fue quedando a un lado y la producción y reflexión sobre el asunto fue relativamente escasa y fragmentada, mientras que otros ejes, como la desigualdad de ingresos, cobraban mayor relevancia.

Mientras esto ocurría, sin embargo, la inequidad intergeneracional –medida con el ratio antes mencionado- en detrimento de la infancia y la adolescencia no disminuía, sino que –aunque con algunas oscilaciones-  más bien se mantenía relativamente estable (UNICEF, 2009)-.  

¿Que pasó entonces?

¿Por qué las agendas y los debates – en el ámbito de las políticas y en el ámbito de la investigación- no acusaron suficiente recibo de esta evolución? ¿y por qué, pese a los logros recientes, el incremento relativo del gasto publico social en infancia y las políticas impulsadas, la infantilización de la pobreza no se ha reducido?

En relación a la primera pregunta, es posible que el fuerte impacto del diagnóstico de la infantilización de la pobreza y la inequidad intergeneracional haya estado mediado, a inicios de los 2000 por las alarmantes y crecientes cifras de pobreza en los niños, especialmente los mas pequeños, que se registraron en esos años. Sin embargo, creo que fueron sobre todo esos datos y no el hecho de que fueran tanto más altos que los de otros grupos etarios los que colocaron el tema con fuerza en la agenda del país. Más aún, creo que esa fuerza – y la notable reducción de la pobreza en la infancia y la adolescencia en la segunda mitad de la década - no alcanzaron para mantener visible el sesgo generacional. A esto contribuyó también, no tengo dudas, el despliegue de varios argumentos “políticamente correctos” y algo vacíos de contenido sobre las implicancias del fenómeno y lo que el país debiera –o no debiera- hacer para resolverla (véase nota “La corrección política y el arte de vestir ydesvestir santos”). Posiblemente estos elementos hicieron que no se distinguiera con claridad que pobreza infantil e inequidad intergeneracional estaban relacionadas pero era dos fenómenos bastante distintos.

En relación a la segunda pregunta, es indudable que la distribución del gasto social entre generaciones explica buena parte de la cuestión, aún cuando la balanza entre gasto público destinado a infancia y gasto en jubilaciones y pensiones se ha modificado levemente. Vale reafirmar que la creación de coaliciones redistributivas a favor de la infancia y la adolescencia es difícil de lograr en un país con un régimen de bienestar corporativo como Uruguay, anclado principalmente en los intereses de algunos sectores. Y vale la pena recordar una vez más que, aunque no seamos totalmente explícitos al respecto, todos los días el país toma decisiones que privilegian a una generación frente a otra.

Pero también es preciso reconocer que, aún cuando el país logre ir mejorando el peso relativo del gasto en infancia, es poco probable que el desbalance generacional en materia de pobreza se modifique si ese gasto no va al encuentro de los factores estructurales –algunos ya viejos, otros más recientes- que posiblemente también estén operando en la estabilidad del indicador. Hoy hay, de hecho, un enjambre de variables que se siguen combinando en forma bastante viciosa, alimentando –o al menos no contribuyendo a reducir- el sesgo en detrimento de los niños. Parte de este enjambre se ilustra en los siguientes cinco puntos:

(i)          las desigualdades educativas entre los jóvenes han ido en aumento (la deserción en la educación media es solo una muestra de las enormes distancias que separan a la población pobre de la de mayores ingresos y de cómo el Uruguay no ostenta, desde hace mucho, resultados modelo en la comparación regional en estos indicadores)
(ii)      la asunción de roles adultos es muy dispar entre jóvenes de más y menos recursos: los jóvenes pobres tienen más hijos y los tienen antes
(iii)    el desempleo juvenil alcanza niveles muy preocupantes, especialmente entre las mujeres (otro dato que destaca tristemente entre los países latinoamericanos)
(iv)     la reducción promedio de ciertas brechas de género oculta un logro donde algunas mujeres –la más ricas- avanzaron mucho, otras más o menos, otras –las más pobres y que tienen más hijos- están prácticamente en el mismo lugar. Esto es visible en los datos de participación laboral, desempleo y empleo en sectores de baja productividad o informales
(v)    las mejoras en los indicadores laborales –descenso del desempleo, aumento de participación laboral, incrementos en las remuneraciones- no afectan equitativamente a las familias con y sin niños. La institucionalidad laboral en Uruguay sigue estando inclinada a cubrir en mayor medida a las familias insertas en el sector formal (que sabemos, tienen mayor capital educativo y menos niños)

Estas alertas – y su vigencia hoy, en un contexto de múltiples indicadores que reflejan logros económicos y sociales – obligan a cuestionarse sobre las aristas más sutiles de la distribución y la equidad en el Uruguay. No está de más recordar que los niños y adolescentes parecen ser siempre los primeros en experimentar los efectos negativos de los shocks externos y, en contrapartida, los últimos en recuperarse y beneficiarse en las etapas de crecimiento. Por ello es ahora, y no cuando los shocks nos tengan entre la espada y la pared, que es preciso re-colocar la infantilización de la pobreza y el desbalance generacional en el centro del debate político y académico del país.

Al hacerlo, ojalá sea posible no perder de vista que este también es un debate sobre la igualdad de género: mientras ciertos procesos –como la incorporación de las mujeres al mercado laboral- no estén acompañados de una ruptura con las estructuras de dominación de hombres sobre mujeres –y redistribución de trabajo remunerado y no remunerado entre ambos- desde el estado, solo las que tienen recursos –de diverso tipo- acortan la brecha con los hombres y las que no los tienen, sin apoyos estatales, sencillamente quedan estancadas en esa trampa de desigualdad. Ojalá podamos adentrarnos en el debate sobre la inequidad intergeneracional incorporando a todas las generaciones, poniendo en el centro la noción de ciclo de vida y no olvidando que muchas de las brechas que hoy el país está mostrando se explican, en parte, por lo que ocurrió hace 20 o 30 años. Solo un dato me basta para ilustrar este último punto y cerrar el argumento: la población adolescente de hoy es la misma que en 2003 tenía menos de 6 años y tenía al 57.6% de sus miembros en situación de pobreza.


Referencias

CEPAL (2000) Panorama Social de América Latina 1999-2000. Santiago de Chile: CEPAL.

Kaztman, R. y Filgueira, F. (2001) Panorama de la infancia y la familia en Uruguay. Montevideo: UCU/IPES-IIN.

PNUD (1999) Informe de desarrollo humano. Montevideo: PNUD.

UNICEF (2009) Observatorio de los derechos de la infancia y la adolescencia en Uruguay 2009. Montevideo: UNICEF.

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