Imagen obtenida del sitio: 8toabolition.com |
Hace unas semanas se realizó un intercambio en este blog sobre el
estatus de la criminología uruguaya, intentando evaluar su éxito o fracaso a la
hora de incidir en la agenda de la seguridad pública. Más allá de la discusión
concreta sobre qué tipo de criminología se hace en Uruguay, qué debería
hacerse, y si es la culpable de este giro punitivo tan particular y excepcional,
liderado por figuras tales como el Guapo Larrañaga, con su criollo estilo de
populismo punitivo, me gustaría compartir algunas reflexiones. Aclaro que no
voy a centrarme en evaluar la producción concreta del Uruguay. Más que nada, mi
reflexión se va a basar en observaciones sobre la criminología de Estados
Unidos como disciplina académica y su relación con la política pública. Justamente
en estas últimas semanas, a raíz del asesinato de George Floyd en manos de la
policía, parece haber habido un punto de inflexión en la discusión pública estadounidense
sobre la necesidad de reformar el sistema de justicia (y la sociedad en
términos generales). Esto ha dado lugar a un brote de discusiones sobre el
abolicionismo que me parece interesante tomar en cuenta a la hora de pensar el
rol de la criminología en el debate y la política pública.
La
criminología y la inflación punitiva
Una primera lectura lineal sobre la utilidad de la criminología podría más que nada evaluarla en función del estado del fenómeno social sobre el que debería operar. Desde
esta óptica sería difícil ver algo positivo en todo esto. Estados Unidos tiene
una tasa de prisionización (cantidad de presos por cada 100.000 habitantes) por
encima de cualquier otro país del mundo, es además el país que más presos tiene
en términos absolutos. Si bien el crimen bajó en las últimas décadas, hay
bastante consenso en la literatura respecto a que no fue gracias a la inflación
de penas sino probablemente a pesar de ella. Es más, muchos estudios han
documentado el abanico enorme de consecuencias negativas de un sistema
claramente punitivo y que contribuye a profundizar la exclusión social no solo
de las personas que son formalmente procesadas por el sistema penal (durante el
cumplimiento de su pena y luego de ser liberadas) sino también de sus familias
y comunidades. Decir que las políticas punitivas han aumentado la inseguridad
no es pensamiento exclusivo de los criminólogos críticos, es algo muy aceptado
en la disciplina.
Los departamentos de criminología y justicia criminal, revistas
especializadas, etc., proliferaron a partir de los 80 y han crecido desde
entonces. En fin, la cuestión es que la criminología tuvo su auge en el momento
de mayor respuesta punitiva incluso cuando la gran mayoría de los criminólogos
(críticos y liberales) sistemáticamente se ha opuesto a este tipo de políticas.
¿Supo la
criminología dar una respuesta?
Sí y no. Es muy difícil sintetizar (y evaluar) una gran cantidad de
literatura empírica y teórica muy dispar producida en 30 o 40 años. Me gustaría
destacar tres contribuciones interesantes que se hicieron desde un lugar más mainstream
que contribuyeron a un nuevo consenso (académico y político) respecto a la
necesidad de achicar las cárceles (y la punitividad en general). La
criminología mainstream tuvo cierta incidencia en ese debate y ha podido
hacerse escuchar bastante por el sistema político y distintos actores del sistema
judicial.
Primero, los estudios de opinión pública fueron importantes para entender
de dónde venía el sentimiento punitivo del público (racismo, ansiedades
económicas, miedos morales, etc.) pero también para cuestionarlo. Varios
estudios mostraron que en realidad había un componente mítico en esa idea de
que la gente es punitiva y mostraron que cómo se construyen las preguntas y qué
alternativas se proponen inciden en las respuestas. Años después, han permitido
mostrar que hay espacio ideológico para determinadas reformas y que los riesgos
a los que se enfrentan los políticos al abandonar discursos punitivos y
embarcarse en proyectos de reforma del sistema de justicia no son tantos. Es
más, parece haber amplio apoyo por parte del público a determinadas reformas.
Segundo, la criminología ha contribuido activamente a pensar y ejecutar
estas reformas. En ese sentido, hay varias experiencias exitosas en distintos
estados y jurisdicciones en los que se han llevado adelante reformas en las
cárceles, se han promovido penas alternativas, y se han fomentado programas de
rehabilitación sin que subiera el delito, bajando costos, y bajando la
reincidencia. La criminología ha contribuido al diseño, capacitación de
personal, monitoreo, y evaluación de este tipo de políticas.
Tercero, la producción teórica y los testeos empíricos de teorías han
proliferado. Si bien gran parte de esta producción parece más un ejercicio
académico y de sofisticación metodológica sin gran relevancia para el público,
entender mejor las causas del delito ayuda a pensar mejores programas de
rehabilitación y también a ampliar los horizontes de intervención. En este
sentido, la literatura sobre comunidades y crimen, por ejemplo, sugiere que el
fortalecimiento comunitario y la provisión de servicios en la comunidad, así
como la disminución de la segregación, son herramientas clave para la redacción
del delito. La teoría del soporte social, por otro lado, pone el énfasis en las
redes de apoyo con las que cuentan las personas y los grupos, poniendo el foco
en las políticas de estado y dando sustento teórico a la idea de que las
respuestas punitivas son contraproducentes.
¿Ha sido
suficiente la respuesta?
No. Si bien el aporte de la
criminología liberal ha sido valioso, ha habido grandes omisiones en la
producción teórica de la disciplina. Un punto importante, por ejemplo, es que
el auge de la teoría criminológica opacó la producción teórica sobre las
reacciones al delito. El objeto de estudio se acotó a individuos (o comunidades)
y las razones por las que cometían delitos. Se dejó de lado el estudio de por
qué las sociedades castigaban de determinada manera y qué era lo que llevaba a
determinadas respuestas o por qué determinadas acciones se criminalizaban y
otras no. El supuesto básico era que bastaba con entender las causas del delito
para combatirlo. Esto no quiere decir que no haya habido producción en este
tema, sino básicamente que las teorías sobre el “criminal justice” emergieron
más aisladamente y fueron menos sujetas a discusión empírica y teórica. Así, las
barreras institucionales (incentivos electorales, grupos de poder, ideologías, incentivos
económicos) a las reformas del sistema de justicia no se conceptualizaron
explícitamente ni se hicieron objeto de intervención. O sea, la criminología,
en su proceso de auto-constitución como disciplina autónoma, dejó fuera de su
objeto de estudio preguntas de corte más sociológico vinculadas a las
instituciones, el poder, y las condiciones sociales en las que el delito y las
reacciones al delito se producen.
El segundo gran problema es que el
trabajo de los criminólogos quedó ligado a estas instituciones. Para los proyectos
de colaboración a partir de los cuales fue posible asesorar a instituciones
tales como la policía, las cárceles, los juzgados, o incluso la legislatura, el
intercambio de datos con las instituciones el clave. Esto genera un problema
grande de incentivos a no hacer críticas fuertes a las instituciones. Los
incentivos no son solo económicos (no se quiere perder la fuente de
financiación de los proyectos) sino que son también políticos y estratégicos,
dado que la capacidad de incidencia en la política se basa en la confianza que
se le tenga a los investigadores y en que las políticas que proponen y evalúan
se vean como razonables. Parte de esto es que no atenten contra los intereses
básicos de las organizaciones y su razón de ser. Por ejemplo, declararse a
favor de recortar el presupuesto policial no va a ayudar a consolidar un
convenio de trabajo con la policía. Esto se acentúa cuando parte de las
opciones laborales que se publicitan para los estudiantes de grado involucran
justamente trabajar para esas agencias. Poder captar estudiantes es importante
porque los ingresos de los departamentos dependen en parte de la matriculación
de estudiantes en su área.
El tercer problema es el alcance
mismo de las reformas y el constreñimiento del horizonte de lo posible. El
problema de basar las políticas pública en consensos amplios es justamente que
el mantenimiento de esos consensos dificulta los cambios más profundos. Un
ejemplo claro en esto es que la retórica del “downsizing” (la idea de reducir
las prisiones) se basó mucho en liberar o no judicializar a las personas que
cometían delitos “no violentos” o a los que eran primarios. Si bien estas
reformas tienen aspectos muy valorables y han cambiado la vida de muchas
personas, excluyen al grueso de la población carcelaria y tienen entonces un
alcance limitado. A la vez, estos intentos de “reparar” previos abusos
judiciales tienen el potencial problema de reproducir desigualdades raciales y
de clase. Años de injusticia social han llevado a que las poblaciones
históricamente excluidas y marginalizadas sean las que tienen más chances de
tener antecedentes penales y, dadas las disparidades en el tratamiento dentro
del sistema, de cumplir penas por delitos catalogados como “violentos”. Esta
disparidad es producida por el sistema penal y potencialmente reproducida por
este tipo de reformas, que además refuerzan una distinción entre “criminales
buenos” y “criminales malos”, sin cuestionar las herramientas penales en sí
mismas y su propósito punitivo y excluyente.
¿Y entonces?
Es difícil de creer el cambio que se
ha dado en las últimas semanas en la discusión respecto a las necesidades de
reforma del sistema penal y su alcance, a partir del asesinato de George Floyd
(y varios otros) por la policía. Un punto central en el debate de ahora es
reconocer el racismo sobre el que se fundan instituciones tales como la policía
y el sistema de justicia. En este marco, las reformas “progresistas” que se
venían haciendo hace años, basadas en equilibrados consensos y saberes técnicos
se muestran como claramente insuficientes. De la idea de reformar a la policía,
aumentar la capacitación, y obligarlos a usar cámaras se ha pasado a la
política más radical de recortar el presupuesto de la policía (“defund the
police”) y reasignarlo a la educación pública o a expandir el estado de
bienestar, desde una perspectiva de seguridad ciudadana integral. Varios
distritos escolares han rescindido sus contratos con la policía y estados,
condados, y legisladores se han comprometido a apoyar este tipo de políticas.
Esto no quiere decir que el abolicionismo se haya convertido en mainstream de
la noche a la mañana, pero sí que hubo un cambio en el imaginario sobre lo
posible. Por suerte estas ideas no son nuevas sino el producto de años de
producción académica relativamente marginalizada del mainstream criminológico. Autores
e ideas antes ignoradas ahora son compartidas masivamente en las redes sociales
y tienen lugar en las columnas de opinión de los diarios más influyentes.
En definitiva, la tensión entre lo posible y lo imaginable es difícil de
conciliar. Tampoco es posible predecir qué ideas y reflexiones van a ser
tomadas por las organizaciones sociales y el público en general y resignificarse
como nuevos horizontes de intervención. Esto no quiere decir que haya que
renunciar a todo compromiso práctico y embarcarse en proyectos implausibles. Sin
embargo, la plausibilidad no es inmutable y no todas las reformas se dan desde
las instituciones. En Uruguay, por ejemplo, la investigación en criminología le
dio muchos contenidos a la campaña del “No a la Baja” (una victoria diría que
inédita en el mundo) y también, quizás en menor medida, a la movilización en
contra del plebiscito impulsado por Larrañaga. Si bien estas movilizaciones se
han centrado en discutir el imaginario social con respecto al crimen y a estar
“en contra” de reformas punitivas, han limitado el avance punitivo en el
Uruguay. Las propuestas más integrales que se sugieren como estrategias de
convivencia ciudadana parecen tener poca cabida en este escenario de vuelta
conservadora y empuje punitivo. Capaz que el desafío es construir un mundo en
el que sean viables.
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