Nota de Guzmán Castro
En estos días se celebra el primer año de la ley que regula el mercado de cannabis en Uruguay. El proceso que tuvo su clímax con la aprobación de la ley No. 19.172 se ha caracterizado por una hiper-visibilización global -sorprendente aún en la era del Uruguay celebridad de Mujica. Es que a medida que el fracaso de la “guerra contra las drogas” (GCD de ahora en más) se instala como un sentido común, el novel régimen canábico uruguayo oficia de vanguardia en una posible (aunque no segura) ola de transformaciones en la vida socio-política de las drogas.
El caso uruguayo es,
al mismo tiempo, producto y parte constitutiva de una crisis global
en el campo de las drogas. Una crisis gestada en la acumulación de
contradicciones, oscuras y evidentes, de la GCD y encarnada de la
forma más macabra en los cuerpos de 43 estudiantes mexicanos
arrastrados al infierno de la violencia narco-estatal.
Lamentablemente, las vidas de los 43 de Ayotzinapa, invaluables e
irrecuperables, son sólo la punta
del iceberg. La GCD no ha cumplido, ni de cerca, con los
objetivos que le dieron su razón de ser. La producción, el tráfico,
el consumo y la violencia relacionada a las drogas ha aumentado
ininterrumpidamente en las últimas cuatro décadas. Por otro lado,
los dispositivos médico-policiales de GCD sí han sido efectivos en
la represión, exclusión, y estigmatización de “indeseables”
sociales para el orden imperante -cortados por clase, edad, etnia,
color y género.
Cuando la
desestabilización de la GCD gana terreno de la mano de alternativas
políticas antes impensables (entre ellas la uruguaya) y el paroxismo
de violencia que sufren países como México y Guatemala (pero que no
es ajeno al resto de la región), debemos preguntarnos cómo
aprovechar una crisis donde, a decir de Gramsci, lo viejo no acaba de
morir y lo nuevo no acaba de nacer. Mejores mapas conceptuales pueden
ayudar en esta tarea.
La GCD en tres niveles
La GCD es una red de
estrategias y tecnologías destinadas al control de la producción,
el comercio y el consumo de (algunas) drogas. Esta “guerra,” de
génesis borroso pero generalmente trazado a la explosión de
dispositivos punitivos a comienzos de la década de 1970, opera en
tres niveles: de políticas públicas, programático y filosófico.
En un primer nivel están
las políticas públicas específicas puestas en marcha para “atacar”
el “problema” de la droga. La serie de disposiciones legislativas
que en casi todo el continente penan la tenencia y el consumo de
drogas ilegales a través del sistema carcelario o la internación
médica son un ejemplo.
Es a nivel programático,
sin embargo, donde se estructura el “problema de las drogas” que
las políticas públicas tratan de resolver. Ningún problema social
es naturalmente un problema. Basta recordar que en las
primeras décadas del siglo XX la cocaína era producida legalmente
por la farmacéutica alemana Merck (de ahí la “merca”) que
importaba esas amarillentas tortas de pasta básica de cocaína del
Perú, para luego vender el producto -en ese entonces médico- en
farmacias. O que, hasta los primeros años del siglo XX, Gran Bretaña
financiaba gran parte de su imperio en el sudeste asiático con las
ganancias del monopolio de opio. ¿Son las drogas un problema
económico, científico, policial, médico, o moral? ¿Quién tiene
la legitimidad para actuar sobre este problema y bajo qué métodos,
objetivos, normas, y reglas de juego? ¿En quién deberían
materializarse estas intervenciones? El entramado de preguntas y
respuestas que conforman el problema de la droga y legitiman las
políticas públicas se define a nivel programático.
Debajo de los dos primeros
niveles están las “filosofías públicas,” profundamente
institucionalizadas y muchas veces invisibles. Es aquí donde la
arbitrariedad histórica y contingente de todo orden social se
naturaliza.i
El tercer nivel suele ser fuertemente normativo, asentado en
dicotomías como bueno/malo, moral/inmoral, social/anti-social. Estas
cosmovisiones (worldviews o Weltanschauung)
legitiman los dos primeros niveles y son mucho más estables -aunque
en momentos de crisis pueden resquebrajarse.
Volvamos al caso uruguayo.
En lo que respecta al cannabis, Uruguay ha sufrido radicales cambios
a nivel de políticas públicas y transformaciones más modestas a
nivel programático (por ejemplo, el avance de paradigmas de
reducción de daños y un desplazamiento del aparato punitivo fuera
del consumidor y hacia el comercio ilícito). Aunque el tercer nivel
es el más difícil de evaluar en el corto plazo, parecería que
también hay cambios en marcha de la mano de una normalización del
consumo que parecía impensable hace apenas unos años. Ahora bien,
estos cambios se limitan al campo de la marihuana. El resto de las
drogas ilegales no parecen, por el momento, moverse en paralelo
(vuelvo a este problema más adelante).
Los “viajes” de la
GCD
Las drogas son commodities
globales por excelencia. Es lógico, entonces, que la historia de la
GCD, especialmente en América Latina, esté signada por flujos de
ideas y recursos, y por intervenciones y exportaciones
transnacionales -regidos en buena medida por los vaivenes de la
política exterior estadounidense. Pero las tecnologías de control
al centro de la GCD no fueron “transferidas” de forma cristalina.
Más bien han “viajado” de Norte a Sur. La diferencia reside en
que los objetos, tecnologías y políticas que “viajan” nunca se
mantienen intactos, sino que mutan en el proceso de montaje con un
contexto local determinado.
Sería un error entonces
hablar de una GCD (error en el que caen gran parte de los
estudios de la GCD en América Latina). En realidad existe una
diversidad de campos de regulación que emergieron de estos procesos
de montaje.
A principios de la década
de 1970, Uruguay se suma a una campaña anti-droga promovida por
Estados Unidos. El “lobby” estadounidense -en forma de comisiones
de narcóticos que visitaron el país, traspaso de “información”
a medios de comunicación, y presión directa sobre los más altos
escalafones gubernamentales- fue clave en la activación de un
“problema de la droga” que hasta 1972 no aparecía en la agenda
pública.ii
El gobierno de Juan María Bordaberry, buen discípulo de Guerra
Fría, cumplió con las demandas del Norte. En 1972 se crea una
comisión de toxicomanía en el país. Al año siguiente se forma la
Brigada de Narcóticos en el seno de la Dirección Nacional de
Inteligencia, y en octubre de 1974, en línea con el resto de la
legislación anti-drogas en la región, el Consejo de Estado aprueba
la ley No. 14.249.
Argentina vivió un
proceso parecido, aunque no igual. El “problema de la droga,”
como ha demostrado Valeria Manzano, se articuló como parte de la
amenaza subversiva. Drogas y Montoneros eran, en el discurso de las
fuerzas del orden conservador, parte de una misma amenaza social.
Mientras que en Uruguay la comisión encargada de redactar la ley de
“narcóticos” estuvo integrada en su mayoría por médicos (y la
Dra. Adela Reta), en Argentina esa labor fue delegada al Ministerio
de Bienestar Social, al mando del mismísimo padre de la Triple A,
José Lopez Rega. No es que en Uruguay no hayan habido intentos de
relacionar subversión y drogas. La prensa conservadora, grupos como
la JUP, y alguna que otra figura política lo intentaron sin éxito.
Quizás la diferencia más importante es temporal. Para 1973, año
clave en la llegada de la GCD a la región, la "subversión" en Uruguay estaba ya diezmada, mientras que en Argentina la lucha armada recién
empezaba a radicalizarse.
De estos diferentes
procesos fundacionales nacieron campos de regulación muy distintos.
Es paradigmático que, en plena dictadura, la ley 14.249
descriminalizó la tenencia de drogas para consumo personal -una
normativa excepcional a nivel mundial. Claro que en la práctica el
estado uruguayo se ha cansado de reprimir a los usuarios de drogas
haciendo un uso arbitrario de la legislación. Sin embargo, estas
diferencias fundacionales tuvieron consecuencias de largo plazo.
Mientras en Argentina todavía se pelea por descriminalizar el uso,
en Uruguay se pudo avanzar mucho más radicalmente gracias a este
precedente. Simplificando una historia compleja, las características
del campo de regulación de drogas en Uruguay permitieron una
resistencia a la GCD que hasta el momento no ha podido ser replicada
en el país vecino.
La historia del
presente de los campos de regulación importa hoy. La crisis
global de la GCD no va a generar efectos homogéneos. El futuro de la
regulación de drogas en la región va a ser el resultado del montaje
entre procesos transnacionales (una política exterior estadounidense
menos dogmática dados sus propios cambios domésticos, el
recrudecimiento de la narco-violencia, experimentos como el uruguayo,
entre otros) y contextos locales con trayectorias institucionales muy
distintas.
¿Hacia dónde vamos?
Concluyo con tres
reflexiones:
- La GCD puede cambiar o mantenerse estable en cualquiera de los tres niveles. Cambios a nivel de políticas públicas y programáticos son los más factibles. Sin embargo, la lucha de fondo tiene que apuntar a transformar las filosofías públicas en la base de la GCD. Mientras se mantengan, siempre va existir la posibilidad de acondicionar las tecnologías de la GCD para reprimir y estigmatizar a alguien más -como es el caso con el “pastabasero” en nuestro país y como parece estar pasando con la heroína en Estados Unidos.
- Los contextos locales importan, y mucho. Es entonces primordial estudiar la historia del presente de la variedad de campos de regulación: sus orígenes y evolución en los intersticios entre lo local y lo global (un camino que, muy recientemente, algunos en la línea de la “nueva historia” de la droga en América Latina han empezado a emprender).
- No hay un solo camino de resistencia a la GCD. Tampoco hay soluciones mágicas. Es difícil, sin embargo, pensar en alternativas que sean peores a lo que ya hemos tenido. El trabajo de resistencia debería ser pensado como un proyecto democrático y emancipatorio, de imaginación colectiva, donde aquellos sobre los que tradicionalmente ha caído el peso de la GCD -organizada por elites auto-nominadas con el monopolio sobre “el problema de la droga”- ganen una voz cada vez más legítima. En este sentido, el movimiento social detrás del nuevo régimen canábico en Uruguay tiene ya bastante para enseñar, aunque cada sociedad deberá imaginar y librar sus propias luchas.
iSimilar
a las “mentalidades” en Foucault, las “doxas” en Bourdieu, o
el “sentido común” en Gramsci.
iiLa
información que sustenta estos argumentos proviene de una
investigación en curso sobre los orígenes de la GCD en Uruguay.