En mi libro Política en los márgenes: asentamientos irregulares en Montevideo, describo y analizo la historia de la ciudad informal desde sus orígenes en los años 40 hasta el presente (que siempre es pasado en ciencias sociales porque llegamos tarde o somos cuidadosos…ya no sé, pero en todo caso hasta 2011).[1]Allí analizo cómo la interacción entre privaciones económicas y oportunidades políticas tales como años electorales y, en menor medida, postelectorales, aumentó la probabilidad de nuevas ocupaciones, sobre todo ocupaciones organizadas. Normalmente, vemos detrás de las ocupaciones de tierras la necesidad de vivienda. Y está bien puesto que nadie ocupa sin necesidad. Sin embargo, como decía uno de mis sociólogos favoritos, Charles Tilly, lleva más que oxígeno prender fuego. Se necesita una chispa, un combustible. Y esa chispa son las oportunidades políticas. Las oportunidades políticas son señales del sistema político de que movilizarse puede ser provechoso, sea logrando una política pública (v.g., más presupuesto o menos recortes) o dejando hacer sin intervención (v.g. permitir una ocupación). Con la democratización en Uruguay hubo una ola de ocupaciones en Montevideo, en particular de ocupaciones organizadas, con un pico en torno al año 1990. Ese año, además de ser un año postelectoral, fue el año en que la izquierda llega por primera vez al gobierno de la ciudad. Varios mecanismos relacionados con la democratización convirtieron las enormes necesidades de la población menos privilegiada en ocupaciones de tierras en esos años. La competencia electoral por los votos de los más pobres aumentó. En ese contexto, el costo político de desalojar era altísimo. Distintos políticos apoyaron a líderes de ocupaciones. Otros hicieron la vista gorda.
En cambio, ni en la crisis de 2002, la más grande que recordamos, ni en la elección siguiente (2004) hubo una ola de nuevas ocupaciones en la capital, si bien los asentamientos existentes se densificaron y aumentaron los del área metropolitana. Nuevamente, si recordamos a Tilly, se requiere más que oxígeno para el fuego. Desde entonces, las dos condiciones necesarias no han estado presentes, ni las necesidades económicas ni la competencia electoral (el voto de los pobres urbanos se concentró en el Frente Amplio, al menos en la capital).
Es probable que, dado el deterioro socioeconómico provocado por la pandemia y la consiguiente profundización de una recesión que ya se anunciaba, la próxima competencia electoral vuelva a facilitar un pico de ocupaciones de tierras. Otros factores pueden acelerar esta tendencia. Por un lado, la competencia electoral por los votos de los pobres urbanos. En la capital, ya las elecciones pasadas mostraron que el dominio logrado trabajosamente por el FA en zonas del noreste de la ciudad que tradicionalmente habían votado a facciones populistas del PC, por ejemplo, no estaban consolidadas para siempre. Por otro lado, las políticas de vivienda sufren recortes enormes. Si el gasto social en vivienda en Uruguay era bajo, con los recortes actuales se reduce aun más[2]. No hay soluciones habitacionales para nuevas familias con bajos ingresos, ni políticas de alquiler ni de compra ni de autoconstrucción que aseguren su permanencia en la ciudad formal en un contexto de reducción de ingresos y empleo. Finalmente, desde lo jurídico hay también señales de que es poco probable que se reprima una ocupación. Luego de un período (entre 2007 y el presente) en que se criminalizaron las ocupaciones de tierras, y se desalojaron varias bajo la figura de usurpación del código penal, un fallo sin precedentes de Naciones Unidas, a partir del uso de la herramienta de litigio estratégico por parte de abogados de la Facultad de Derecho de UdelaR y de las familias, logra que se garantice el derecho a la vivienda y se pare un desalojo en una ocupación formada recientemente en Santa Catalina, Montevideo.
Un aumento de ocupaciones en un país cuya población no crece ni hay grandes corrientes migratorias es una gran irracionalidad. En el largo plazo suele tener consecuencias negativas para los habitantes en términos de segregación y oportunidades. En el mediano plazo tiene consecuencias negativas para la ciudad y el país en tanto regularizar lo hecho es más costoso que planificar el crecimiento o las políticas de vivienda. Desalojar tiene aun peores consecuencias. La tenencia insegura y los desalojos generan cadenas de eventos que disminuyen el bienestar de los hogares, por ejemplo a través del impacto negativo en el empleo (v.g., es probable que la persona que no tiene a dónde ir, deje su trabajo para poder resolver la situación).[3]
En mi trabajo de campo, pude observar una creciente toma de responsabilidad acerca de la expansión no planificada de las ciudades por parte de autoridades. En las elecciones pasadas el tema de los asentamientos fue agenda y lograr asentamientos cero se planteó como un objetivo del programa de la coalición ganadora. Esperemos que el consenso generado con los años haga que mi predicción sea equivocada y que la información sobre suelo potencialmente ocupable, la vista gorda y las ayudas de otros tipos a nuevas ocupaciones sean reemplazadas por compromisos efectivos con la mejora de las condiciones de los barrios informales ya existentes y por alternativas para aquellos que no encuentran su lugar en la ciudad formal.
[2]Los recursos en vivienda no son prioritarios en el presupuesto de Uruguay -llegaba a un 7% del gasto público social según la última medición oficial en 2015 del Observatorio Social del MIDES. En el último presupuesto aprobado 2020-2024, el gasto en vivienda en términos reales no solo seguiría bajo sino que se habría reducido, según las estimaciones disponibles entre -22.7% y -32,4%
[3]Aunque referido a otro contexto y a desalojos de inquilinos, la etnografía Evicted muestra muy vívidamente estos efectos: Desmond, M. (2016). Evicted: Poverty and profit in the American city. Crown.
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