Por Fernando Esponda
Recuerdo la primera vez que una amiga me comentó, hace unos cinco o seis años, que estaba empezando a caer la natalidad en Uruguay. De los múltiples impactos que se me ocurrían en aquel momento, recuerdo que mi mente se detuvo en una virtud: era por lo menos una oportunidad para bajar la pobreza infantil. Uruguay podría incursionar en una forma heterodoxa de política pública: ¡si no podemos bajar la pobreza infantil teniendo menos pobreza, pues la bajaremos teniendo menos niños!
En estos últimos años se confirmó aquella tendencia, dando lugar a la caída más abrupta de la natalidad de la historia del país. De los casi 50 mil nuevos niños anuales que traíamos al mundo pasamos, en tan solo cinco años, a los 32 mil de la actualidad. La canción que decía “se precisan niños para amanecer” se escucha cada vez más bajo al oriente del río Uruguay. Por otro lado, la pobreza infantil… creció. A contrapelo de mi esperanza primigenia, Uruguay tiene actualmente menos niños que en 2019, y esos niños son más pobres.
La
relevancia de la infantilización de la pobreza como gran problema del Uruguay
encuentra amplio consenso en la comunidad académica vinculada a estos temas, en
los técnicos gubernamentales e incluso, de forma creciente, en los programas
políticos (véase por ejemplo el programa del Frente Amplio o el de Álvaro
Delgado). ¿Por qué no logramos combatir la infantilización de la pobreza, si
todos estamos de acuerdo en que es un problema de primer orden?
Porque
no es cierto que estamos todos de acuerdo. No digo que no estemos de acuerdo en
que no haya niños pobres, obviamente, en eso estamos de acuerdo. Lo que digo, y
trato de argumentar a continuación, es que los uruguayos no pensamos que la
pobreza tiene cara de niño, sino más bien lo contrario. El principal problema de la infantilización de la pobreza es que no creemos que sea un problema.
¿Usted considera que su
hogar es pobre?
En
las últimas ediciones de la Encuesta Contínua de Hogares (ECH) se ha incluido
una pregunta fascinante. Además de las preguntas clásicas sobre los ingresos
del hogar, ahora también se pregunta la opinión del encuestado sobre su
condición de pobreza. Así, de frente y mano: “¿Usted considera que su hogar es
pobre?”.
La
comparación entre esta pregunta –que nos permite ver lo que se llama “pobreza
subjetiva”– y los cálculos de pobreza que hace el INE a partir de los ingresos
–la “pobreza objetiva”– es una fuente maravillosa de información sobre las
percepciones de la pobreza. Por ejemplo, si bien el INE calcula que 1 de cada
10 personas son pobres, si le preguntamos a las personas nos da que 1 de cada 3
son pobres.
Me
bajé la ECH del 2023 y me puse a jugar con esa variable, mirando ambas formas
de calcular la pobreza en relación con la edad, y los resultados son
sorprendentes.
Primero
me puse a ver la pobreza en los hogares según hubiera o no menores a cargo. Los
cálculos de pobreza objetiva –los tradicionales que presenta el INE y sobre las
que sostenemos el debate técnico– muestran una diferencia considerable. Los hogares con
menores tienen una pobreza cinco veces mayor que los hogares sin menores: 14%
contra 3%.
Si
miramos lo mismo pero con la pobreza subjetiva, entonces la diferencia se
achica considerablemente. Los hogares con menores siguen teniendo más pobreza,
pero no mucho más que los hogares sin menores: 35% contra 31%.
Luego
hice un ejercicio similar pero con las personas. Recordemos que la pobreza
siempre se calcula a nivel de hogar, y luego se baja a nivel de personas. A una
persona se la considera pobre si vive en un hogar que se cataloga como pobre.
Una vez clasificadas todas las personas como pobres o no pobres, se pueden
ordenar por edad y hacer cálculos para cada tramo.
Lo
interesante es que el famoso perfil etario de la pobreza cambia bastante cuando
vemos la pobreza subjetiva. Para poner un ejemplo, calculé la pobreza para dos
tramos diferentes de población: los niños de 0 a 4 años y los adultos mayores
de 70 a 74 años. Mis hijos y mis padres, por decirlo de alguna manera.
El
cálculo de pobreza objetiva es bastante conocido: la pobreza en los niños de
entre 0 y 4 años es casi siete veces mayor que entre los adultos de 70 a 74
años: 20% contra 3%.
Sin
embargo, cuando calculé lo mismo a partir de la pobreza subjetiva, la
diferencia se anuló completamente. La pobreza subjetiva es, en ambos tramos
etarios, de 36%. Desde este punto de vista los niños son igual de pobres que
los viejos.
De la infantilización a la abuelización de la pobreza
El
primer documento de trabajo del Instituto de Economía de este año es un trabajo
interesantísimo de Verónica Amarante, Maira Colacce y Federico Scalese sobre
pobreza subjetiva. El documento profundiza, para varios países de
Latinoamérica, sobre los factores asociados a que la gente se considere pobre.
Allá en un anexo, un poco perdido porque no es el centro del artículo, pero que
los autores dejan puesto en el informe como para seguir investigando, encontré
un gráfico que reafirma lo que estábamos viendo.
En
su caso los números son un poco diferentes a los que calculé yo porque ellos
usan otra encuesta (la Encuesta de Gasto), otro año (2016-2017) y otra
metodología (hacen algunas correcciones sobre la respuesta original), pero el
mensaje es el mismo, e incluso más acentuado. Si miramos pobreza objetiva, los
niños tienen 21% y los viejos 5%; si miramos pobreza subjetiva, los niños
tienen 24% y los viejos 38%. La relación se invierte. Si en la pobreza objetiva
la preocupación es la infantilización de la pobreza, en la pobreza subjetiva la
preocupación es la abuelización de la pobreza.
¿Este fenómeno es una característica exclusivamente uruguaya? Por un momento me asaltó esta duda, pensé que quizás haya un sesgo inherente a la condición humana que haga que la pobreza subjetiva siempre sea más acentuada sobre la vejez, porque tal vez más allá de los ingresos, la condición de los viejos nos cause más pesar que la de los niños. El trabajo tiene este gráfico sólo para Uruguay, pero como soy amigo de Maira le pregunté qué pasaba en los otros países de Latinoamérica. Tuvo la amabilidad de pasarme otros gráficos iguales para países como Brasil, Colombia, Ecuador, El Salvador, Paraguay o Perú, y no hay una respuesta única. En algunos la pobreza subjetiva es mayor en la niñez y en otros en la vejez.
En esa comparación internacional, Uruguay se destaca por tener una particularidad extraña. Tiene la mayor distancia entre la pobreza en niños y en viejos, tanto en pobreza subjetiva como en objetiva, aunque en un caso con los niños más pobres y en el otro con los viejos más pobres.
La matriz de protección
social para niños y para viejos
En
una reciente investigación sobre la matriz de protección social de Uruguay,
elaborado por el centro de estudios Etcétera, hay un capítulo sobre percepción
ciudadana en donde se presentan dos preguntas específicas que tienen que ver
con la matriz de protección social:
●
¿Cuán de acuerdo estás con
la siguiente afirmación: “Uruguay atiende correctamente la situación social de
niños, niñas y adolescentes?
●
¿Cuán de acuerdo estás con
la siguiente afirmación: “Uruguay atiende correctamente la situación social de
personas mayores?
El
panorama que muestra el análisis conjunto de ambas preguntas es elocuente. En
ambas preguntas la visión mayoritaria de la población es que Uruguay no atiende
correctamente a niños, niñas, adolescentes (51%) y tampoco a personas mayores
(65%), siendo mucho más acentuada en el segundo grupo poblacional.
El
documento destaca este hallazgo: “Es
llamativo que, pese a que Uruguay presenta peores indicadores sociales para los
grupos de niños, niñas y adolescentes, respecto a los adultos mayores (ver 3.4
Situación Social), la población tiene una visión más negativa sobre la
protección social que reciben las personas mayores en relación a niños, niñas y
adolescentes. Las respuestas a esta pregunta no varían de forma importante con
la edad de la persona entrevistada, siendo relativamente homogénea la visión de
la población en este tema.”
La importancia de acordar
la cara de la pobreza
Muchas
veces en la discusión pública, ante el encuentro con posiciones discordantes
con lo que pensamos, solemos endilgar a la maldad o la estupidez lo que no nos
agrada de la opinión de los otros. Este mecanismo perezoso no es sólo malo
porque obtura la discusión y resulta autocomplaciente, sino porque equivoca las
razones verdaderas de la discrepancia entre las personas. Por ejemplo, existe
la posibilidad de que diferentes concepciones de justicia deriven en diferentes
posiciones sobre un tema. O que diferentes diagnósticos sobre la realidad
motiven conclusiones diferentes sobre lo que hay que hacer.
En
el caso de la infantilización de la pobreza, claramente existen diferencias en
el diagnóstico de la situación actual. Deberíamos tener más presente que la
sociedad uruguaya piensa diferente a lo que la comunidad académica y técnica, e
incluso y más recientemente la política, toman como consenso inexpugnable. El
uruguayo medio piensa lo contrario que el experto. Su preocupación no es la
infantilización de la pobreza, sino la abuelización de la pobreza.
Entender
este escenario permite interpretar mejor el desarrollo y propuesta de
políticas, no sólo vinculadas directamente a pobreza infantil, sino a
cualquiera que implícita o explícitamente refiera a un cambio en las reglas de
distribución intergeneracional de los recursos. La discusión sobre la
condicionalidad de las Asignaciones Familiares, la Tarjeta Uruguay Social o el
Bono Crianza, el papel de estos instrumentos y su legitimidad tienen como marco
este diagnóstico de la realidad y la pobreza. La existencia de un plebiscito
sobre la seguridad social, el tercero en los últimos cuarenta años, también es
mejor comprendido si entendemos que la visión del pueblo uruguayo sobre la
pobreza en la vejez y las privaciones en esa etapa de la vida es muy distante a
la que nos pinta la medición oficial de pobreza del INE del 2%, a pesar de que justamente es el nivel de desarrollo de nuestro sistema de seguridad social la principal causa del actual perfil etario de la pobreza objetiva.
La
disonancia entre la visión técnica y la poblacional también abre una puerta de
vaivén que nos invita a seguir pensando cómo calculamos la pobreza. ¿No
estaremos subvalorando las economías de escala en hogares numerosos? ¿No habrá
elementos vinculados con lo que en la conversación social entendemos como
“pobreza” que no los vemos en el cálculo de pobreza por ingresos, y que golpean
en mayor medida a los viejos? El mayor gasto en medicamentos o la incertidumbre
con respecto al gasto futuro derivado de un problema de salud pueden ser dos ejemplos
para profundizar.
Para
finalizar, quizás ni siquiera estemos en lo correcto cuando afirmamos, como
rasgo llamativo, que Uruguay es el país que tiene la mayor infantilización de
la pobreza de Latinoamérica y la mayor abuelización de la pobreza en la mente
de sus ciudadanos. Quizás la sentencia correcta sea que Uruguay es el país que
tiene la mayor infantilización de la pobreza de Latinoamérica porque tiene la mayor abuelización de la
pobreza en la mente de sus ciudadanos. Si la relación no es sólo una anomalía
pintoresca, sino la causa misma del problema, por el marco de posibilidades que
le da al desarrollo de las políticas, entonces el combate a la infantilización
de la pobreza debe proponerse comenzar por un paso previo. Ya no discutir la
estrategia o los instrumentos de política específicos, ni siquiera las
magnitudes o los presupuestos, sino convencer de la existencia del problema.
Convencer no a la comunidad académica, ni a los técnicos gubernamentales, y ya
ni siquiera a la política, sino a la ciudadanía en su conjunto, que actualmente
piensa y siente y opina desde otra perspectiva y preocupación, ya que cuando
mira la cara de la pobreza no ve la de un niño, sino la de un viejo.
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