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Gramsci, Politólogo y Blanco Como Hueso de Bagual



Nota de Guzmán Castro

En esta columna quiero hacer dos cosas: Primero, repudiar el precedente que sienta el editorial del diario El País, “Para qué sirven los politólogos,” del 19 de setiembre de 2015. Segundo, leer el editorial como una intervención política, útil en el diagnóstico del estado de la derecha en la coyuntura actual.

1) El País acusa a la ciencia política uruguaya de mediocre y subordinada al Frente Amplio. La evaluación está sustentada en el abuso y mal uso de algunos rankings de reciente publicación (como cuando se sugiere que el Instituto de Ciencia Política es el tercero peor de la región, usando un ranking que incluye solamente 21 de los cientos de institutos regionales). El resto de la crítica no está fundada en datos, sino en impresiones sobre “el verdadero panorama de la profesión” y una diatriba personal contra los cinco o seis “mediáticos” de la ciencia política, que, obviamente, no puede ser usada para evaluar a la disciplina. (Recomiendo leer la respuesta publicada por el ICP).

Es importante rechazar pública y terminantemente estos ataques. El peligro es que sientan un precedente de evaluación usando criterios que son foráneos a la academia. La neoliberalización de la universidad en Estados Unidos, por ejemplo, está universalizando criterios de la lógica de mercado para evaluar instituciones que poco tienen que ver con la administración de una empresa. Esto no quiere decir que haya que hermetizar la academia. La mejor defensa está en multiplicar las instancias de diálogo entre academia y ciudadanía, generando así, por un lado, responsabilidades en la primera, y por el otro, trincheras en la sociedad civil que protejan del populismo anti-académico.

Dicho esto, en lo que resta quiero proponer algunas hipótesis sobre el estado de la derecha que ponen el ataque a los (¿y las?) politólogos en contexto político. Porque en realidad el editorial está guiado por intereses puramente políticos y no académico-intelectuales.

2) La crítica a los politólogos esconde un problema fundamental para la derecha. Dice el editorial: “Su influencia académica internacional es casi nula, pero su peso mediático aquí es importante.” Y aquí está el quid de la cuestión. No hay una razón ético-legal que impida a un/a ciudadano/a que estudia la política de participar, opinar, y discutir los problemas de la polis. Todo lo contrario. El problema para la derecha, entonces, no es ético-legal sino estratégico: ¿Quién está pensando, opinando, y discutiendo de su lado?

Y aquí es donde entra Gramsci. Por esas ironías que genera la buena academia, las historias que la derecha viene contando para explicar y explicarse la actual correlación de fuerzas tienen un tufillo de marxismo crítico. No porque sus intereses e ideas sean de izquierda, sino por la manera en que entienden cómo se construye, cómo se mantiene, y cómo se pelea por el poder. Como repasaba Nicolás Duffau en la diaria durante las últimas elecciones, desde Gustavo Penadés a múltiples columnas en las páginas de El País, la derecha ha hablado de política como lucha por la hegemonía, concepto central de la obra de Antonio Gramsci (que lo hagan bien o mal, sofisticada o vulgarmente es otra historia).

“Las mayores dificultades opositoras no se verán pues en el ejercicio concreto de la crítica o el control,” ha dicho Francisco Faig en El País. Agregando que “serán acerca de la verosimilitud, pertinencia y necesidad última de imaginar y promover un país diferente a este. Nada más y nada menos.” Y yo creo que, estratégicamente, tiene razón. La preocupación por los politólogos, entonces, es entendible como parte de una serie de preguntas que algunas voces en la oposición, las más sofisticadas, se hacen:

¿Cómo recuperar y ocupar nuevos espacios desde dónde generar sentido político? ¿Cómo construir un proyecto político, inevitablemente particular, pero con pretensiones legítimas de universalidad? En la jerga del momento, ¿cómo hacer política, de verdad, después y más allá de Pluna y Ancap? ¿Cómo ir de la crítica a la formulación política? Más específicamente, ¿Cómo ir de la marketinera positivización a la politización (y ciudadanización) de sus cuadros y apoyos populares?

Y el tema no es únicamente electoral. Bastante a la derecha de Faig, pero con un lugar inamovible en el imaginario nacionalista, Ignacio de Posadas advertía en El País que de no ganar la batalla cultural antes de ganar las elecciones se corría el riesgo que la “llegada al gobierno de un partido fundacional en tiempos críticos y sin que se haya operado en el país una reacción cultural lo suficientemente relevante y profunda como para poder tomar las medidas que el país precisa…vuelva a frustrar una oportunidad de cambio. Ya ocurrió…”

El análisis De Posadas es también atinado estratégicamente (para los que dicen los politólogos no somos objetivos…). Para De Posadas es impensable des-frenteamplizar el Uruguay si antes no se gana lo que Gramsci llamó “guerra de posiciones” –más todavía con el grado de movilización ideológica que la sociedad civil ha alcanzado en los últimos 15 o 20 años, en buena medida como reacción a la “guerra de movimiento” neoliberal de los noventa. Haber anunciado la muerte de la polis -que Amparo Menéndez-Carrión, en su reciente e importante libro, plantea como antítesis del neoliberalismo- demasiado temprano le terminó costando a los blancos, por lo menos, 25 años en la oposición. De Posadas sigue siendo neoliberal. Pero ahora es un neoliberal con sensibilidades gramscianas.

Ahora bien, un proyecto de este tipo, una “guerra de posiciones,” necesita de un capital político que la derecha no posee. Esta es una de las aporías de la derecha en la historia reciente: la despolitización como herramienta de dominación neoliberal, que predominó en la lógica de los partidos tradicionales desde el regreso de la poliarquía en 1985 a la victoria del FA en el 2005, terminó por despolitizar desproporcionadamente a los cuadros y apoyos populares de los partidos tradicionales. La derecha se compró el cuento sobre el fin de las ideologías y otros clichés neoliberales por tiempo suficiente para vaciar de política sus estructuras. Hoy, economistas, administradores de empresas, y publicistas a la vanguardia del PN se miran las caras azorados preguntándose cómo puede ser que su neoliberalismo positivo no llene las calles y las urnas.

Más y mejores cuadros intelectuales en la oposición le harían bien no sólo a la derecha, sino también a la polis toda.

Pero quizás lo más preocupante para la derecha, no la electoralista sino la política, es que de haber un foco contra-hegemónico, es de la izquierda de donde está emergiendo. Y es que en realidad, como ya dijo Nicolás Duffau en la columna antes mencionada, es difícil sostener que haya una hegemonía frenteamplista. La del FA ha sido, siguiendo de nuevo a Gramsci, una “revolución pasiva,” donde la continuidad convive con el cambio. Y en el caso uruguayo, diría que mucho más pasiva que revolucionaria. ¿Cómo entender sino que el gobierno tenga que “discutir” si los terratenientes más ricos del país tienen que pagar o no un impuesto que todo el resto de la sociedad paga? ¿Cómo entender que la oposición sea más vazquista que la izquierda (o al revés)? Hoy parece claro que la revolución pasiva del FA ha llegado a un impasse. Sus engranajes se trancaron en la institucionalización de dos estados: uno a la derecha y uno a la izquierda. Queda por verse si un impulso contra-hegemónico de abajo y articulado con algunos sectores dentro del FA logra reactivar el cambio. Pero ese es tema para otra columna.


Foto: Sofía Rodríguez Gutierrez
"Cittá Sconfinata"
35mm
2012

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