Me cago en los argumentos


Goya: Duelo a garrotazos
El diario El Observador informó el miércoles que cerca de 90 personas vinculadas a la educación y académicos del mundo de lengua inglesa elevaron una carta pública, que fue dada a conocer en las páginas del periódico británico The Guardian, en que se argumenta el carácter contraproducente de las pruebas PISA para la educación.

Es interesante preguntarse qué hubiera pasado si una carta o una declaración de idéntico contenido hubiera sido firmada por, a título de ejemplo, el rector de la Universidad de la República, varios decanos, profesores, académicos e investigadores uruguayos. Una jauría desaforada se habría dedicado seguramente a despedazar a dentelladas desde Twitter, Facebook o alguna otra plataforma virtual igualmente sobrevalorada a los suscriptores de la misiva. Decenas, centenares, quizás algunos pocos miles de personas que no se habrían tomado previamente el trabajo de considerar los argumentos, de revisar la evidencia disponible ni de considerar mínimamente las críticas al menos durante algunos minutos se hubieran lanzado con saña sobre los firmantes. La descalificación automática no hubiera venido sólo de personas de a pie o de usuarios anónimos de las redes sociales sino también de políticos profesionales.

Esta columna no es sobre la misiva de los académicos que cuestionaron las pruebas PISA, sino sobre las características del debate público en Uruguay. La noticia de que existe esa carta es solamente un disparador circunstancial de la reflexión. Podría haber sido cualquier otro.

Un rasgo sintomático de la pobreza del debate público uruguayo en la época de las redes sociales electrónicas (aunque es justo decir que la tecnología no tiene la culpa, porque el nivel del debate ya era lastimoso antes de que Internet se desarrollara hasta convertirse en lo que es hoy en día) es que las opiniones rara vez se fundamentan y que, cuando un argumento es esgrimido por fin, casi nunca es juzgado por sus virtudes y sus defectos sino meramente por su conclusión. Lo anterior se ve acompañado casi siempre de la descalificación de las personas como mecanismo para impugnar las ideas ajenas.

El exfuncionario menemista, escritor y periodista argentino Jorge Asís suele decir, con el estilo particular que lo caracteriza, que Argentina es un país donde se finge hablar en serio, pero donde en realidad los temas no son tratados con seriedad. Independientemente de lo que ocurra en Argentina y de la opinión que se tenga de Asís, hay que decir que en Uruguay pasa exactamente eso. Se finge hablar en serio. Se finge hablar en serio de temas que son serios. Un síntoma inequívoco de ello es el nivel de nuestro debate público. Tomarse un problema en serio implica, entre otras cosas, tomarse en serio la discusión de ese problema. Implica ofrecer los mejores argumentos que uno pueda elaborar al respecto. Implica tomarse en serio las posiciones de quienes discrepan y tratar de refutarlas con los mejores argumentos que uno pueda esgrimir. Nada de eso ocurre en general en Uruguay.

El debate público sobre seguridad, por ejemplo, es de muy bajo nivel. El exsenador y actual precandidato colorado Pedro Bordaberry, aunque no es desde luego el único que ha dicho disparates al respecto, es ciertamente el que ha hecho las declaraciones más absurdas que se han escuchado hasta ahora. Ha dicho, por ejemplo, una y otra vez que el volumen actual de delito que existe en el país es consecuencia de la decisión tomada en el primer gobierno de Tabaré Vázquez de excarcelar anticipadamente a unos 800 presos. Es fácil observar que Bordaberry no exhibe ninguna evidencia que respalde esa relación causal. Y es evidente que la carga de la prueba la tiene él. Él tiene que mostrar que esa relación no es arbitraria ni antojadiza. Pero ni a Bordaberry ni a sus seguidores parece preocuparles esto. A ellos les gusta pensar que las cosas son de ese modo. ¿A quién le importa si no son así? ¿A quién le importa si sus argumentos para pensar de ese modo son débiles o inexistentes?

Desde la vereda de enfrente muchos parecen creer que basta con insultar a Bordaberry para neutralizar sus planteos. Y eso que sus planteos (al menos en el caso considerado) no tienen fundamento. No ofrece ninguna dificultad refutarlos. Los insultos suelen ser (aunque no siempre) el último recurso de quién no sabe cómo responder, el último recurso de quien no tiene argumentos para esgrimir. La incapacidad de producir un argumento que no sea una vulgar descalificación ad hominem a veces logra el milagro de hacer que planteos como los de Bordaberry parezcan mejores de lo que realmente son.

Adivino una objeción. Es la siguiente: estamos en campaña electoral y no se gana una campaña con buenos argumentos. Los buenos argumentos sólo tienen valor (en el mejor de los casos) en otros ámbitos y en otras circunstancias, pero no en las campañas electorales. En la arena política lo que paga es otra cosa. Voy a conceder el punto porque no me interesa entrar en él. Sólo voy a decir que las elecciones ocupan una parte restringida de la vida pública de una nación. La mayor parte del tiempo no hay campaña electoral. La mayor parte de los debates que se dan en una sociedad no están enmarcados en el clima electoral. Y durante todo ese tiempo en Uruguay tampoco se debate mejor que durante el tiempo electoral.

Adivino otra objeción. Es una generalización de la anterior. Dice que los argumentos nunca sirven para nada. No se trata de que el tiempo electoral imponga una suspensión transitoria del debate racional de ideas, es que nunca los argumentos hacen inclinar la balanza de las opiniones. Las personas creen lo que creen por causas complejas de determinar. Sólo después de que han decidido creer en algo buscan los argumentos que mejor calzan con la definición que han tomado de antemano. Y siempre va a haber un argumento adecuado para justificar las creencias que de todos modos ya habíamos adoptado. Aunque pueda parecer sorprendente, también voy a conceder este punto. ¿Para qué diablos argumentamos entonces? No para convencer a los demás, ciertamente, aunque unas pocas veces (muy pocas) nuestros argumentos lleguen efectivamente a convencer a alguien de algo. Argumentamos para pensar mejor. Y para que ese ejercicio sea efectivo tenemos que argumentar bien. La práctica de la argumentación hace a nuestro pensamiento más robusto, igual que el levantamiento de pesas hace a nuestros músculos más firmes. Si dejamos de argumentar corremos el riesgo de convertirnos en débiles mentales, entendiendo esta expresión en una estricta analogía con la debilidad física y no como referencia a una enfermedad.

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