Participación Público-Privada: ¿Qué Estado estamos construyendo?


La crisis que golpeó a finales de los años setenta del siglo pasado al Estado en sus diferentes facetas, también incluyó fuertes cuestionamientos a la forma tradicional de organización y gestión del aparato estatal. Dicho modelo, denominado jerárquico-burocrático, se caracterizaba entre otras cosas por unidades organizativas complejas, estructuradas piramidalmente, e integrada por funcionarios de carrera que contaban con un importante número de garantías legales que los protegían del abuso de poder de los representantes políticos electos democráticamente.

Básicamente, la alternativa cuasi hegemónica a este modelo se denominó Nueva Gestión Pública, y muy esquemáticamente consistió en un intento por trasladar ciertos mecanismos de gestión del sector privado al ámbito público, a partir del supuesto de que las instituciones públicas y sus funcionarios debían funcionar con la misma lógica de una empresa privada. Sin embargo, no todos los países reaccionaron de la misma forma a esta corriente reformista, al punto de que algunos autores identificaron un segundo modelo alternativo, al que denominaron Neoweberianismo. Algunos países como Alemania o algunos nórdicos, preservaron los principios fundamentales del modelo anterior, pero también modernizaron algunas de las estructuras y procedimientos para por ejemplo, acercarse de mejor manera a las preferencias de la ciudadanía.

Dentro de los debates vinculados a las diferentes estrategias de organizar y gestionar la administración pública, se encuentra la cuestión del vínculo entre diferentes instrumentos de gestión y los modelos recién mencionados. ¿Cualquier instrumento puede aportar tanto al buen funcionamiento de una estructura administrativa orientada por los principios de la Nueva Gestión Pública como a otra basada en el neoweberianismo? De alguna manera, posicionarse entre quienes responderían afirmativamente a la pregunta anterior, implica considerar que la adopción de uno u otro modelo es una opción eminentemente técnica, con poco de política o ideología: será una cuestión de eficiencia. Personalmente creo que no todos los instrumentos de gestión pueden colaborar con los objetivos de cualquier paradigma, y que en la búsqueda por ajustar ciertos instrumentos a los principios de otro paradigma, los mismos perderán buena parte de sus virtudes. Este puede ser el caso de un nuevo instrumento que se creó en el caso uruguayo.

Entre los instrumentos de gestión existentes en las administraciones públicas contemporáneas se encuentra las asociaciones público-privadas (PPP por su sigla en inglés), y en Uruguay, desde el año pasado, existente una ley que establece la conformación de iniciativas de participación público privada (Ley 18.786[i]). Una de las particularidades de esta ley, fue el hecho de que al tiempo que la misma fue planteada como una imperiosa necesidad por parte del gobierno como mecanismo para comenzar a cubrir los déficits en infraestructura existentes en el país; la tramitación parlamentaria de la misma dejó en claro la tensión existente al interior del partido de gobierno, así como también la comodidad con la propuesta que presentó la oposición.

De acuerdo a Pollitt & Bocukaert (2011[ii]) las PPP son características de la Nueva Gestión Pública, y a diferencia de la introducción de sistemas de evaluación del desempeño, que pueden ser adaptados para ser utilizados en marcos de corte neoweberianos o incluso más participativos, las primeras parecen estar claramente orientadas a los principios gerenciales. De esta forma, las mismas reflejan la tendencia al aumento de las regiones del sector público que permanecen en las sombras del poder político central (“Hollow state”), estando más orientadas a las reglas de confidencialidad del sector privado que a los mecanismos clásicos de rendición de cuentas del sector público (Pollitt & Bouckaert, 2011). 

Hasta la aprobación de la mencionada ley, los antecedentes en materia de participación de privados en inversiones de carácter público se remontan a finales del Siglo XIX, en áreas como la electricidad o los trenes, en momentos en los cuales el Estado uruguayo aún se encontraba en proceso de construcción y consolidación. Más cercano en el tiempo, el artículo 188 de la Constitución de la República establece que se pueden admitir capitales privados en diversas inversiones siempre que los proyectos fueran aprobados por 3/5 de los votos de ambas cámaras, y el monto de la inversión privada nunca superara a la inversión pública. Por otra parte, puede mencionarse también la ley de obra pública (Nº 15.637) promulgada hacia finales de la Dictadura, en 1984. Esta ley marco, dejaba librados prácticamente todos los detalles importantes a la reglamentación de cada proyecto particular, y fue utilizada en la mayoría de concesiones otorgadas durante los noventa en materia de transporte vial y aeroportuario entre otros.

Muy sucintamente, la nueva ley materializa una alternativa al tradicional instrumento de contrato de obra pública existente en Uruguay, a partir de la cual el sector público establecerá las condiciones en las cuales se llevará adelante un determinado proyecto de inversión en infraestructura, así como también buena parte del financiamiento del mismo, mientras que un socio privado – seleccionado mediante un proceso competitivo – será el encargado de implementar la obra, gestionarla y realizar el mantenimiento de la misma por un período relativamente amplio de al menos veinte años. El problema radica en que tanto la fundamentación de la ley, como los cambios incluidos durante el trámite parlamentario, y los actores centrales en este proceso, presentan ciertas dudas o cuestionamientos vinculados a la reconfiguración del Estado uruguayo, que en definitiva no constituyen otra cosa que una dimensión específica de la tan mencionada “Reforma del Estado”, pero que usualmente queda por fuera del debate público.

En primer lugar, de acuerdo a la exposición de motivos de la ley, Uruguay presenta una dotación de infraestructura inferior a la que debería tener un país con su desarrollo relativo. Por lo tanto, para lograr mantener sus tasas de crecimiento, se hace necesario promover la inversión privada a través de la inversión pública en infraestructura. Este diagnóstico se apoya en los resultados de Uruguay en el Índice de Competitividad Global del Foro Económico Mundial[iii]. Más allá del nivel de atención que deberían tener a nivel político índices de este tipo, al revisar el informe resulta que en realidad el tema de las infraestructuras, si bien es obviamente importante, no aparece dentro de los problemas más graves. De hecho, mientras Uruguay ocupa el puesto 63 a nivel general, el desglose de dimensiones lo ubica en el puesto 43 en “requerimientos básicos” (que contiene a la infraestructura), 75 en “potenciadores de la eficiencia” y 65 en “factores de innovación”.

Pero además, si se observan los factores más problemáticos para hacer negocios mencionados por los encuestados, los primeros lugares aparecen ocupados por las regulaciones del mercado de trabajo (24.6%) – algo lógico a partir de la existencia de instancias de negociación colectiva –, ineficiencia de la burocracia (15.9%), impuestos (11.9%) y escaso nivel educativo de la fuerza de trabajo (10.3%). Las cuestiones asociadas con la oferta inadecuada de infraestructura recién ocupa el quinto puesto con un 10.1%. Por lo tanto, quizás las prioridades del país deberían pasar un poco más por mejorar la educación de su población o profesionalizar su aparato burocrático, que por poner todas las fichas a la infraestructura. Por las dudas, de ninguna manera se quiere decir que la inversión en infraestructura no es un problema estructural del país. Simplemente la idea es evaluarlo en su justa medida.

De modo que esta ley, de acuerdo a sus promotores, vendría a ofrecer prácticamente todas las soluciones a los males del país, aplicando un único marco normativo al sinnúmero de iniciativas privadas que no tenían cómo ser canalizadas por el ordenamiento jurídico existente. Sin embargo, esta ley, presentada por un partido político que tiene una retórica pro Estado y de clara defensa del sector público (al menos por parte de la mayoría de grupos que lo componen) adquirió una estructura que de alguna manera pone en entredicho la propia naturaleza del instrumento. A mi juicio, esto se debió a que las resistencias internas al Frente Amplio y desde el movimiento sindical se apoyaron en que esta era una ley “privatizadora”, por lo que, en aras de garantizar estos apoyos se introdujeron ciertos aspectos que redujeron las ventajas de una ley de este tipo en relación a los mecanismos tradicionales de contratación del Estado, a saber: sólo se podrá utilizar cuando se demuestre que es mejor que las otras modalidades de contratación, al tiempo que quedan por fuera del alcance de este tipo de contratos los servicios educativos en escuelas, los servicios sanitarios en centros de atención, y los servicios de seguridad, reinserción y salud dentro de los centros penitenciarios. Por lo tanto, de cumplirse estos procedimientos y controles, junto a otros requisitos no mencionados,  la firma de un vínculo de este tipo nunca insumiría menos de 6 meses, por lo que deja de ser una opción para problemas urgentes como el tema edilicio de los liceos, y no ofrece mayores ventajas respecto a la licitación tradicional.

Es por eso que entendemos que la herramienta, dentro del marco administrativo y de gestión de Uruguay, en principio no parece mejorar o potenciar al entramado vigente, pero tampoco conforma una reforma sustantiva del mismo. Sin embargo, a pesar de que recién se encuentran en proceso de elaboración tres proyectos (uno sobre un corredor vial, otro referido a la construcción de un centro de convenciones en Maldonado, y un tercero para la construcción de una nueva cárcel) lo cierto es que esta ley continúa con la tendencia de dotar de mayor poder y recursos a una institución con altos niveles de autonomía respecto a los poderes públicos democráticamente electos por la ciudadanía: la Corporación Nacional para el Desarrollo (CND).

Creada en 1985, la CND es una persona de derecho público no estatal. Son sujetos de derecho, creados mediante una ley, que sin integrar el Estado en sentido amplio, se rigen parcialmente por el Derecho Público y por el Derecho privado, poseen patrimonio e ingresos propios y están sometidas a control del Estado central. Si bien ya existían estas entidades de este estilo, las creadas en la posdictadura tendieron a responder a los siguientes principios: no crear nuevas instituciones estatales, eludir los controles parlamentarios, reducir el número de funcionarios públicos, y lograr privatizaciones indirectas o parciales, que en su mayoría habían sido frenadas por plebiscito (Biasco, s/f[iv]).      

Esta institución tiene en la ley de PPP uruguaya un inmenso poder junto al Ministerio de Economía y Finanzas y la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, con la diferencia que la misma elabora los llamados, capacita a las organizaciones públicas que quieran firmar una PPP, elabora guías de mejores prácticas, asesora en materia de qué áreas deben ser priorizadas para implementar este tipo de arreglos, pero también pueden ser ejecutoras de una PPP mediante la capacidad de crear empresas.

En definitiva, dados los recursos que manejan estos proyectos, los plazos tan largos de ejecución, sumado a las debilidades en el control democrático que parece tener la organización central en su implementación, cabe preguntarse si este rumbo adoptado en materia de inversiones en infraestructura responde al tipo de Estado que el Frente Amplio pretende construir.



[ii] Pollitt, Christopher y Bouckaert, Geert (2011): Public Management Reform: a comparative analysis. New Public Management, Governance and the Neo-Weberian state. Oxford University Press. Tercera edición.
[iv] Biasco, Emilio: “Las personas públicas no estatales y paraestatales”. Obtenido de: http://www.ccee.edu.uy/ensenian/catderpu/material/paraesta.PDF

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