Vista aérea del asentamiento Acosta y Lara, en Carrasco N. |
La relación entre
academia y política no es de las más fáciles. A los académicos nos gustaría que
nos tuvieran más en cuenta. A los políticos y hacedores de política que
escribiéramos más claro, de forma más contundente, y sobre temas más
relevantes. Hace unos meses hubo al respecto un debate interesante iniciado por
Nicholas Kristof, columnista del New York Times[2]. En su nota,
titulada “Profesores, los necesitamos!” Kristof sostiene que, más allá de
excepciones, hay cada vez menos
“intelectuales públicos” en las universidades americanas. Entre las
razones de este fenómeno menciona el fomento, desde los programas de doctorado,
de una cultura de la ininteligibilidad que mira con desdén tanto a la
audiciencia como el impacto. También hace referencia a la creciente presión de
las instituciones universitarias hacia las publicaciones en revistas arbitradas
(dirigidas a una audiencia puramente académica y generalmente pequeña dada la
especialización del lenguaje, las metodologías y las temáticas). Para muchos
profesores, tener impacto público implica distraerse de la “investigación de
verdad” ya que ese esfuerzo no tiene ningún valor a la hora de su ascenso en la
carrera académica. Este mismo diagnóstico ha llevado a diversos académicos
norteamericanos a generar discusiones en torno a la Sociología Pública, por
ejemplo[3].
En
nuestro medio este divorcio no es tan grande. Esto ocurre por diversas razones
que no voy a profundizar aquí pero que incluyen, entre otras, una no muy
halagüeña, que es un mercado pequeño de universidades y la imposibilidad (al
menos hasta hace poco) de vivir sólo de ser profesor universitario. También por
el compromiso político de muchos profesores o las relaciones personales con el
mundo político. Así, es común escuchar a profesores “tertuliar” en radio,
explicar diversos fenómenos en televisión o prensa, trabajar como consultores
diseñando, implementando o evaluando políticas públicas y hasta ocupar cargos
de poder político incluso de elección popular. En Uruguay, no es entonces tan
raro que el mundo político y el académico se acerquen.
Sin
embargo, esa cercanía no está excenta de problemas de comunicación. En el
pasaje de las ideas académicas a las ideas políticas es preciso simplificar
mensajes para llegar a audiencias más amplias, para hacer diagnósticos claros
y, algo que aterra a muchos académicos, para jugarse por soluciones efectivas.
En ese pasaje, muchas veces se pierden piezas interesantes del rompecabezas
complejo que suele ser la realidad. Esto, que es intrínseco a la traducción de
lo técnico o académico a lo político, muchas veces ocurre con una
intencionalidad clara: justificar académicamente una idea política
preestablecida. La ciencia actúa entonces como un mecanismo poderoso y
supuestamente neutral de justificación de una idea.
Esto
último, que aclaro no es raro y forma parte del hacer estratégico de lo político,
fue lo que sucedió en semanas pasadas con algunos de los resultados de mis
investigaciones sobre la historia de la ciudad informal en Montevideo. Se
tomaron frases de un artículo de mi autoría fuera de contexto para hacer
afirmaciones con valor político acusatorio. En diversos medios de prensa,
el asesor de campaña de Luis Lacalle Pou, el filósofo y profesor Pablo da
Silveira (colega a quien no conozco personalmente pero que siempre he admirado
por su productividad, inteligencia y capacidad de provocación) se apoyó en mi
investigación para afirmar que el Frente Amplio había sido el responsable del
aumento de los asentamientos irregulares en la ciudad de Montevideo. El editorial
del diario El Pais del 15 de marzo comienza citándome para hacer la misma
afirmación y decir que “la izquierda” ha mentido cuando dice “que la culpa de
este fenómeno se debió a la política liberal del gobierno de Luis Alberto
Lacalle”.
Como
académica interesada en los asuntos del país y primordialmente en temas de
desigualdad urbana que creo muy relevantes más allá de la academia, no deja de
agradarme que me lean, que las horas solitarias de trabajo de campo y escritura
tomen una vida más colectiva. Pero no en esa forma tan parcial. Como dice un
amigo, esa lectura me hace pasar del anonimato al desprestigio en un abrir y
cerrar de ojos. Pero, sobre todo, deja una impresión falsa o al menos muy
parcial sobre lo que sucedió. En esta nota quisiera aclarar mi argumento
respecto al rol de la política partidaria en la formación de asentamientos
irregulares pero, primordialmente, aprovechar, en este momento de campaña de
cara a las elecciones de fin de año, para poner sobre la mesa algunas ideas
sobre desigualdad urbana, con la esperanza de que el tema esté en la agenda del
próximo gobierno.
ASENTAMIENTOS
Y POLITICA
En la última década del siglo XX
la ciudad de Montevideo sufrió cambios drásticos. El número de barrios
informales creció como nunca en la historia de la ciudad. Solo en los quince
años que van entre 1985 y 1999 se formaron más de 200 asentamientos
irregulares, es decir más de la mitad de todos los asentamientos que hoy en día
albergan a un 10% de la población de la ciudad. Este crecimiento ocurrió,
sorprendentemente y a diferencia de otras ciudades, sin migraciones rurales ni
internacionales. Muchos de esos barrios, por otra parte, se formaron a partir
de invasiones organizadas, es decir, mediante un proceso en el que un grupo
identificó un terreno disponible, lo invadió, trazó calles y lotes, negoció con
las autoridades y se organizó para demandar servicios públicos. ¿Qué explica
este crecimiento acelerado y qué explica la modalidad de tomas organizadas?
La
respuesta no es fácil. Los fenómenos sociales son siempre multicausales. Pero
desde que siendo una estudiante de grado allá por 1998 me acerqué junto a mis
compañeras y a través del APEX-Cerro, a la realidad de estos asentamientos, me
dí cuenta de que allí había más que falta de vivienda o de trabajo estable y
digno. Que la historia no se entendía en su totalidad si solamente poníamos el énfasis en las grandes
necesidades que esta población tenía y que la habían llevado a dejar la ciudad
formal. La organización comunitaria y
la relación directa con organismos estatales y con políticos me llamaron la
atención. La permanente referencia a diversos personajes de la vida política
contradecían el discurso permanente de “nosotros somos apolíticos”, que escuchaba
de la boca de líderes y residentes ordinarios permanentemente. Más que
apolíticos, aparecían como hiper-políticos cuando contaban la historia de
creación del barrio y cómo habían conseguido los servicios para el barrio.
Lo
que encontré fue parecido a lo que Robert Gay señala en su trabajo sobre
favelas en Rio: “sin duda son víctimas, pero no inocentes. De hecho, existe
creciente evidencia de diversos contextos, de que los pobres urbanos han sido
activos, organizados y agresivos participantes en el proceso político y que las
organizaciones populares, en particular, han tendio un impacto significativo en
la relación entre los pobres urbanos y las elites políticas”[4]. Me enfoqué entonces en esa relación entre
barrios informales y política, que más allá de las causas estructurales
permitían ver la agencia, la minucia de las interacciones que habían generado
la ciudad informal.
El
aumento de los asentamientos en la ciudad está cierta y primariamente asociado
a la precarización del empleo ocurrida a partir de la aplicación de medidas de
liberalización económica, a la insuficiencia e ineficacia de las políticas de
vivienda y planificación urbana en general (problemas de funcionamiento del
mercado de terrenos urbanizables, liberalización del mercado de alquileres, excesivas garantías necesarias para alquilar, descoordinación
de acciones dirigidas a la regularización de asentamientos ya existentes). Sin
embargo, mi sospecha era que había algo más en esa historia.
Observé
esa relación entre informalidad urbana y política en el largo plazo. Siguiendo
la tradición de estudios de acción colectiva y movimientos sociales inaugurada
por Charles Tilly, Sydney Tarrow y Doug McAdam, me concentré en reconstruir el
ciclo de invasiones de tierras en la ciudad. A partir de una reconstrucción muy
artesanal, basada en archivos locales, datos secundarios existentes y
entrevistas con líderes de ocupaciones, políticos, trabajadores del estado en
lugares de relevancia, actas, etc., pude encontrar la fecha exacta o aproximada
del comienzo de la mayoría de barrios informales. Pude ver momentos de picos y
momentos de latencia en ese ciclo. Y pude también contrastar ese ciclo con
datos sobre pobreza, desempleo, salario real, mercado de alquileres y ciclos
electorales. En base a eso, y al estudio más en detalle de 25 barrios, concluyo
que a) es más probable que se formen barrios informales en tiempos de necesidad
socioeconómica, pero que b) la necesidad socioeconómica es condición necesaria
pero no suficiente para la formación de nuevos barrios (durante la crisis de
2002 no se formaron nuevos asentamientos en Montevideo sino que se densificaron
los existentes); variables político-electorales intervienen en esa relación.
Las ocupaciones organizadas ocurren en democracia, han sido más frecuentes en
años electorales y, particularmente, lo fueron en tiempos de gran disputa por
los votos de sectores populares de la ciudad, entre la salida de la dictadura y
el año 2000.
Por poner un ejemplo
lejano en el tiempo, el barrio Casabó es la primera ocupación organizada de la
ciudad. Surge tempranamente, aproximadamente en 1965, y fue una ocupación
planificada desde su origen, con vínculos estrechos con el Partido Colorado. A
pesar de no surgir en año electoral, el barrio logró el mayor reconocimiento
estatal en la historia de la ciudad informal en Uruguay, en agosto de
1971, justo antes de las elecciones de
noviembre de ese año. Se trata de una ley (14006) que aunque nunca se ha
cumplido en su totalidad, reconoce la propiedad de los vecinos ocupantes sobre
la tierra y promete que el estado va a proveer servicios.
Más recientemente,
hubo un pico de ocupaciones organizadas en los años 1989, año electoral, y
1990, año en el que Frente Amplio asume la Intendencia Municipal de Montevideo.
Y hubo otro pico, menor, en 1994 y 1995. Mi explicación es que el ascenso del
Frente Amplio en el electorado capitalino y la llegada al gobierno municipal
generó incentivos de todos los actores de la política para no reprimir y, en
algunos casos, facilitar la formación de nuevos asentamientos. Esto ocurrió en
un contexto en que los bienes clientelares del pasado como jubilaciones y
empleos ya no estaban tan disponibles en el marco del achicamiento del Estado,
y los bienes que estos barrios necesitaban (predios, información, servicios,
etc.) eran de los pocos que los partidos todavía podían repartir. Los líderes
de muchos de los barrios formados por esa época, principalmente los más
organizados, tenían contactos con dirigentes de varios partidos, en general con
varios a la vez. Esto es interesante porque durante esa época tenemos a todos
los partidos en posiciones de poder relevantes para el tema (por ejemplo, en
1990 y 1991 tenemos al Partido Nacional en el gobierno nacional, Partido
Colorado en el recientemente creado Ministerio de Vivienda y Frente Amplio en
la Intendencia).
La competencia por los
votos de los sectores populares de la ciudad fue encarnizada durante este
período de democratización y ascenso electoral de la izquierda, y los
asentamientos, como lugares de concentración espacial de la pobreza, se
convirtieron en escenarios de pelea electoral. Políticos de todos los partidos,
si bien en ningún caso programáticamente, intentaron acercarse a los líderes
populares. Por ejemplo, uno de los asentamientos de Colón comienza, según
cuentan los primeros residentes, en el año electoral 1989, a partir de una
candidata a edila por el Partido Nacional que sugiere que ese terreno privado
puede ocuparse. Pero más tarde reciben ayuda de ediles del Frente Amplio, del
Ministro de Vivienda Juan Chiruchi y también del Partido Colorado.
Para el Frente Amplio,
hasta entonces un partido principalmente de estratos medios, esto era una
novedad. Tuvo que acercarse a líderes locales tradicionalmente vinculados a
redes políticas de los partidos tradicionales, particularmente de las
fracciones más populistas del Partido Colorado. Sobre ello, un miembro del
Partido Socialista involucrado en la formación de varios asentamientos durante
la década de los 90s me decía:
– Bueno, pero eso tiene que ver con
otro debate que tuvimos en la interna de la izquierda, yo siempre partí de la
base que la militancia de izquierda es sectaria, y más cuando nací yo en los
70, no? Es decir, este, tú tenías que fumar La Paz
Suave, usar el pelo largo, tener botas, Montgomery, vaquero, este…. escuchar a
Los Olimareños, Viglietti y Numa Moraes. Los Beatles eran de la pequeña
burguesía. (…) [Pero] tu no podés ganar [gente] sobre la base de
“tomá acá están las Tesis de Abril, léetelas y después me decís”. (…) Ese fue
un gran trabajo. [¨Los líderes de barrios periféricos] eran de Derecha, pero de
Derecha, anticomunistas. Hoy son todos militantes de izquierda, es decir, a mi
eso me parece un logro espectacular, y fue producto de que nos embarramos con la
gente. ¿No? Es decir que no fuimos con
el librito, no, no, tuvimos la ocupación, defendimos, trabajamos, vimos y
aprendimos, aprendimos también, porque esa historia de que yo vengo y soy el
que las tengo todas, no.
Además de la
competencia electoral por los votos populares de todos los partidos hubo otros
dos mecanismos que facilitaron la creación de nuevos barrios en torno a 1990.
Por un lado, el FA en el gobierno municipal constituyó una oportunidad política
para grupos con necesidad de vivienda que veían en esta fuerza política un
gobierno amigo, un aliado influyente que los iba a ayudar, principalmente si estaban organizados. Y de
hecho los ayudó. La descentralización ofreció una apertura a nuevas demandas y
nuevos sectores. Y por primera vez en el poder, el FA tenía ahora algunos
bienes que podía distribuir y así lo hizo apoyando a muchos asentamientos. Los
partidos tradicionales continuaban teniéndolos desde otras áreas del estado
(OSE, el Ministerio de Transporte y Obras Públicas y el Ministerio de Vivienda
aparecen frecuentemente en las entrevistas). Por otro lado, un tercer mecanismo
que, en menor medida, fomentó ocupaciones en este período fue la promoción directa
de ocupaciones de tierra por parte de fracciones del FA por razones ideológicas,
si bien nuevamente, nunca quedó escrito en los programas (seguramente porque la
posición no era compartida por todos los miembros de las fracciones). Para
algunos políticos (ediles
fundamentalmente) de facciones como el PS o el MLN, las organizaciones de base
en los asentamientos eran parte de la transformación o insurrección necesaria
(dependiendo de la fracción). Los asentamientos, siempre que fueran
organizados, eran una buena forma de darle uso a tierra vacante, una especie
sui generis de reforma de la propiedad de la tierra, de redistribución hacia
los más necesitados.
Muy pronto todos los
actores se dieron cuenta de que lo que podía ser una solución habitacional para
familias necesitadas o una forma de conseguir votos, se convertiría en un
problema enorme para el futuro. Esto explica en parte por qué no hubo una ola
de ocupaciones durante la crisis de 2002, por qué no ha habido un nuevo pico y
por qué se desalojó con tanta contundencia y con intervención hasta del
presidente Mujica a una ocupación organizada en 2011. Además, siguiendo con mi
argumento anterior, la competencia por los votos populares ya no era tan
fuerte. El Frente Amplio los había ganado.
Si bien la ola de
invasiones no duró mucho, sus consecuencias han dejado una huella de
fragmentación urbana y social difícil de borrar. Es por ello que veo con muy
buenos ojos que el tema de los asentamientos esté en el tapete de la campaña de
algunos candidatos. Definitivamente es un debe en la agenda de la ciudad y del
país, más allá de los esfuerzos que ya se han hecho. Con una población total
que no crece, tenemos ventajas comparativas con otras ciudades de la región que
sí siguen creciendo para mejorar las condiciones de vida en los asentamientos y
para evitar que más gente viva en ellos. Más allá de si es posible en cinco, diez años o más años (tema de debate político
hace unos días), me alegra ver en la mesa de discusión planes como el de
Asentamiento Cero que propone Lacalle Pou. Me alegra porque plantea continuidad
con el manejo integral de la superación de la informalidad urbana que ya se
viene haciendo desde el PIAI. Porque plantea tanto la prevención (atención a
población vulnerable a irse a vivir a un asentamiento para retenerla en la
ciudad formal) como la intervención multidimensional en el territorio, con
infraestructura pero también pensando en la inclusión económica y social.
Si bien es muy
importante que este tema esté sobre la mesa quisiera ampliarlo. Aún si fuera
fácil terminar con los asentamientos rápidamente, no resolvemos sino una
pequeñísima parte de los problemas de la ciudad. La mayor parte de los pobres
urbanos no viven en asentamientos. De hecho solo una pequeña parte lo hace. Los
asentamientos están rodeados de zonas igualmente pobres que no son consideradas
asentamientos porque quienes las habitan tienen títulos de propiedad o alquilan
a alguien que los tiene. Para esas zonas, es difícil obtener préstamos de
organismos internacionales como el que tiene el PIAI. Se trata de una pobreza
más invisible pero muy parecida a la de los asentamientos. Me parece importante
incluir estas zonas en la discusión.
Por otra parte, aún si
pudiéramos acabar con la pobreza en la ciudad, no necesariamente acabaríamos
con la desigualdad y su expresión territorial, la segregación. La ciudad modelo
de las intervenciones urbanas en zonas deprimidas, de la que tenemos mucho que
aprender, Medellín, conocida por la aplicación del “urbanismo social”, es la
más desigual de uno de los países más desiguales del continente más desigual
del mundo, Colombia. Si bien es muy importante trabajar en intervenciones
urbanas, ellas pueden terminar incluyendo en la desigualdad. Claramente es
mejor que la exclusión total. Pero la desigualdad y la segregación son
problemas que pueden atacarse también desde las intervenciones urbanas (por
ejemplo, prestando atención a dónde se construye vivienda social, generando
incentivos para barrios que integren a partir de la construcción y el alquiler,
etc.) y, fundamentalmente desde otras áreas sumamente importantes como la
educación. En Montevideo la segregación educativa se superpone a la segregación
residencial. Los resultados educativos varían más según el barrio que según si
se asiste a una escuela pública o privada. Si dónde vivís y dónde te educás no
deja de determinar tu destino como lo hace hoy, será difícil generar cambios sustantivos
en la integración de la ciudad.
[2] Kristof, Nicolas. (2014, 15 de febrero). Professors, We need you! Sunday Review, New York Times. Ver también
alguna de las respuestas, por ejemplo:
Voeten, Erik. (2014, 15 de
febrero). Dear
Nicholas Kristof: We are right here! The Monkey Cage (blog), The
Washington Post.
[3] Ver por ejemplo: Burawoy, M. (January 01, 2005). For Public Sociology. American
Sociological Review, 70, 1, 4-28.
[4]
Gay, Robert. 1994. Popular Organization
and Democracy in Rio de Janeiro. A Tale of Two Favelas. Philadelphia: Temple University Press.