Mal de archivos. Algunas reflexiones sobre lo logrado y lo pendiente en el caso uruguayo




Nota de Vania Markarian

En diciembre de 2004, cuando se estaban cerrando las actividades del seminario “Archivos y derechos humanos” en el edificio central de la Universidad de la República, se abrió paso entre los participantes una mujer canosa de presencia firme y serena. Era Azucena Berruti, ya nombrada por el presidente electo Tabaré Vázquez como su futura Ministra de Defensa Nacional. Los allí presentes contuvieron la respiración. Y en seguida se miraron, aliviados y contentos, porque su comparencencia parecía augurar un porvenir optimista en relación al tema que los convocaba.

Ha pasado más de una docena de años y muchas veces me he encontrado evocando y evaluando ese momento, tratando de decidir cuánto de esa promesa se ha cumplido y cuánto queda aún pendiente. ¿Dónde poner el énfasis: en lo que inequívocamente se ha logrado o en los sucesivos fracasos de los reclamos de apertura integral y transparencia real respecto a la documentación de lo que seguimos llamando “pasado reciente” (básicamente la dictadura y sus prolegómenos)? ¿Y qué nuevos desafíos y oportunidades se han abierto en el lapso transcurrido desde entonces?

Empecemos por los logros. En primer lugar, es claro que era acertada la intuición de muchos de que existía registro documental oficial de lo sucedido durante los años de dictadura, incluyendo las más graves violaciones a los derechos humanos y el funcionamiento del aparato represivo. Kilómetros lineales de documentación dan fe de esa afirmación en las cámaras del Archivo General de la Nación (AGN) en la calle Convención, en las dependencias de la ex Dirección Nacional de Información e Inteligencia (DNII) de la Policía en su sede de Maldonado, en el local de la actual Secretaría de Derechos Humanos (SDH) de la Presidencia de la República en la Galería Caubarrere y en los depósitos del subsuelo del Ministerio de Relaciones Exteriores, entre otros lugares.

Se cuenta, además, con un marco normativo adecuado a estándares internacionales que apunta a regular la preservación y puesta en servicio de los materiales de archivo. Y también es cierto que unas cuantas decenas de personas han accedido a esos repositorios y han utilizado esos documentos en sus investigaciones dentro y fuera del sistema judicial. No es poco. Ni es mérito exclusivo de los gobiernos del Frente Amplio: algunos tímidos pasos se habían dado durante el último año de la presidencia de Jorge Batlle. Pero mucho se debe a la acción de la misma Azucena Berruti al frente de su ministerio y al esfuerzo subsiguiente de otros políticos, funcionarios, militantes, historiadores, familiares de las víctimas, empleados de la justicia, periodistas, archiveros y otros ciudadanos con variados intereses en esa documentación.

Sin embargo, lo cumplido dista de ser suficiente. A nadie que lea estas páginas con cierta frecuencia escapará el estado de insatisfacción de esos mismos actores: nunca falta quien salga a protestar cada vez que son exiguas las pruebas ante un juez o escacean las fuentes para construir conocimiento sobre algún aspecto de ese pasado que, en realidad, ya no es tan cercano aunque siga abierto como herida para muchas personas.

La insatisfacción tiene múltiples causas y no son las mismas para todos los insatisfechos. Es posible, sin embargo, enumerar algunos problemas que afectan a cualquiera que pretenda acceder a los documentos que se han detectado en estos años.

Para empezar, se trata de series documentales generalmente incompletas y su gestión no ha sido menos fragmentaria. El peor caso en ambos sentidos es el de la documentación del Ministerio de Defensa Nacional. Los materiales disponibles hasta el momento no pertenecen al archivo orgánico de esa cartera sino que provienen de varias agencias de inteligencia y se han ubicado de modo casi aleatorio. En 2006 se localizó una serie de armarios con rollos de microfilm que, por gestión de la misma Berruti, fueron procesados y luego puestos bajo responsabilidad del AGN. Gran parte del procesamiento se realizó en secreto y los documentos digitalizados están hoy en día disponibles al público con las restricciones del marco normativo vigente, que no son pocas. Por otro lado, en 2015 se incautó, en el contexto de una causa judicial, un gran volumen de documentación en el domicilio del militar fallecido Elmar Castiglioni. Se sabe poco sobre el contenido y la procedencia exacta de la misma aunque se creó una comisión investigadora parlamentaria para tratar ambos asuntos y, fundamentalmente, establecer responsabilidades por la continuidad de algunas tareas de espionaje luego del fin de la dictadura. Más recientemente se ha comunicado la existencia de un archivo en la sede de Fusileros Navales (Fusna) de la Armada Nacional. Lo han visto algunas personas vinculadas al movimiento de derechos humanos, pero no se ha especificado públicamente qué tratamiento y destino se le dará.

En relación a la DNII (que, nuevamente, no es el archivo del Ministerio del Interior, sino el de la inteligencia policial), las idas y vueltas han sido más de las que pueden resumirse en esta breve columna. Digamos simplemente que a pesar de haberse mantenido su unidad y avanzado en un trabajo serio de procesamiento, no se ha terminado todavía de poner este caudal documental bajo una custodia que no tenga relación orgánica con sus productores (un asunto central cuando hablamos de archivos generados por agencias represivas). Tampoco se han establecido reglas de acceso claras y transparentes en las instituciones que tienen en su poder copias digitales o porciones de la documentación original (Universidad de la República y SDH). Agreguemos que se trata de uno de los archivos más importantes para el conocimiento de casi cualquier aspecto de la historia social y política del siglo XX en Uruguay porque contiene no sólo lo producido por la policía sino todo lo incautado en sus procedimientos (folletería, publicaciones, cartas y propaganda de las más diversas organizaciones).

Hay, es cierto, algunas situaciones menos infortunadas en los archivos del Estado, como la del Ministerio de Relaciones Exteriores, donde es amplio el acceso y eficiente el tratamiento archivístico de las series documentales. Pero los dos ejemplos anteriores bastan, por su entidad, para pintar un panorama general poco alentador en lo que hace al cumplimiento del derecho ciudadano a la información. Sigue faltando una política de Estado que parta del marco normativo vigente, reciba los aportes de los diferentes grupos interesados en el tema y ponga recursos materiales y humanos suficientes para garantizar buenas prácticas de archivo. Por el momento, siguen primando, como fuerzas frecuentemente contradictorias, la desidia y las trabas burocráticas, la cultura del secreto, el miedo y la exageración acerca de las “verdades”, presumiblemente peligrosas, que pueden a llegar a contener esos archivos.

Aportemos sobre esto último un par de ideas que conciernen a todos los archivos, no sólo los más cercanos en el tiempo, pero que se ven en éstos con particular intensidad. Los archivos son instituciones complejas, sujetas a demandas múltiples y no siempre compatibles. Son simultáneamente el resultado de procedimientos técnicos normalizados por especialistas y el producto de procesos sociales contingentes de selección y valoración de lo que diferentes grupos consideran importante preservar para el futuro. Dan testimonio del poder relativo de cada uno de esos actores para imponer su versión del pasado. Por lo tanto, no contienen “la verdad”, sino una forma de la misma: la de las condiciones de producción de cada documento y las de su consignación como materiales de archivo. Son, por encima de todo, espacios ineludibles para la tarea interminable de recrear críticamente las memorias y las historias que cada nueva generación recibe como legado de las anteriores. Para que esa recreación sea posible, es imprescindible y urgente que las autoridades competentes tengan voluntad de abrirlos y mantenerlos abiertos. Sin eso, no hay futuro. Pero también es necesario que los usuarios nos hagamos responsables por el buen uso de los documentos, comprendamos su valor y sus limitaciones, dejemos de buscar “smoking guns”, como se dice en inglés, y aceptemos que para encontrar mejores respuestas hay que tener mejores preguntas. Y que éstas cambian con el tiempo.

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