Hace unos meses escribí en este mismo blog una nota sobre el giro punitivo que parece estar teniendo lugar en Uruguay—y posiblemente en la región—en los últimos años y que parece haberse acentuado recientemente. En esa nota mencionaba las similitudes de la realidad uruguaya actual con las descripciones académicas respecto a los giros punitivos que ocurrieron en los años 80 y 90 en EEUU y, quizás en menor medida, en otros países desarrollados. No sólo las políticas propuestas son muy parecidas a las que se llevaron a cabo en principalmente en EEUU al final del sigo pasado (con consecuencias nefastas) sino que los términos de la discusión, la visión sobre el pobre y el criminal y la ideología meritocrática en la que parecen fundarse, también resultan muy similares.
En esa nota me pareció importante destacar la complejidad de la opinión pública respecto al crimen y al castigo, que suele ser invisibilizada tanto en los estudios como en las representaciones mediáticas y realizadas por políticos de lo que “piensa la gente” o “quiere la gente.” Estos estudios advierten que cuando lo único que se destaca es el sentimiento punitivo de la gente, los márgenes de la política de seguridad se ven constreñidos y la viabilidad de las políticas alternativas no centradas en la cárcel y el aumento del castigo se pone en cuestión. Esta segunda nota intenta describir el cambio de foco que se dio en EEUU en los últimos años en términos de política de seguridad, en donde desde distintos sectores políticos y sociales se formó un “nuevo consenso” respecto a la necesidad de reducir la población carcelaria e implementar medidas alternativas a la prisión. Entender cómo se llegó a este “nuevo consenso” y cuáles son los desafíos que enfrentan puede resultar útil para ampliar la discusión sobre la política de seguridad en Uruguay.
El fracaso de las políticas punitivas
Hoy existe un consenso casi total en la academia respecto a las consecuencias negativas de las políticas punitivas. Estas políticas estaban basadas en las teorías de la disuasión e incapacitación, y asumen que la forma de combatir el delito es aumentar la severidad de las penas. En general, los estudios muestran que aumentar la severidad y la duración de las penas no suele tener el efecto de amedrentar a potenciales ofensores y disuadirlos de cometer delitos que suele asumirse (Cullen & Jonson, 2011).
A la vez, si bien mientras una persona está cumpliendo una pena en un centro de reclusión se ve incapacitada de cometer delitos en el exterior (al menos en forma personal), varios estudios muestran que la incapacitación tiene un efecto marginal (o incluso nulo) en la seguridad pública. Este efecto disminuye a medida que aumentan las penas de cárcel y se extienden a una mayor cantidad de delitos, es decir, mientras más masivo es el encarcelamiento y más duradero. Si bien las tasas de encarcelamiento de EEUU superan las de cualquier otro país, es importante destacar que las tasas de encarcelamiento en Uruguay son relativamente altas en el escenario mundial, lo que permite pensar que ampliar la población carcelaria en este contexto sería especialmente negativo para el país.
Ampliar la base de personas cumpliendo penas de prisión tiene efectos marginales decrecientes y sin duda muy limitados en la seguridad pública. Si se compara estos efectos con los de políticas alternativas que se llevarían adelante con los recursos destinados a mantener a la población carcelaria es clara la ineficiencia de las políticas de incremento del encarcelamiento, que necesitan grandes cantidades de recursos para obtener un efecto casi nulo en la seguridad pública. Invertir el mismo dinero en rehabilitación, reingreso, o incluso políticas generales de vivienda, desarrollo comunitario, o inclusión social, generaría efectos mayores en la seguridad pública (ver Cullen & Jonson, 2011). Esto sin mencionar metas que trascienden la seguridad pública, como salvaguardar los derechos humanos de los reclusos, mejorar sus condiciones de reclusión, minimizar disparidades en el sistema de justicia, minimizar los efectos negativos de la reclusión tanto para las personas privadas de libertad como para sus familias y comunidades, y construir sociedades más justas e inclusivas.
A nivel individual, los estudios de encarcelamiento muestran claramente que el pasaje por prisión (comparado con otro tipo de intervenciones correccionales) incrementa, en vez de disminuir, las chances de reincidencia, hace más difícil la inserción social de los exreclusos, y tiene en general también efectos negativos intergeneracionales. Es más, este efecto criminogénico de la prisión aumenta a mayores tiempos de reclusión y peores condiciones (Jonson, 2010; Nagin, Cullen & Jonson, 2011).
Petersilia y Cullen (2015) hacen un análisis sobre el contexto que llevó a lo que denominan “una nueva sensibilidad” en el campo de la política correccional que definió la política del encarcelamiento masiva como contraproducente e insostenible y logró frenar (y potencialmente disminuir) el crecimiento sostenido de la población carcelaria en EEUU. Al consenso en la academia se le sumó también un consenso a nivel político, en parte desatado por la crisis económica del 2008 en EEUU. Las presiones fiscales ocasionadas por la crisis dejaron de manifiesto el alto costo de mantener las prisiones y generaron incentivos para desarrollar políticas más eficaces y eficientes basadas en evidencia empírica. Esto se dio en un contexto en el cual la discusión sobre el crimen había perdido relevancia social y política y la retórica punitiva se había dejado de utilizar (tanto) como herramienta de acumulación de capital político y electoral.
El nuevo objetivo del “downsizing”: desafíos y fortalezas
Si bien esta confluencia de factores permitió empezar a discutir las políticas de seguridad pública desde otra perspectiva, los autores todavía consideran incierto el futuro de este paradigma del “downsizing.” En este sentido, discuten cuáles son las principales barreras que podrían impedir la profundización de estas reformas.
En primer lugar, la magnitud del aumento de las prisiones que hacen difícil su retracción. No sólo las prisiones privadas tienen intereses creados contrarios al “downsizing.” Las prisiones públicas y los sistemas correccionales tienen también gran peso en las economías locales, empleando una gran cantidad de personas y contratando muchos bienes y servicios. Todo esto genera una inercia que hace difícil política y económicamente la desinversión en prisiones. La lección en este sentido sería parar el monstruo antes de que sea demasiado tarde. La tasa de encarcelamiento en Uruguay es ya relativamente alta, pero su aumento podría generar una situación aún más difícil de revertir.
En segundo lugar, los instrumentos de reducción de prisiones son limitados, dado que muchos de las reformas que se hicieron en el marco del giro punitivo tendieron a limitar las herramientas judiciales tales como la liberación temprana o las salidas transitorias. Cambios legislativos tendientes a imponer sentencias mínimas obligatorias, prescribir penas de prisión automáticas, extender el uso de la prisión preventiva, reducen la capacidad de acción del sistema de justicia, limitando el margen de acción de los actores involucrados. Estas reformas limitan la implementación de políticas tendientes a reducir la población carcelaria por estos medios y dejan muchos instrumentos de política únicamente en manos de los legisladores. Un cambio constitucional en la edad de imputabilidad como el que se propuso en la pasada elección hubiera sido muy difícil de revertir, aún en un escenario en el que las consecuencias negativas de tal reforma quedaran de manifiesto.
En tercer lugar, si bien ha habido avances muy importantes en términos de alternativas correccionales basadas en evidencia, hay una gran variedad de programas disponibles con resultados dispares. En general los estudios muestran que los programas alternativos tienen que tener un componente rehabilitatorio y de asistencia social, y minimizar el componente de supervisión y control (cada vez más accesibles dados los avances tecnológicos). No todos los programas son efectivos en reducir la reincidencia y muchos no han sido validados empíricamente. Los programas de reingreso suficientemente validados, por ejemplo, son escasos. En definitiva, es importante mantener cautela a la hora de implementar programas y someterlos a evaluaciones rigurosas, sin presentarlos como la panacea en términos de reducción de reincidencia.
A estas tres dificultades se le suma el hecho de que las condiciones de los exreclusos difícilmente mejoren en los próximos años y las barreras a las que se enfrentan probablemente se mantengan o empeoren. La inversión en programas de reingreso y apoyo a los exreclusos parece difícil de sostener en un contexto de otras urgencias y necesidades sociales, cuestión que también puede verse en Uruguay.
Más allá de estas dificultades, Petersilia y Cullen (2015) destacan los varios factores que pueden contribuir al éxito de este tipo de iniciativas. Si bien no es menor el hecho de que el discurso punitivo parece estar agotado y hay una mayor visibilización de las preferencias no punitivas del público, un factor importante es la capacidad de implementar políticas basadas en evidencia y generar evaluaciones de las políticas implementadas. En otras palabras, es importante no sólo tener espacio ideológico para implementar políticas de reducción de prisiones sino tener propuestas concretas y validadas para desarrollar.
Cambiar el discurso y focalizar el debate en políticas alternativas es el solamente el primer paso. En este debate se abren diferentes alternativas concretas, cada una con controversias y dificultades. Cómo pensar sanciones alternativas a la prisión efectivas e implementables en la comunidad; qué entendemos por programas rehabilitación y reingreso, qué rol podrían cumplir esos programas en un contexto como el uruguayo y cómo lograr que no interfieran con principios básicos de justicia y equidad; cómo desarrollar programas de justicia restaurativa sin correr el riesgo de reproducir desigualdades ya existentes; cómo generar incentivos institucionales que promuevan la reducción de la población carcelaria y la reducción de la incidencia; entre otras, son preguntas sin fácil respuesta, pero que deberían empezar a tomar fuerza en el debate sobre seguridad. No descuidar las metas de justicia y equidad a la hora de pensar políticas correccionales es importante, así como tener en cuenta objetivos de seguridad que permitan mejorar el sistema y reducir el delito al mismo tiempo. Obviamente hay políticas a desarrollar más allá de la cárcel y las sanciones alternativas, pero es importante dar el debate sobre las intervenciones correccionales, las sanciones penales, y la reincidencia. La tímida y reciente experiencia en EEUU muestra que es posible reducir las sanciones penales y la población carcelaria y el delito de forma simultánea (Gelb & Denney, 2018). La primera lección es intervenir cuanto antes para reducir la tendencia punitiva (y su inercia). La segunda es pensar y debatir medidas específicas. Para eso, es trascender la lógica simplista de las políticas punitivas y empezar plantear otros debates.
Tomado de Razones y Personas. Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución 3.0 No portada.
En esa nota me pareció importante destacar la complejidad de la opinión pública respecto al crimen y al castigo, que suele ser invisibilizada tanto en los estudios como en las representaciones mediáticas y realizadas por políticos de lo que “piensa la gente” o “quiere la gente.” Estos estudios advierten que cuando lo único que se destaca es el sentimiento punitivo de la gente, los márgenes de la política de seguridad se ven constreñidos y la viabilidad de las políticas alternativas no centradas en la cárcel y el aumento del castigo se pone en cuestión. Esta segunda nota intenta describir el cambio de foco que se dio en EEUU en los últimos años en términos de política de seguridad, en donde desde distintos sectores políticos y sociales se formó un “nuevo consenso” respecto a la necesidad de reducir la población carcelaria e implementar medidas alternativas a la prisión. Entender cómo se llegó a este “nuevo consenso” y cuáles son los desafíos que enfrentan puede resultar útil para ampliar la discusión sobre la política de seguridad en Uruguay.
El fracaso de las políticas punitivas
Hoy existe un consenso casi total en la academia respecto a las consecuencias negativas de las políticas punitivas. Estas políticas estaban basadas en las teorías de la disuasión e incapacitación, y asumen que la forma de combatir el delito es aumentar la severidad de las penas. En general, los estudios muestran que aumentar la severidad y la duración de las penas no suele tener el efecto de amedrentar a potenciales ofensores y disuadirlos de cometer delitos que suele asumirse (Cullen & Jonson, 2011).
A la vez, si bien mientras una persona está cumpliendo una pena en un centro de reclusión se ve incapacitada de cometer delitos en el exterior (al menos en forma personal), varios estudios muestran que la incapacitación tiene un efecto marginal (o incluso nulo) en la seguridad pública. Este efecto disminuye a medida que aumentan las penas de cárcel y se extienden a una mayor cantidad de delitos, es decir, mientras más masivo es el encarcelamiento y más duradero. Si bien las tasas de encarcelamiento de EEUU superan las de cualquier otro país, es importante destacar que las tasas de encarcelamiento en Uruguay son relativamente altas en el escenario mundial, lo que permite pensar que ampliar la población carcelaria en este contexto sería especialmente negativo para el país.
Ampliar la base de personas cumpliendo penas de prisión tiene efectos marginales decrecientes y sin duda muy limitados en la seguridad pública. Si se compara estos efectos con los de políticas alternativas que se llevarían adelante con los recursos destinados a mantener a la población carcelaria es clara la ineficiencia de las políticas de incremento del encarcelamiento, que necesitan grandes cantidades de recursos para obtener un efecto casi nulo en la seguridad pública. Invertir el mismo dinero en rehabilitación, reingreso, o incluso políticas generales de vivienda, desarrollo comunitario, o inclusión social, generaría efectos mayores en la seguridad pública (ver Cullen & Jonson, 2011). Esto sin mencionar metas que trascienden la seguridad pública, como salvaguardar los derechos humanos de los reclusos, mejorar sus condiciones de reclusión, minimizar disparidades en el sistema de justicia, minimizar los efectos negativos de la reclusión tanto para las personas privadas de libertad como para sus familias y comunidades, y construir sociedades más justas e inclusivas.
A nivel individual, los estudios de encarcelamiento muestran claramente que el pasaje por prisión (comparado con otro tipo de intervenciones correccionales) incrementa, en vez de disminuir, las chances de reincidencia, hace más difícil la inserción social de los exreclusos, y tiene en general también efectos negativos intergeneracionales. Es más, este efecto criminogénico de la prisión aumenta a mayores tiempos de reclusión y peores condiciones (Jonson, 2010; Nagin, Cullen & Jonson, 2011).
Petersilia y Cullen (2015) hacen un análisis sobre el contexto que llevó a lo que denominan “una nueva sensibilidad” en el campo de la política correccional que definió la política del encarcelamiento masiva como contraproducente e insostenible y logró frenar (y potencialmente disminuir) el crecimiento sostenido de la población carcelaria en EEUU. Al consenso en la academia se le sumó también un consenso a nivel político, en parte desatado por la crisis económica del 2008 en EEUU. Las presiones fiscales ocasionadas por la crisis dejaron de manifiesto el alto costo de mantener las prisiones y generaron incentivos para desarrollar políticas más eficaces y eficientes basadas en evidencia empírica. Esto se dio en un contexto en el cual la discusión sobre el crimen había perdido relevancia social y política y la retórica punitiva se había dejado de utilizar (tanto) como herramienta de acumulación de capital político y electoral.
El nuevo objetivo del “downsizing”: desafíos y fortalezas
Si bien esta confluencia de factores permitió empezar a discutir las políticas de seguridad pública desde otra perspectiva, los autores todavía consideran incierto el futuro de este paradigma del “downsizing.” En este sentido, discuten cuáles son las principales barreras que podrían impedir la profundización de estas reformas.
En primer lugar, la magnitud del aumento de las prisiones que hacen difícil su retracción. No sólo las prisiones privadas tienen intereses creados contrarios al “downsizing.” Las prisiones públicas y los sistemas correccionales tienen también gran peso en las economías locales, empleando una gran cantidad de personas y contratando muchos bienes y servicios. Todo esto genera una inercia que hace difícil política y económicamente la desinversión en prisiones. La lección en este sentido sería parar el monstruo antes de que sea demasiado tarde. La tasa de encarcelamiento en Uruguay es ya relativamente alta, pero su aumento podría generar una situación aún más difícil de revertir.
En segundo lugar, los instrumentos de reducción de prisiones son limitados, dado que muchos de las reformas que se hicieron en el marco del giro punitivo tendieron a limitar las herramientas judiciales tales como la liberación temprana o las salidas transitorias. Cambios legislativos tendientes a imponer sentencias mínimas obligatorias, prescribir penas de prisión automáticas, extender el uso de la prisión preventiva, reducen la capacidad de acción del sistema de justicia, limitando el margen de acción de los actores involucrados. Estas reformas limitan la implementación de políticas tendientes a reducir la población carcelaria por estos medios y dejan muchos instrumentos de política únicamente en manos de los legisladores. Un cambio constitucional en la edad de imputabilidad como el que se propuso en la pasada elección hubiera sido muy difícil de revertir, aún en un escenario en el que las consecuencias negativas de tal reforma quedaran de manifiesto.
En tercer lugar, si bien ha habido avances muy importantes en términos de alternativas correccionales basadas en evidencia, hay una gran variedad de programas disponibles con resultados dispares. En general los estudios muestran que los programas alternativos tienen que tener un componente rehabilitatorio y de asistencia social, y minimizar el componente de supervisión y control (cada vez más accesibles dados los avances tecnológicos). No todos los programas son efectivos en reducir la reincidencia y muchos no han sido validados empíricamente. Los programas de reingreso suficientemente validados, por ejemplo, son escasos. En definitiva, es importante mantener cautela a la hora de implementar programas y someterlos a evaluaciones rigurosas, sin presentarlos como la panacea en términos de reducción de reincidencia.
A estas tres dificultades se le suma el hecho de que las condiciones de los exreclusos difícilmente mejoren en los próximos años y las barreras a las que se enfrentan probablemente se mantengan o empeoren. La inversión en programas de reingreso y apoyo a los exreclusos parece difícil de sostener en un contexto de otras urgencias y necesidades sociales, cuestión que también puede verse en Uruguay.
Más allá de estas dificultades, Petersilia y Cullen (2015) destacan los varios factores que pueden contribuir al éxito de este tipo de iniciativas. Si bien no es menor el hecho de que el discurso punitivo parece estar agotado y hay una mayor visibilización de las preferencias no punitivas del público, un factor importante es la capacidad de implementar políticas basadas en evidencia y generar evaluaciones de las políticas implementadas. En otras palabras, es importante no sólo tener espacio ideológico para implementar políticas de reducción de prisiones sino tener propuestas concretas y validadas para desarrollar.
Cambiar el discurso y focalizar el debate en políticas alternativas es el solamente el primer paso. En este debate se abren diferentes alternativas concretas, cada una con controversias y dificultades. Cómo pensar sanciones alternativas a la prisión efectivas e implementables en la comunidad; qué entendemos por programas rehabilitación y reingreso, qué rol podrían cumplir esos programas en un contexto como el uruguayo y cómo lograr que no interfieran con principios básicos de justicia y equidad; cómo desarrollar programas de justicia restaurativa sin correr el riesgo de reproducir desigualdades ya existentes; cómo generar incentivos institucionales que promuevan la reducción de la población carcelaria y la reducción de la incidencia; entre otras, son preguntas sin fácil respuesta, pero que deberían empezar a tomar fuerza en el debate sobre seguridad. No descuidar las metas de justicia y equidad a la hora de pensar políticas correccionales es importante, así como tener en cuenta objetivos de seguridad que permitan mejorar el sistema y reducir el delito al mismo tiempo. Obviamente hay políticas a desarrollar más allá de la cárcel y las sanciones alternativas, pero es importante dar el debate sobre las intervenciones correccionales, las sanciones penales, y la reincidencia. La tímida y reciente experiencia en EEUU muestra que es posible reducir las sanciones penales y la población carcelaria y el delito de forma simultánea (Gelb & Denney, 2018). La primera lección es intervenir cuanto antes para reducir la tendencia punitiva (y su inercia). La segunda es pensar y debatir medidas específicas. Para eso, es trascender la lógica simplista de las políticas punitivas y empezar plantear otros debates.
Cullen,
F. T., & Jonson, C. L. (2011). Correctional
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Gelb, A., & Denney, J. (2018). National
Prison Rate Continues to Decline Amid Sentencing, Re-Entry Reforms More than
two-thirds of states cut crime and imprisonment from 2008-16. PEW Charitable Trust. Publicado en:
http://www.pewtrusts.org/en/research-and-analysis/articles/2018/01/16/national-prison-rate-continues-to-decline-amid-sentencing-re-entry-reforms
Jonson,
C. L. (2010). The Impact of Imprisonment
on Reoffending: A Meta-Analysis. Doctoral Dissertation. University of
Cincinnati.
Petersilia,
J., & Cullen, F. T. (2015). Liberal but Not Stupid: Meeting the Promise of
Downsizing Prisons. Stanford Journal of Criminal Law and Policy, 2, 1–43.
Tomado de Razones y Personas. Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución 3.0 No portada.