“(…) en
determinado momento ya se llegó a pagar para ser comisario de la 10ma,
cualquiera pagaba, pero esa era la mejor. Empresarios, comerciantes, venían a
la comisión de apoyo y juntaban dinero, se desvirtuó tanto que había empresas
que se dedicaban a recolectar dinero para darle una canasta al policía. El
comisario era el rey.”
“Parecía que
ser buen comisario era el que más recursos conseguía, algo que ninguno de
nosotros creía que estaba bien.”
Lo anterior son
dos testimonios recogidos en el marco de la investigación para mi tesis de
doctorado que se enfoca en las reformas ocurridas en el Ministerio del Interior
durante los períodos de gobierno del Frente Amplio. Ambas citas me parecieron
oportunas para discutir uno de los asuntos que se ha instalado en la campaña:
las comisarías y su rol en las estrategias seguridad ciudadana.
Reforzar o
“volver” a las comisarías (mejor dicho, seccionales) ha sido una propuesta
defendida por prácticamente todos los candidatos de la oposición. La idea se
encuentra presente en las 50 propuestas del Partido de la Gente y en el
programa de gobierno de Lacalle Pou. También se han expresado públicamente en
el mismo sentido otros candidatos como Sanguinetti, Talvi o Mieres. Algunas
propuestas hacen énfasis en la necesidad de reforzar la cercanía y el contacto
con los vecinos a través de las seccionales, mientras que otras directamente
hacen alusión a la necesidad de retomar su rol en las funciones represivas y de
patrullaje.
El ámbito policial
posee una serie de características propias que lo hacen singular como espacio
de reforma. Se trata de organizaciones con un ethos particular, propio
de la tarea y el tipo de formación de sus componentes, y una lógica jerárquica
de funcionamiento arraigada. Esto podría hacer parecer que las reformas pueden
ser implementadas más fácilmente como consecuencia del peso de la orden en la
estructura de conducción. Sin embargo, las reformas pueden tener, y de hecho
tienen, una serie de resistencias por parte de actores relevantes. En el caso
de Uruguay, quienes han estudiado las distintas etapas y reformas en la policía
han señalado como durante décadas los cambios organizativos, por ejemplo, en
los modelos operativos, tuvieron un componente más simbólico que real y,
ayudado por las autonomías territoriales, frecuentemente derivó en retornos a
los formatos tradicionales[1].
Así, por ejemplo, durante la gestión de Guillermo Stirling se ensayó con
distritos que integraban distintas seccionales y el patrullaje por cuadriculas
lo que se valoró como un fracaso y fue posteriormente desarticulado.
Las reformas que
se procesaron en el Ministerio del Interior, principalmente desde el 2010 en
adelante, modificaron buena parte del esquema organizativo de la policía. Las
comisarías quedaron subsumidas a zonas operativas que las nuclean. El
patrullaje y la respuesta policial opera en base a unidades de respuesta y se
centralizaron otras funciones como la investigación. Sumado a ello, se
diseñaron nuevos dispositivos como el PADO, el Centro de Comando Unificado que
centraliza el monitoreo de cámaras y 911, la Guardia Republicana pasó, además,
a tener un rol más activo de intervención en el territorio, entre otros
cambios. Esto se complementó con una importante inversión en sistemas de
información para el registro de delitos y el accionar de la policía, algo que
ya había tenido su germen durante los gobiernos del Partido Colorado, pero que
tuvo un impulso mayor durante los períodos del Frente Amplio. Los comisarios
pasaron entonces a estar atados a una nueva estrategia territorial que redujo
su autonomía. A su vez, se aumentó la capacidad de monitoreo sobre estas
figuras producto del desarrollo de los sistemas de información y compromisos de
gestión.
En este
contexto, es cierto que las comisarias perdieron centralidad en la estrategia
policial frente a los dispositivos mencionados (Ej. PADO), algo que se reflejó
en una menor dotación de recursos. Cierto también es que han existido
resistencias a las reformas principalmente en la “vieja guardia”. Es que este
tipo de cambios conformó un grupo de policías reformistas frente a otros
resistentes a la implementación de las nuevas estrategias.
Con lo anterior
no estoy diciendo que todas las reformas hayan marchado en la dirección
correcta, que su implementación esté libre de problemas o que el enfoque dado
hacía las políticas de seguridad haya sido indiscutiblemente el adecuado. Ahora
bien, las comisarías, llamadas ahora a ser el eje de la estrategia de
seguridad, distaban mucho de ser un espacio ideal antes de las reformas
mencionadas.
Las citas con
las que comenzaba este post dan cuenta de un funcionamiento, al menos poco
transparente y más orientado a la subsistencia que a la ejecución de una
estrategia policial. Otros múltiples testimonios recogidos dan cuenta de un
funcionamiento que estaba desbordado en su capacidad de dar respuesta. Sumado a
ello, una lógica fragmentada o en chacras en donde cada comisario se ocupaba
únicamente de su entorno con independencia de una visión global del territorio:
“si la seccional de al lado le pasaba algo no era un tema mío”. El subregistro de las denuncias en las
comisarías era, además, una acción frecuente[2].
La “gestión” de las cifras de delito se hacía más fácil en un contexto donde primaba
el famoso cuadernito por sobre los sistemas de información. Finalmente, una
lógica de patrullaje basado en la demanda de los vecinos, las empresas de la
zona o el olfato del comisario, con independencia de las necesidades objetivas
o la evidencia sobre delitos.
Quizás el avance
de la tecnología haga que desandar algunos caminos como la reducción del
subregistro en comisarías sea más difícil. No obstante, la burocracia policial,
como cualquier otra, puede idear sus mecanismos para esto si se reducen las
herramientas de monitoreo. De la misma forma, el aumento del gasto y la
inversión en la policía seguramente haga innecesario el retorno de las
comisiones de apoyo y el aporte de los vecinos, afectando el criterio en la acción
policial.
Un área de política
tan sensible como la seguridad ciudadana, y más concretamente el funcionamiento
de la policía requiere ser constantemente repensada a la luz de los cambios
sociales y las nuevas tecnologías disponibles. Por supuesto, no estoy
sugiriendo que los candidatos de la oposición estén planteando un retorno a las
prácticas antes mencionadas. Sin embargo, no resulta claro qué implican
concretamente sus propuestas, cuáles serían los pasos a desandar, y cómo esto
aportaría a la solución de un problema creciente. Reforzar
las seccionales no resulta una mala idea en sí misma. Parece evidente que hay
una tarea de cercanía y recepción de demandas que necesariamente necesita algún
tipo de enclave territorial. Este es posiblemente uno de los puntos más débiles
de las reformas iniciadas en 2010. Pero a falta de mayor precisión en
los contenidos de las propuestas existe un riesgo de que “el retorno a las
comisarías” se trate más de un impulso anti reformista que una medida de
fortalecimiento de la operativa policial.
[1]
Vila, A. (2012). La matriz policial uruguaya: 40 años de gestación. En: Rafael
Paternain y Álvaro Rico (Eds.) Uruguay. Inseguridad, delito y Estado,
Montevideo, CSIC, TRILCE
[2]
Este asunto ya fue trabajo también desde la academia, por ejemplo, en: Paternain,
R. (2012) La inseguridad en Uruguay: genealogía básica de un sentimiento. En: Rafael Paternain y Álvaro Rico (Eds.) Uruguay.
Inseguridad, delito y Estado, Montevideo, CSIC, TRILCE.
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