Hace unas semanas
participé como comentarista en un seminario realizado por el departamento de
sociología en el que se presentó el estudio “Distribución espacial del delito y eficacia colectiva en
Montevideo, Uruguay” llevado a cabo por los investigadores Sebastián
Aguiar, Víctor Borrás, Clara Musto, Sofía Vales, y Ana Vigna. La investigación
supone un punto de partida importante para identificar diferencias en la
distribución del delito en Montevideo y entender mejor los procesos que
explican tales diferencias. Además de las entrevistas y observaciones
realizadas, un punto importante del trabajo es que hace uso de datos
geo-referenciados sobre denuncias de delito recopilados por el Ministerio del
Interior. Estos datos hasta hace poco no estaban disponibles, pero permitirán
de ahora en adelante un estudio más detallado del delito en clave geográfica.
Parte de mi trabajo
en criminología se ha centrado justamente en las teorías de comunidades y
crimen. Mi participación en el evento me hizo reflexionar sobre la relevancia (o
no) de estas perspectivas para entender los procesos que explican la
concentración de delitos en algunos barrios y poder pensar intervenciones desde
otra mirada. También esto implica pensar en las limitaciones de estas
perspectivas en general, y, en particular, a la hora de evaluar su
aplicabilidad en el contexto uruguayo. A algo de esto intentaré dedicarme en
esta nota.
En Estados Unidos, el
área de estudio de las comunidades y crimen es parte de la tradición de la
escuela de Chicago. Si bien hay varias variantes y muchos debates, el punto de
partida es la observación de que el crimen está distribuido desigualmente en la
ciudad. Esta distribución es parte de procesos de crecimiento de la ciudad (en
un principio industrialización y después desindustrialización) que genera condiciones
desiguales entre los barrios y concentra problemas sociales en los barrios más
vulnerables.
Un punto importante
es que la teoría no se limita a identificar que los barrios más pobres tienen
más crimen, sino que trata de entender cuáles son los procesos sociales que
median esta relación. Por ejemplo, en las zonas caracterizadas por
heterogeneidad étnica, bajo nivel educativo, y altos niveles de movilidad
residencial resulta más difícil generar lazos sociales fuertes entre los
vecinos e instituciones capaces de socializar y regular la conducta de los
habitantes del barrio (Shaw & McKay, 1942; Grasmik, 1999). Los sistemas de
control social formal e informal que se generan en el barrio resultan clave
para entender la capacidad de un barrio de protegerse del delito. En otras
versiones, también desarrolladas en Estados Unidos, las desventajas
estructurales están más ligadas a la pobreza y aislamiento social de algunos
barrios, caracterizados también por la concentración de población racializada
y/o inmigrante. En este caso, los procesos sociales identificados no tienen
tanto que ver con la densidad los lazos sociales entre vecinos sino con la
capacidad de acción colectiva y confianza social dentro del barrio (Sampson et
al., 1997).
Otras perspectivas se
centran más en cómo estos bloqueos estructurales erosionan la confianza de los
vecinos en las instituciones y en la ley, especialmente en la policía (Kirk
& Papachristos, 2011). Algunos estudios enfatizan los códigos de acción que
emergen a la hora de interpretar los problemas y pensar soluciones, que hace
que en ciertos barrios recurrir a la violencia sea una estrategia más común que
en otros (Anderson, 1999). Hay entonces varios debates en torno a qué es
específicamente lo que ayuda a las comunidades a protegerse del delito y si eso
se extiende también a cómo determinados barrios “producen” criminalidad o no.
¿Por qué importa
esto? Bueno, más allá del ejercicio teórico, uno de los aportes interesantes de
estas perspectivas es que centran la mirada en el barrio y ven así al barrio
como unidad de intervención de políticas públicas. Las políticas propuestas pasan
por fortalecer las instituciones barriales y escuelas, o invertir en mejorar
los espacios públicos y zonas de recreación para promover la integración social
en el barrio y fomentar la organización comunitaria. También se busca incluir a
las organizaciones barriales en la toma de decisiones locales y facilitar la
comunicación entre organizaciones del Estado, ONG’s, y los vecinos, para
generar capital social y mitigar el aislamiento social y político del barrio. Un
ejemplo exitoso de política en este sentido fue implementado en Medellín,
Colombia. En este caso se implementó un sistema de conexión de metro en
determinados barrios para mejorar su conectividad con el centro de la ciudad,
acompañado con inversión en infraestructura y servicios en esos barrios
(parques, veredas, alumbrado público, etc.). La evaluación realizada por Cerdá
et al. (2012) muestra no solo una reducción de las denuncias de delitos
violentos y homicidios (comparados con barrios similares en los que no se
realizó la intervención) sino que también identifica un incremento en los
niveles de eficacia colectiva y confianza en las instituciones por parte de los
vecinos en estos barrios.
Más allá de las
políticas concretas, es claro que esta mirada entiende el problema a un nivel
de análisis diferente (el barrio) y entonces se propone una serie de soluciones
diferentes sin necesariamente oponerse a muchas intervenciones realizadas a
nivel individual. Esto supone una ruptura con las tradiciones criminológicas
que entienden el delito desde la perspectiva individual. Estas perspectivas
buscan identificar factores de riesgo y déficits individuales como elementos
centrales de intervención, tales como programas educativos, laborales, o tratamientos
de rehabilitación o reingreso.
Al mismo tiempo, las
propuestas de intervención a nivel barrial salen de la órbita punitiva del castigo
y la disuasión, que muchas veces se presentan como las únicas respuestas viables
al problema de la inseguridad y dominan el debate sobre el tema a nivel
político y de opinión pública. Es importante también distinguir las políticas
de fortalecimiento comunitario de las políticas centradas en incrementar la
eficacia de la gestión policial a través del patrullaje de “puntos calientes”
en donde se concentra el delito, que han sido clave en la promoción de la
georreferenciación de delitos. Si bien en ambos casos se parte de la idea de
que el crimen está concentrado en ciertas zonas, las perspectivas de comunidades
y crímenes plantean una serie de políticas que se basan más que nada en el
control social informal y, si bien dan marco al fortalecimiento de la policía
comunitaria, no se centran en el patrullaje policial como factor clave para
entender y, por lo tanto, actuar sobre el crimen.
En definitiva, parece
claro que pensar el crimen en clave barrio abre el rango de posibilidades de
política pública en el tema de inseguridad. Sin embargo, esto no significa que
estas perspectivas no sean problemáticas. Por ejemplo, una limitación general
de las perspectivas barriales es que, al tomar al barrio como unidad de
análisis e intervención, muchas veces terminan minimizando el rol de procesos
más generales en la construcción de la desigualdad y la segregación, que son
tomadas como dadas y no pensadas como objeto de intervención en sí mismo. Las
políticas activas que promovieron la segregación barrial en Estados Unidos, a
través de políticas de vivienda, discriminación en el acceso a préstamos, y
desinversión en barrios habitados por minorías, son claros ejemplos de que los
procesos de segregación no son un producto “natural” de la expansión urbana. Enfatizar
entonces en los problemas de los barrios sin tomar en cuenta el contexto
estructural que crea estos problemas corre entonces el riesgo de culpabilizar
al barrio y sus vecinos de sus propios problemas, sobreestimar su agencia, y
minimizar los bloqueos estructurales a los que se enfrentan, asumiendo que la
responsabilidad de protegerse del delito recae en ellos.
Otra gran
interrogante tiene que ver con la aplicabilidad de estos marcos conceptuales
desarrollados para entender la realidad de Estados Unidos al contexto
Latinoamericano. Si bien varios estudios internacionales indican que estas
teorías explican diferencias entre zonas en distintos países, los estudios en
América Latina son limitados y arrojan resultados dispares. Mi propio trabajo (Chouhy,
2016) parece mostrar que, contrario a lo que se espera desde la teoría, la
acción colectiva y la organización barrial suelen ser mayor en los barrios con
más desventajas estructurales, quizás por la mayor dependencia en las economías
informales o la necesidad histórica de acción colectiva para procurar recursos
básicos para el barrio, tales como la conexión eléctrica, o la regularización
de la tierra. Sin embargo, la confianza social parece sí disminuir a mayores
niveles de desventajas estructurales. A niveles similares de desventaja, la eficacia
colectiva parece también ser un factor clave en la disminución del delito. La
investigación de Aguiar y colegas (2023) también parece apuntar en ese sentido
e invita a indagar en profundidad de dónde surgen, en qué consisten, y dónde se
localizan los procesos barriales clave que facilitan la prevención del delito.
Por último, es
importante tener cautela respecto a cuáles son específicamente los mecanismos
de control social que se movilizan en pos de disminuir el delito, quién los
ejerce y hacia quién se ejercen. Existe la posibilidad de que el capital social
y la acción colectiva puedan movilizarse de forma excluyente y discriminatoria
y contribuyan a perpetuar la marginalización de personas pertenecientes a los
sectores más vulnerables de la población, reproduciendo inequidades dentro y entre
los barrios. En Estados Unidos, varios ejemplos de acciones de vecinos
orientadas a intervenir ante personas consideradas “peligrosas” muestran el
lado negativo de la acción colectiva en sociedades desiguales y atravesadas por
el racismo. Casos de acciones de vecinos ejerciendo justicia por mano propia son
también comunes en Latinoamérica, y presentan un problema a la hora de pensar intervenciones
que promuevan la acción colectiva.
En suma, entender la
concentración del crimen en Montevideo (y Uruguay en general) permite ampliar
el abanico de políticas públicas en materia de seguridad, trascendiendo las
intervenciones punitivas o el debate respecto a la efectividad policial. Centrar
al barrio como unidad de análisis e intervención es en ese sentido clave y deja
clara la necesidad de profundizar la investigación en el área de comunidades y
crimen. Esta agenda de investigación se nutre de un gran bagaje teórico y
empírico desarrollado principalmente en Estados Unidos, que puede aportar en
gran medida al entendimiento de la realidad uruguaya. Sin embargo, esto no
implica trasladar de forma acrítica marcos interpretativos creados para otro
contexto ni obviar los potenciales problemas conceptuales y prácticos que
presentan estas perspectivas.
Referencias
Aguiar, S., Musto, C., Borrás, V., Vigna, Ana & Vales, S. (2023). Distribución espacial del delito y
eficacia colectiva en Montevideo, Uruguay. Departamento de Sociología-Udelar.
Anderson, E. (1999). Code of the Street: Decency,
Violence, and the Moral Life of the Inner City. W.W. Norton.
Bursik,
R. J. (1999). The informal control of crime through neighborhood networks. Sociological
Focus, 32, 85–97.
Cerdá,
M., Morenoff, J. D., Hansen, B. B., Tessari Hicks, K. J., Duque, L. F.,
Restrepo, A., & Diez-Roux, A. V. (2012). Reducing violence by transforming
neighborhoods: A natural experiment in Medellín, Colombia. American Journal
of Epidemiology, 175, 1045–1053.
Chouhy,
C. (2016). Collective Efficacy and Community Crime Rates: A Cross-National Test
of Rival Models. Unpublished Doctoral Dissertation. University of
Cincinnati.
Kirk,
D. S., & Papachristos, A. V. (2011). Cultural mechanisms and the
persistence of neighborhood violence. American Journal of Sociology, 116,
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Sampson,
R. J., Raudenbush, S. W., & Earls, F. J. (1997). Neighborhoods and violent
crime: A multilevel study of collective efficacy. Science, 277,
918–924.
Shaw,
C., & McKay. (1942). Juvenile Delinquency and Urban Areas.
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