En Uruguay el problema de la violencia contra las mujeres es motivo de preocupación e indignación hace mucho tiempo. No es raro que ocurran eventos donde alguna mujer muere de forma horrible en manos de su pareja o ex pareja y a veces incluyendo la muerte de otros familiares menores de edad. Y esta semana no fue una excepción.
Desde hace ya tiempo todos los años el 25 de noviembre se festeja el día de la eliminación de la violencia contra la mujer. Difícil encontrar desacuerdos sobre lo deseable que es dicho objetivo o, en forma más realista, intentar al menos tender al mismo. Los desacuerdos pueden surgir acerca del diagnóstico, la explicación y las soluciones al problema. Y aquí es donde en Uruguay, al igual que en muchas partes del mundo, se complica el partido...Suele generarse una discusión estilo hinchadas de futbol entre quienes asumen, desde una postura más cercana a las perspectivas feministas, que es un problema de elevada magnitud asociado a una causa claramente identificada (‘el patriarcado’), y que está relativamente claro lo que hay que hacer, y quienes, con distinto nivel de rechazo y hasta virulencia, cuestionan que el problema sea especialmente relevante o prioritario, y mucho menos que su explicación se encuentre en dicho patriarcado y las soluciones asociadas.
La discusión suele empantanarse por muchas razones. Me interesa destacar dos. En primer lugar, en un nivel más básico y cognitivo, ambos grupos, más cercanos a posiciones feministas y los más lejanos o en contra, sufren lo que nos pasa a todos: están fuertemente afectados por sesgo de confirmación. Cuando buscan información o sopesan cuanto valor tiene, tienden a ser muy selectivos y sesgados, favoreciendo todo dato, señal o estudio que confirme sus creencias o hipótesis previas o que cuestione la explicación rival (Oswald, 2004). Alguien cercano a las posturas feministas va a estar particularmente atento a noticias, datos o estudios que confirmen que el problema de la violencia sufrida por las mujeres es claro, es grave, y no quedan dudas que el patriarcalismo es la clave para entenderlo y resolverlo. Y a la vez va a tender a ignorar o ver con ojos críticos noticias o estudios que por ejemplo muestren que el diagnostico de las diferencias de violencia sufrida por hombres y mujeres es menos serio, o que el machismo y la misoginia tal vez no son tan relevantes. Y obviamente, lo mismo le ocurrirá a los que se oponen al abordaje feminista.
En segundo lugar, la discusión se complica más por que el problema del diagnóstico de la violencia contra la mujer es bastante complejo y demanda bastante conocimiento técnico metodológico, teórico y práctico, y existe algo de evidencia que muestra que las personas nos comportamos en forma totalmente anti-socrática. Es decir, somos muy poco conscientes de cuan limitados son nuestros conocimientos, y tendemos a ser más tajantes y seguros cuando menos sabemos de un tema. Es el efecto Dunning – Kruger (Kruger & Dunning, 1999; Dunning, 2011).[1] Imagínense el grado de conocimiento metodológico, sustantivo y de la evidencia que es necesario tener para afirmar, por ejemplo, que el patriarcado es sin ninguna duda la principal razón por la cual las mujeres son agredidas y atacadas en Uruguay, o que el patriarcado es totalmente irrelevante y no nos ofrece pista alguna para entender el fenómeno. En el debate público en Uruguay es fácil notar que la seguridad y firmeza de los enunciados suele ser inversamente proporcional al grado de conocimiento que poseen en el tema, en un lado y en el otro. Creo que estas discusiones no ayudan mucho a enfrentar este serio problema que nos preocupa a todos.
En esta nota quiero explorar el problema de la violencia contra la mujer. Quiero aclarar dos cosas en ánimo de ser totalmente transparente. Primero, no me considero feminista. Tengo admiración por varios de los logros que ha tenido el movimiento feminista en las últimas décadas ayudando a mejorar muchas injusticas sufridas por las mujeres. No obstante, tengo algunos desacuerdos con el diagnostico, explicación y solución de los problemas del crimen y violencia que plantean las distintas miradas del feminismo en su versión académica. Segundo, no soy experto en este tema. Y lo subrayo. Lo he leído ocasionalmente, di alguna clase y trabajé esporádicamente en algunas consultorías vinculadas al tema. Hago criminología (y tampoco demasiado bien, seamos honestos…), pero no soy experto en violencia contra la mujer, violencia de género o temáticas afines. Es más, usé esta nota como oportunidad para profundizar y aprender sobre el tema. Just that.[2]
El objetivo es discutir algunos aspectos que guían el diagnostico, evaluación y enfrentamiento del problema que se hace desde ciertas posturas feministas o afines al feminismo, no solo en Uruguay sino en buena parte del mundo occidental. Es un poco simplificado, pero creo que es caritativo en tanto rescata lo esencial sin ser muy injusto o caricaturesco. Veo cuatro elementos centrales que quiero explorar con ustedes en las próximas páginas discutiendo en qué medida son o no plausibles.
1) El problema: lo podemos definir, identificar y medir con relativa claridad, o al menos no es tan complejo, que nos genere dudas su existencia
2) El diagnóstico: es claro y abrumadoramente muestra como las mujeres son sistemáticamente agredidas por los hombres y hay una clara asimetría entre ambos sexos
3) La explicación: del problema se centra exclusiva o fundamentalmente en la cultura, y más específicamente en los valores patriarcales de una sociedad machista gobernada y controlado por los hombres
4) La solución: programas de tratamiento y rehabilitación que apunten centralmente a afectar esos valores y creencias machistas[3]
1. Definir y medir del problema: todas las medidas son malas, pero hay algunas que son más útiles
Un primer problema es como definir y medir el problema de la violencia que sufren las mujeres. Ya de por sí el concepto violencia es un dolor de cabeza. Es tan difícil tener un término para violencia que sea suficientemente preciso, claro, consistente y que incluya todos los casos relevantes (Gerring, 2016) que existen tantas definiciones como expertos y organismos internacionales, y se pasan peleando entre si. Tomemos una de las definiciones más aceptadas y utilizadas, la de la World Health Organization: ‘El uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho, o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones’ (WHO, 2002). Definir violencia entonces no se limita a identificar acciones, sino que involucra una combinación compleja de acciones, intenciones y daños, que lamentablemente no siempre están alineadas (Walby et al., 2017). En principio, identificar esa supuesta intencionalidad en los comportamientos involucra un juicio sobre las motivaciones de las acciones, inclusive cuando no se completan o no logran generar el daño, lo cual como se imaginarán es bastante complicado de establecer (Eisner, 2009; Walby et al., 2017). Además, la idea de ‘poder’ vuelve aún más amplia la definición incluyendo actos mucho más vagos que pueden ser resultados de asimetrías de poder y que pueden involucrar amenazas, intimidación, y hasta descuidos o negligencia, lo cual complejiza aun más identificar los actos violentos (Eisner, 2009). Por si fuera poco, definir violencia involucra incorporar dos aspectos muy complejos de evaluar y estimar: a) los tipos de actos o comportamientos a ser considerados violentos, incluyendo actos públicos o privados, activos o reactivos; y b) las consecuencias de la violencia, con distintos niveles de severidad o intensidad, con el fin de incluir no solo los que generan daños físicos y visibles, sino también aquellos que por vías más indirectas generan daños emocionales, tanto inmediatos como latentes, que pueden manifestarse mucho tiempo después del comportamiento (Krug, et al., 2003; UNODC, 2014).
Estos problemas se arrastran cuando queremos medir la violencia sufrida por las mujeres. Hay una enorme discusión sobre cuál es el mejor concepto a emplear y en qué medida permite no solo incorporar las dimensiones más relevantes del problema de género (Walby et al., 2017) sino lograr medirlas efectivamente. El concepto ‘violencia contra la mujer’ recupera los aspectos mencionados anteriormente (y todos sus problemas asociados) de violencia general, pero busca centrarse en aquellas formas que están desproporcionadamente dirigidas hacia las mujeres solo por el hecho de ser mujeres y que tiene como resultado daños de todo tipo (físicos, sexuales, psicológicos, financieros, etc.) (Kilpatrick, 2004). Otros prefieren utilizar una definición más general y compleja (‘violencia de género’) que haga foco en que la violencia es ejercida contra alguien por su identidad de género (que puede ser mujer, pero también gays, lesbianas, transexuales, y otras variantes en los que un ser ‘ochentoso’ como yo ya se pierde) y hace explícito que se da en el contexto de relaciones desiguales de poder entre los géneros que incluyen aspectos super estructurales como normas o expectativas de lo que se espera que cumplamos (Walby et al, 2017). Pero claro, las dificultades para identificar y operacionalizar estos complejos aspectos dificultan enormemente su medición y diagnóstico. Fundamentalmente que se incurre en problemas de tautología o razonamiento circular cuando incluimos en la propia definición del fenómeno la explicación o causa que se asume como relevante (desprecio y misoginia y control de la víctima por su condición de genero asociada a estructura de poder patriarcales). Con el problema adicional de que se termina asumiendo implícitamente como explicación única del problema (prometo seguir con este tema en el punto 3) (Felson, 2014). De esta manera, aun cuando a muchos nos pueda parecer una hipótesis plausible y razonable, es muy difícil evaluarla empíricamente porque la propia definición del hecho ya incluye la explicación, ¡lo cual hace muy difícil contrastarla con otras explicaciones rivales! Algo parecido ocurre en la versión más extrema de este tipo de violencia y que ha dado lugar a cambios legales en Uruguay y en toda Hispanoamérica: los femicidios (para una excelente discusión sobre el término y sus problemas ver Rojido, 2022).
En parte por estas dificultades algunos investigadores y expertos prefieren utilizar otros conceptos más específicos y en alguna medida más neutros, cuya evaluación empírica ofrece menos dificultades. Por ejemplo, algunos investigadores prefieren centrarse en el ámbito donde ocurre el hecho y usan términos como violencia doméstica donde el perpetrador pertenece al entorno doméstico de la víctima pudiendo ser la pareja o ex pareja íntima, pero también amigos, conocidos de la familia, etc. (Walby et al, 2017). Otros en cambio prefieren algo más específico que separe la violencia familiar más difusa de la violencia de pareja. De esta manera se centran en la naturaleza de la relación y usan violencia de pareja (‘intimate partner violence’) focalizándose en el uso de actos coercitivos y de ejercicio de poder físicos, sexuales, psicológicos o financieros dirigidos hacia la pareja íntima (igualmente, definir qué significa exactamente intimo tampoco es sencillo) (Nicolaidis & Paranjape, 2009). Claro, la mayor especificidad y en cierta medida objetividad de definiciones centradas en la relación o el ámbito determina que se vuelvan menos relevantes la motivación y el objetivo de la violencia y eso deja descontentos a muchos, en especial a muchos autores feministas que creen el precio a pagar de estas definiciones neutras es enorme ya que se pierde justo lo más importante: el carácter político de las definiciones centradas en la perspectiva de género (Goldschied, 2015; Walby et al, 2017).
En definitiva, definir el problema está bien lejos de ser sencillo, y esto por supuesto tiene consecuencias a la hora de hacer un diagnóstico confiable y valido sobre la magnitud y gravedad del problema que nos permita no solo ver cómo evoluciona sino compararnos con otras sociedades. La mayoría de las veces tenemos medidas incompletas y hacemos lo que podemos para tener diagnósticos aproximados del problema. Ahora, parafraseando a Box, todas las medidas de violencia contra la mujer están mal, pero algunas son más útiles que otras. En todo caso, es importante tener esto en cuenta a la hora de ser muy tajantes respecto al diagnóstico. Ahora vamos a intentar ignorar o suspender temporalmente todos estos problemas y vamos a asumir dentro de lo posible que el problema está relativamente claro. ¿Que nos dicen la evidencia respecto a la violencia que sufren las mujeres a manos de los hombres?
2. Medir y diagnosticar: ¡los hombres son desagradablemente agresivos, en cambio las mujeres…también!
Stewart-Williams (2019) nos propone un juego mental[4]: Imagínate que hay una persona que vuelve de hacer la compra de noche y está por entrar en su casa y sufre un atraco violento donde la roban y la lastiman severamente. Si te pregunto por esa escena ¿estas imaginando un atracador hombre o mujer? ¿Hombre verdad? Tranquilo, no estás siendo sexista, simplemente estás siendo razonable en términos de probabilidades. Hay muchísimas más chances que el atracador sea hombre. Es que la mayoría de las personas que son violentas son hombres. No obstante, aclara el psicólogo evolutivo neozelandés, la mayoría de los hombres no son violentos…
En principio, parecería que efectivamente los hombres somos más violentos que las mujeres. No solo tendemos a meternos mucho más en peleas físicas, sino que solemos ser menos aversos al riesgo, asumimos más conductas de riesgo, consumimos más violencia virtual, fantaseamos mucho más con matar a otros, y no solo lastimamos y matamos más, sino que ejercemos la violencia contra nosotros mismos quitándonos la vida mucho más (Archer, 2004; Auvinen-Lintunen et al., 2015; Daly & Wilson, 1988; Nivette et al, 2019).
Sin embargo, las diferencias de violencia y agresividad[5] entre los sexos no son tan simples. Es verdad que, si vamos a las formas más radicales y salvajes, los hombres ganan por goleada. Por ejemplo, si miramos la violencia letal, los protagonistas son los hombres: de 133,500 personas llevadas al a justicia acusados por homicidio intencional en 49 países en 2016, 90% eran hombres, siendo las cifras de condenados casi idénticas (UNODC, 2019). Ahora, si consideramos formas de violencia con menores niveles de gravedad la brecha entre los sexos se empieza a hacer cada vez más pequeña y en algunos casos se iguala o incluso las mujeres pueden tener tasas más altas!
Los meta análisis conducidos por Archer muestran que el panorama es más balanceado y simétrico de lo que uno (al menos yo) esperaría. Un meta análisis basado en 48 estudios que mide los actos agresivos usados para resolver conflictos familiares mostraba que cuando se trataba de pegar, ahogar o estrangular era más probable que el perpetrador fuera hombre que mujer. No obstante, cuando se trataba de agresiones tipo cachetadas, patadas, mordidas, puñetazos, o golpes con objetos, era más probable que fueran las mujeres las perpetradoras! Además, cuando los estudios estaban basados en muestras de la comunidad o de estudiantes, los efectos iban más en dirección de las mujeres como perpetradoras (en contraste a las muestras clínicas de parejas con problemas) (Archer, 2002). Otro meta análisis pero centrado en auto reportes, observaciones y reportes de pares mostraba que las mayores diferencias entre hombres y mujeres se dan en términos de agresiones físicas, y en menor medida en agresiones verbales, pero que las mujeres tenían más protagonismo en términos de agresiones indirectas (Archer, 2004). En una revisión de estudios de la literatura Straus tomando más de 91 comparaciones empíricas va más allá y mostraba que contrariamente a lo imaginado hombres y mujeres en pareja tanto adolescentes como adultos tienden a tener niveles bastante similares de involucramiento en agresiones físicas y lesiones, e inclusive en términos de ‘terrorismo íntimo’ (Straus, 2011). Otra revisión de la última década que incluía 111 estudios (pero solo 72 incluían datos de ambos sexos) mostraba la prevalencia agrupada violencia física intima era levemente inferior para las mujeres que para los hombres (28.3% vs. 21.6% respectivamente) (Desmaris et al., 2012).
Parte de la explicación de porque estos estudios encuentran niveles similares de violencia entre ambos sexos puede deberse a que las razones que generan la agresión en la pareja, y en especial la física, son sufridos por ambos y que son en parte un fenómeno relacional, recíproco y bidireccional (Eisner, 2021). El fenómeno de solapamiento victima/victimario que se observa en muchas formas de delito y desviación en buena parte de la investigación criminológica (Berg & Mufford, 2017; Berg & Schreck, 2022) también parece observarse en este campo. Estudios de violencia de pareja tanto en adolescentes como adultos muestran que hay una fuerte asociación entre ser víctima y ser victimario y que una parte importante de los y las que se involucran en violencia física lo hacen en forma reciproca tanto sufriéndola como perpetrándola (Spencer et al., 2021; Tillyer & Wright, 2014; Viejo et al., 2016).
Por supuesto, existe fuerte controversia en relación a este tema. Por un lado, los investigadores que cuestionan la asimetría de la agresión de pareja defendida por posiciones cercanas al feminismo tienden a señalar que dichos diagnósticos son limitados por problemas metodológicos de estudios que suelen no incluir a ambos sexos, que rara vez preguntan por la victimización de los hombres o la perpetración de las mujeres, y por desconsideración y sesgo de publicación de evidencia existente (Archer, 2002; Straus, 2010; ver también 2009, 2011). Pero el diagnóstico sobre asimetría de la violencia de la pareja también es defendido usando argumentos metodológicos. En particular, hay cuestionamientos a cuán válidas y confiables son las estimaciones de estos estudios ya que utilizan instrumentos que sobrerrepresentan agresiones más leves y menores, incluyen ítems con redacción problemática (ej. incluyendo comportamientos lúdicos no claramente violentos), y excluyen información relevante vinculada a las motivaciones, los daños psicológicos y temores, y más genéricamente al contexto de la agresión y su dinámica (por ej. quién inicia agresión) (Allen, 2011; Dobash & Dobash, 2004; Hamberger and Guse, 2002; Saunders, 2002; Walby et al, 2017). Parte de la simetría en la violencia es, argumentan, producto de usar muestras de la comunidad o estudiantes donde se pierden muchas de las formas más severas de violencia que si aparecen en las muestras clínicas y donde predominan perpetradores hombres (Hamberger et al., 2016). Por otra parte, si bien es verdad que hombres y mujeres usan la violencia, y sus variantes severas también, estas últimas son cometidas más por los hombres, por ende, comparaciones que sólo se centran en prevalencia/frecuencia, y no ponderan por severidad son engañosas de la verdadera dinámica de la violencia de pareja (Hamberger & Larsen, 2015). Adicionalmente, también hay evidencia que hay diferencias entre los sexos en términos de roles y de los daños sufridos. Aun cuando ambos participen de la violencia, en promedio, los hombres suelen ser más frecuentemente los que inician las agresiones, y las mujeres tienden a experimentar costos y daños físicos y psicológicos más gravosos y duraderos que los hombres (Hamberger, 2005; Hamby & Turner, 2013).
En resumen, creo que es imposible no reconocer que hay diferencias y en especial para las formas más severas. No obstante, el panorama es menos claro para todas las variantes donde parece que los roles están más repartidos y eso incluye formas de violencia física y con niveles de severidad considerables! Y me parece que hay que ser más cuidadosos con el diagnóstico sobre todo habida cuenta lo sensible que es el resultado del diagnóstico al tipo de decisiones y características metodológicas de los estudios. Es más, si nos ponemos más quisquillosos, buena parte de los estudios que se utilizan para medir este problema son cross-sectional (Laskey et al., 2019) y eso nos impide ser tajantes en el diagnostico. ¿Porqué? El fenómeno de la violencia entre hombres y mujeres no solo es complejo de medir sino que también es muy cambiante con múltiples roles y efectos de corto, mediano y largo plazo. Si realmente queremos tener estimaciones más precisas para defender asimetría (¿o para cuestionarla?) deberíamos desarrollar más investigación longitudinal que permitiera entender la dinámica de las relaciones (Eisner, 2021) y que incluyan los distintos factores y mecanismos explicativos claves que conocemos en criminología…
Y esto nos lleva a preguntarnos, justamente por la explicación del fenómeno.
3. Explicación: malas noticias, la cultura no lo es todo…
A muy grandes rasgos, la explicación de la violencia contra la mujer basada en la perspectiva feminista señala que la causa principal es la estructura de valores y normas patriarcales de la sociedad donde hay unas asimetrías enormes de poder entre hombres y mujeres que legitima, justifica y ve como normal que los hombres controlen y dominen a las mujeres, y la violencia es sólo una forma más de ese ejercicio de poder y control masculinos (Dobash & Dobash, 1979; Dobash et al, 1992). ¿Cuál es el problema de esta explicación? En principio, parece razonable.
La primera cuestión a discutir es la vocación por promover la explicación patriarcal, no ya como la más importante, sino como groseramente única! En mi experiencia en criminología (y en resto de ciencias sociales) esto suele ser muy excepcional cuando no inexistente. Focalizar exclusivamente en sexismo y patriarcado involucra ignorar o minimizar todo el conocimiento acumulado que tenemos de criminología y ciencias sociales focalizadas en violencia y agresión, una suerte de ‘aislamiento o apartheid académico’ (Felson, 2010) auto impuesto por los y las académicas más cercanas al feminismo.
Dos puntos cuestionan este aislamiento y llaman a prestar atención al conocimiento acumulado. En primer lugar, la ‘versatilidad criminal’: la investigación empírica muestra que un porcentaje importante de los individuos que son violentos con las mujeres tienden a tener comportamientos de riesgo de distinto tipo (apostar, consumo problemático de drogas legales e ilegales, etc.) y a cometer otras formas de comportamientos antisociales, agresiones y delitos (Cafferky et al., 2018; Fagan & Wexler, 1987; Klevens et al., 2012; Piquero et al., 2006). Al mismo tiempo, los individuos que agreden mujeres suelen tener varias de las características y factores de riesgo psicosociales y neuropsicológicos, de personalidad, de crianza familiar y experiencias tempranas adversas, etc., que usamos para definir y predecir otras formas de violencia; y que en algunos casos las diferencias entre agresores de mujeres y otros tipos de agresores son más de grado o relevancia (Moffit et al., 2010; Piquero et al., 2013; Theobald et al., 2016). De hecho, las principales teorías criminológicas utilizadas para explicar otros crímenes y comportamientos violentos generales también han tenido bastante éxito explicando la violencia contra las mujeres y de pareja: teoría de la anomia (Eriksson & Mazzerolle, 2013); teoría del aprendizaje social (Powers et al., 2020); teoría del auto control (Kerley et al., 2007), teorías que apelan a diferencias en estructura y funcionamiento cerebral (Lee et al., 2009) o componentes genéticos heredados (Barnes et al., 2013), e incluso la teoría de la opción racional (Winstock, 2012) entre otras. Varios autores han convocado a que la explicación mono causal patriarcal no desconozca todo lo que hemos acumulado en psicología social y neuropsicología de la agresión, incluyendo teorías de influencia social, auto presentación, interacción social, así como enfoques de trauma y sus problemas neuro cognitivos y de desarrollo asociados (Bates & Graham-Kevan, 2020; Felson, 2010).
¿Entonces? Y bueno...la parsimonia indica que mínimamente deberíamos usar también estas explicaciones sobre las que ya tenemos bastante acumulación, o proponer argumentos muy poderosos justificar su descarte. Esto no significa que la explicación feminista carezca de valor o sea irrelevante, sino que debemos ponerla en pie de igualdad con otras explicaciones y someterla a evaluación para ver su valor relativo. Si creen en esta teoría (¿y por qué no?) entonces lo primero es resolver el problema ya señalado de tautología. Si creemos que los valores patriarcales, machistas y de odio a la mujer permiten explicar la violencia contra la mujer, y tanto, que a la hora de competir con otras teorías será la más importante, entonces es prioritario disponer de una medida de violencia más neutra que no incluya dichos valores sino la evaluación empírica y comparación con otras explicaciones se vuelve difícil por no decir imposible.
Algunos estudios que sistematizan información sobre múltiples factores de riesgo asociado a algunas formas no tautológicas de violencia contra la mujer (notablemente violencia contra la pareja intima) muestran que la evidencia de que los valores patriarcales se asocian a la violencia es en general débil, y de menor importancia en relación a otros factores neuro psicológicos y cognitivos, familiares, de relacionamiento e influencia social, y del contexto barrial/comunitario (Sith et al., 2004; ver también Capaldi et al, 2012; pero ver Clare et al., 2021 donde se defiende su mayor relevancia en una revisión reciente pero que ojo no es sistemática!). De vuelta, con esto no estoy queriendo decir que los valores patriarcales o machistas sean irrelevantes. Pero si tenemos que preguntarnos sinceramente cuán relevantes son en relación a otros aspectos o factores de riesgo que conocemos desde hace mucho tiempo en criminología y piscología de la agresión. Y no solo su valor relativo sino su relevancia asociada a su carácter necesario o suficiente.
Por un lado, ¿cuán necesarios son estos valores patriarcales para que tenga lugar la violencia? Vista la evidencia es posible pensar que muchas agresiones a mujeres no requieren necesariamente que el individuo exprese esos valores machistas o patriarcales sino a que sea explicable por otros aspectos como el bajo auto control, problemas de salud mental, rasgos de psicopatía, consumo problemáticamente drogas legales o ilegales, sufra tensiones y estrés, haya aprendido que la violencia es un vehículo efectivo para resolver sus problemas, entre muchos otros. Como señalaba hace tiempo en una nota Sanjurjo, negar esto es creer que los hombres que creen en las posturas feministas y en la igualdad de derechos de genero son invulnerables a poder agredir a las mujeres (Sanjurjo, 2019).
Hay quienes argumentan que la débil la presencia de rastros de misoginia o valores patriarcales en la conciencia de la muchos perpetradores no es una forma adecuada de cuestionar la teoría feminista. Los valores y normas patriarcales son un rasgo estructural de las sociedades, por ende, 1) pretender encontrarlos en las cabezas de los agresores involucra confundir la unidad de análisis y cometer falacia ecológica, es decir, esperar que unidades de menor nivel (individuos) tengan los rasgos que posee el conjunto (sociedad); 2) lo que hay que hacer es análisis macro o estructurales donde mostremos como sociedades que exhiben peores indicadores agregados de desigualdad de género tienden a mostrar peores tasas de violencia contra la mujer (ver Rojido, 2022).[6] Sin embargo, ¿cómo funciona la explicación donde esas diferencias de género y esos valores y roles legitimados son claves, sino es a través las mentes, acciones y e interacciones de los hombres que controlan y ejercen la violencia sobre mujeres? Si no hay ningún rastro de esos valores y normas en los hombres agresores, ¿estas fuerzas operan a espaldas de los agentes? ¿Como operan produciendo las conductas violentas? ¿Como sabemos que operan? ¿Como demostramos empíricamente que son los valores y expectativas de rol patriarcales los que están generando la violencia? De hecho, algunos autores justamente señalan ‘la falacia ecológica del patriarcado y la violencia contra las parejas’ y denuncian que se está cometiendo en una parte significativa de la literatura feminista ya que infiere comportamientos individuales de violencia contra las mujeres a partir de datos y categorías agregados y de nivel estructural (Dutton, 1994; Koller, 2013; para el argumento más general sobre individualismo metodológico ver Elster, 2015).
Por otro lado, estos valores patriarcales, ¿cuán relevantes son en términos de suficiencia? De alguna manera, todos los hombres estamos expuestos o afectados por esa sociedad patriarcal, ¿Cómo es que solo algunos incurren en violencia contra la mujer, y unos menos incurren en las formas más severas? Si los valores patriarcales fueran la explicación privilegiada, o peor única, la mayoría de los hombres deberíamos ejercer la violencia en varias formas, inclusive las más severas porque estamos todos expuestos a esa socialización/aprendizaje. Sin embargo, lo que muestra la evidencia es que lo que diferencia a estos hombres que agreden mujeres del resto que no lo hacen, son los factores de riesgo y mecanismos explicativos que hace tiempo venimos estudiando en criminología anteriormente referidos. Esto significa que los valores patriarcales en todo caso son una condición no suficiente y en el mejor de los casos débilmente necesaria para que ocurra la violencia contra la mujer. Mahoney (2004) argumentaba por ejemplo que el oxígeno es una condición necesaria para que ocurriera una guerra o una revolución. Pero claro, es trivialmente necesaria. No digo que los valores patriarcales sean trivialmente necesarios como lo es el oxígeno a la guerra, pero sí que puede ser que tengan bastante menos relevancia para explicar el problema de violencia, y sobre todo para intentar resolverlo.
4. Si, la cultura no es todo: ¿Quiénes son responsables del 92% de los chimpicidios?
Adicionalmente el modelo de explicación patriarcal que tiene su corazón en la cultura, la transmisión de valores machistas, y su rol legitimador y socializador enfrenta algunas preguntas interesantes a para pensar e intentar responder. En ese sentido, quiero traer de vuelta a nuestro amigo Steve Stewart-Williams (2019; 2020) y su discusión sobre en qué medida es creíble que los hombres son más violentos que las mujeres porque han aprendido y son reforzados y premiados socialmente por ello, y que esto es algo que los hombres arrastramos inercialmente hasta la adultez. Señala varios problemas que, si bien no los aplica específicamente a violencia contra la mujer, nos vienen bien para ver cuan plausible es aferrarse al patriarcado como explicación única.
Primer dardo de Steve: si esta violencia predominante en los hombres es algo propio del occidental patriarcal, ¿por qué las diferencias de agresividad entre los sexos aparecen en todos los grupos humanos y sociedades a lo largo de la historia, e inclusive en especies no humanas? Los hombres son responsables de casi el 80% de los homicidios, pero no menos cierto es que los chimpancés machos son responsables del 92% de los ‘chimpicidios’! Si es cierto que la explicación cultural patriarcal es la clave, ¿cómo pueden darse mágicamente estas diferencias de agresividad por sexo en especies entre las que sabemos no hay transmisión cultural de roles machistas? Por otra parte, si las diferencias de violencia se debieran a los roles de género aprendidos culturalmente, lo esperable seria que las diferencias de agresividad entre hombres y mujeres fueran mayores en sociedades con culturas más patriarcales con roles de genero más estrictos y mayor desigualdad de género ¿verdad? Sin embargo, parece pasar lo contrario. Steve cita un reciente estudio de la genia de Amy Nivette y colegas de Cambridge (Nivette et al., 2018) que incluye datos de más de 63 países de ingresos medios y bajos que incluyen casi 250,000 adolescentes y muestra que, curiosamente, las diferencias de agresividad entre varones y mujeres ¡son mayores en sociedades con mayor equidad de género! El efecto de la cultura va en el sentido contrario al postulado por la explicación feminista!
Otro problema de esta explicación, según el psicólogo neozelandés, es que muchas de las fuerzas socio culturales invocadas ¡tienen la mala costumbre de verse falsadas empíricamente! Por ejemplo, la idea de que la sociedad culturalmente estimula a los hombres a ser más violentos. Si uno mira la evidencia empírica, según Stewart-Williams, gastamos muchísimo más energía en desalentar la violencia en los niños varones que en las mujeres, los castigamos más frecuentemente y más severamente en relación a las niñas, y esto se traslada a la adultez donde los varones adultos suelen ser más severamente castigados por el sistema de justicia criminal que las mujeres por los mismos crímenes controlando por otras características relevantes. ‘Los hombres parecen ser más agresivos a pesar de la cultura, no gracias a ella!’ (2020:108). Apelar a las fuerzas culturales para explicar la violencia (contra la mujer en este caso) tiene la siguiente dificultad adicional: si la brecha de violencia fuera exclusivamente por la cultura entonces deberíamos observar una brecha de agresividad entre sexos pequeña cuando somos niños y debería crecer continuamente ya que estaríamos más tiempo afectados y controlados por las fuerzas culturales patriarcales de la sociedad. Sin embargo, carambolas, ¡la realidad se empeña nuevamente en ser diferente! La diferencia de agresividad entre los sexos aparece desde muy tierna edad, pero se mantiene y no cambia hasta la pubertad, donde verdaderamente estalla, y luego de la temprana adultez la agresividad masculina empieza a declinar y continua con esa tendencia el resto de su vida. Ahora bien, ¿cómo hacemos para explicar este singular ciclo apelando a fuerzas culturales? ¿Porque son particularmente tan efectivas en la adolescencia y sobre todo porque luego perderían tanto su fuerza e influencia? Es forzado y bastante difícil encontrarle el sentido. Sobre todo, porque hay soluciones más sencillas y parsimoniosas: el ciclo de violencia de la edad coincide casi perfecto con el ciclo de la testosterona, que por otra parte es lo que también observamos en los machos de otras especies animales que también tienen a disminuir su agresividad con el tiempo…
De vuelta, no quiero dar a entender que la explicación de la violencia contra la mujer apelando al patriarcado tenga un valor nulo y deba ser descartada. Lo que sí creo es que la literatura y la evidencia empírica muestran que es muy problemático aferrarse a dicha explicación como única, y que llaman a ser más humildes y cautos en cuanto a su status o valor relativo en relación a otras explicaciones sociales y en particular neuropsicológicas y biológicas.
5. Y los programas que se basan en las explicaciones patriarcales, ¿cuán efectivos son?
Un aspecto final que me pareció interesante considerar es la eficacia que posee el programa de tratamiento que por excelencia que se basa en la teoría centrada en el patriarcado: El ‘Duluth Domestic Abuse Intervention Project’. Este programa se utiliza para tratar a hombres que han agredido a parejas y fue desarrollado inicialmente en Estados Unidos en 1981 por activistas del movimiento de mujeres maltratadas. Básicamente el programa asume que la violencia que ocurre en la pareja y más generalmente en el ámbito doméstico está causada por la ideología patriarcal masculina en la cual los hombres son socializados para dominar a las mujeres, y la clave del cambio es que los hombres entiendan su necesidad de poder y control sobre las mujeres (Pence & Paymar, 1993).
Hay tres aspectos centrales del programa que quiero destacar: 1) asume que el poder y el control son algo exclusivamente masculino, y la agresión femenina es minimizada o asumida simplemente como una respuesta defensiva a la agresión masculina; 2) el foco a resolver y tratar es la socialización patriarcal de los hombres para controlar y subordinar a las mujeres, y por ende no se incluyen otros factores relevantes asociados al abuso vistos en secciones anteriores ni se distinguen variantes y categorías de tipos de agresores; 3) evita referirse a la ‘terapia’ porque ello involucra asumir que hay algo específicamente malo o desviado en los agresores tratados, cuando en realidad lo que están haciendo ellos es normal, es decir, están simplemente siguiendo el libreto cultural machista legitimado socialmente (Dutton & Corvo, 2006; Graham-Kevan & Bates, 2020; ver también Cavanaugh and Gelles, 2005).
Hoy en día este programa es enormemente influyente y está muy extendido en Norteamérica, Inglaterra y Europa. No obstante, los resultados del programa en cuanto a su eficacia no son muy esperanzadores. Una revisión reciente de varias de las evaluaciones más relevantes y de un meta análisis muestran que en general los efectos son bastante chicos, y muchas veces desaparecen o hasta en algún caso son contraproducentes (es decir aumenta reincidencia en los participantes del programa en relación a agresores que no lo realizaron) cuando se usan fuentes de datos no oficiales (por ej. cuando se triangulan fuentes oficiales con los reportes de las victimas), cuando se toma en cuenta los que abandonan el programa, o cuando se considera el nivel de sofisticación metodológica de la evaluación de impacto (Graham–Kevan & Bates, 2020; ver también Feder & Wilson, 2005; Stover et al., 2009). Las variantes hibridas donde se busca combinar el modelo Duluth con terapias cognitivo-conductuales que han demostrado éxito en tratamiento y prevención de reincidencia dentro de la agenda ‘what works’ muestran resultados igualmente desalentadores (Graham–Kevan & Bates, 2020). En parte producto de la falta de resultados y en parte porque estos programas parten de supuestos problemáticos y simplistas sobre la naturaleza del problema que no solo no reconocen adecuadamente múltiples factores de riesgo relevantes, así como el carácter bidireccional de la violencia y su solapamiento con otras formas de violencia, muchos expertos han promovido prevención de esta problemática apostando a otros enfoques más en línea con enfoques clínicos del cambio de comportamientos agresivos asociados al enfoque del trauma, modelos generales de agresión y las terapias cognitivo conductuales que muestran evidencia promisoria de reducción de reincidencia (Cotti et al, 2020; Eckhardt et al., 2013; Day et al., 2009; Graham–Kevan & Bates, 2020; Murphy & Eckhardt, 2005; Wong & Bouchard, 2021).
Por supuesto que la débil evidencia a favor del modelo Duluth no constituye una estocada de muerte a la explicación de la violencia contra las mujeres centrada en el patriarcado. Es bueno recordar que la escasa evidencia, los efectos chicos, o incluso poco robustos es un problema que afecta a muchos programas de prevención del delito y la violencia en general (Weisburd et al., 2017). No obstante, mirado en su conjunto con los otros argumentos señalados en secciones anteriores, si creo que constituye un llamado más de atención a ser más cautos en relación a cuán útil y rendidor es el entender, diagnosticar, explicar y solucionar el problema de la violencia contra la mujer desde un enfoque feminista centrado en el patriarcado.
Conclusión: la prioridad es encontrar la solución más efectiva ¿verdad?
¿Y entonces? Luego de este apurado y loco recorrido donde aprendí muchísimo y desafié varios de mis prejuicios y expectativas, mis conclusiones son las siguientes. Creo que la conceptualización, medición, diagnóstico y explicación del problema no sólo son algo bastante complejo (gracias nico, te mataste con la conclusión...) sino que generan varias interesantes preguntas, objeciones y sobre todo desafíos para el abordaje de este problema desde la perspectiva feminista.
Mi impresión es que no se puede negar la relevancia y seriedad del problema de la violencia contra la mujer, así como que la perspectiva feminista ha generado un aporte relevante a nivel conceptual, metodológico, explicativo y de prevención del problema. Sin embargo, hay varios problemas o grietas en especial si la postura es defender la peor versión del enfoque feminista que involucra defender a capa y espada: i) definiciones que bordeen la tautología y no admitan una competencia y evaluación empírica con distintas interpretaciones del fenómeno; ii) una mirada unidireccional, asimétrica y estática de la violencia centrada exclusivamente en los hombres; iii) no ya el monopolio de la explicación patriarcal sino su privilegio frente a otras explicaciones alternativas sin adecuado respaldo empírico; iv) y soluciones o medidas que focalizan un aspecto que no parece generar resultados muy esperanzadores a la vez que ignora buena parte de los factores de riesgo asociados a la reincidencia más promisorios. Si el problema está mal definido, mal medido, y peor explicado, difícilmente podremos llegar a una buena solución.
Por supuesto hay siempre mejores versiones de la perspectiva feminista que pueden retomar estos desafíos de medición, explicación y de evaluación para reformularse exitosamente viendo qué tipo de compromisos están dispuestos a realizar y cuanto se pretenden ceder a cambio de pensar creativamente soluciones eficaces para este problema. Aun cuando dichas reformulaciones obliguen a ser flexibles y en una de esas, tal vez, poner en duda algunos postulados teóricos de la perspectiva feminista que la maldita realidad se empeña en falsear empíricamente. Porque al final de día, uno quiere creer que lo más importante para cualquiera que se declare genuinamente preocupado por la violencia que sufren las mujeres (y mucho más si esa persona se considera feminista) no es defender con el cuchillo en los dientes una perspectiva teórica sobre las desigualdades del mundo sino dar en la tecla con la solución que salve más vidas de mujeres inocentes, aun si dicha solución involucrara que el patriarcado o los valores machistas pasen a tener un rol teórico y explicativo más secundario. Si. ¿No?
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[1] El estudio cuenta con evidencia inicial promisoria pero no ha sido super replicado, y es posible que haya moderación de su efecto por la cultura, por ejemplo, en Japón (Heine et al., 2001).
[2] Tercera aclaración: Como verán durante todo el articulo discuto en términos bastante anticuados que refieren a hombres y mujeres y no se hacen cargo de toda la discusión de las últimas décadas en relación a homosexuales, lesbianas, transexuales, transgénero y múltiples categorías que se me pierden y que representan ‘la otredad’. Lo hago por una cuestión de parsimonia y de reducción de complejidad, no porque crea que no resulte relevante o prioritario. Creo que ya bastante difícil es discutir en términos de lo que ocurre a las mujeres en sentido más tradicional como para intentar agregar todas estas variantes. Queda para una futura nota.
[3] Es verdad que esta no es la única solución, pero es una que apunta al corazón de la explicación criminológica feminista.
Dejo de lado otras soluciones más estructurales de largo plazo, y en especial me desentiendo de los cambios legales asociados al femicidio. No solo demandarían un artículo en sí mismo, sino porque aparte me parecen la peor versión del enfoque feminista (con la que honestamente no me interesa discutir) que apela a un punitivismo con escasa evidencia e inconsistente con su postura en otras áreas de la política criminal.
[4] El crimen utilizado como ejemplo está ligeramente modificado del propuesto por el autor pero no cambia el punto.
[5] Uso agresividad y violencia como términos intercambiables en varias partes. Técnicamente no es correcto (ver Eisner & Malti, 2015) pero creo que no cambia sustantivamente el argumento.
[6] Rojido está discutiendo específicamente el problema del femicidio. De paso, léanse esa tesis de doctorado que es de lo mejor en la temática que me he cruzado en América Latina (aclaración de conflicto de interés: soy colega y amigo de Emiliano Rojido hace muchos años). Y ya en ánimo de recomendaciones otro trabajo muy bueno es la tesis de maestría de Victoria Gambetta centrado en femicidio intimo en Uruguay (también colega y amiga).
Tomado de Razones y Personas. Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución 3.0 No portada.