En los últimos tiempos, se ha vuelto cada
vez más común escuchar argumentos a favor o en contra de ciertas políticas
públicas formulados en términos de qué tanto estas promueven o restringen la
libertad. El reciente discurso de asunción presidencial en Uruguay utilizó repetidas veces la palabra
“libertad”. La oposición de ciertos grupos a algunas medidas económicas del anterior gobierno
(obligatoriedad de utilizar medios electrónicos en ciertas transacciones,
impuestos, regulaciones laborales, controles en diversas actividades) se ha expresado como una cuestión entre la libertad y el despotismo.
Me propongo discutir distintas concepciones
de libertad. En estas polémicas, siempre se mezclan argumentaciones formuladas
en términos deontológicos (la libertad es un principio ideológico
intrínsecamente valioso con independencia de los resultados que produzca) y consecuencialistas
(la libertad es buena por los resultados positivos que tiene en términos de
bienestar individual y social). En esta nota me ocupo más de las primeras,
aunque también digo algo de las segundas.
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Dentro de las
diversas variantes liberales, hay una facción, particularmente activa, militante
y cíclicamente influyente, que concibe la libertad como la propiedad de uno
mismo, como autopropiedad. La libertad es el derecho de la persona a disponer
de talentos y propiedades sin que medie ninguna intromisión externa. Como dice
Robert Nozick, “de cada cual según elige,
a cada cual según es elegido”. En esta concepción, la única redistribución
justa es aquella que voluntariamente emana de la caridad privada y las únicas intervenciones
públicas admitidas son aquellas destinadas a garantizar los contratos y la
propiedad (policía, sistema judicial). Todo lo demás es coerción: seguros de
salud obligatorios, educación pública, toda forma de ingreso mínimo
garantizado, regulaciones, limitaciones de la propiedad o cualquier otra regla
contractual impuesta externamente.
En su versión más
pura, esta visión libertaria no se interesa por las consecuencias sociales de
estas políticas, no importa si estas son buenas o malas. Aunque pudieran
corregir circunstancias desiguales que sufren las personas o mejorar el
bienestar general, cualquiera de estas intervenciones es moralmente
injustificable en la medida que viola el derecho de las personas a disponer
libremente de lo que es suyo. Los impuestos no son malos porque generen
ineficiencias sino porque son injustos, porque vuelven a las personas esclavas
de las aventuras redistributivas del gobierno. Los intentos de igualar
oportunidades sociales implican intromisiones arbitrarias en la vida de los
demás. El estado de bienestar hace solidaridad con el dinero ajeno. Por este
motivo, muchos libertarios, además de chocar directamente con posturas
socialistas, conciben a las corrientes liberal-igualitarias como una degeneración
doctrinaria inaceptable.
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Obviamente, criticar esta concepción
restringida de la libertad no nos convierte en enemigos de la libertad, como
pretenden los operadores libertarios más exaltados. Se puede defender una
noción diferente, más robusta de libertad. La libertad es la posibilidad de
hacer cosas, libertad es disponer de un rango amplio de opciones aceptables.
Libertad es tener control efectivo de la propia vida. Libertad es gozar de las
condiciones de autonomía para llevar el proyecto de vida que las personas
consideren adecuado.
La libertad entendida de esta forma depende
de ciertas condiciones sociales, de la disponibilidad de recursos y de la
provisión colectiva de ciertos bienes y servicios (educación, salud, etc). No
hay autonomía en condiciones de privación material. En el enfoque libertario,
los impuestos son un mecanismo coercitivo, una limitación de la libertad. En
esta otra concepción, los impuestos y otras intervenciones públicas permiten
financiar bienes básicos y mínimos de bienestar social indispensables para
garantizar condiciones de autonomía.
Un punto especialmente conflictivo refiere
a la relación entre estas distintas concepciones de libertad y los derechos de
propiedad. Los libertarios entienden que no hay nada moralmente objetable en la
distribución de la propiedad, aunque estuviera extremadamente concentrada, si
esta deriva de una adquisición inicial justa seguida de intercambios voluntarios
entre las personas. Determinar si el proceso de apropiación original, la
primera vez que alguien dijo “esto es mío”, fue justo o no es una vieja e
interesante discusión. Implica discutir evidencia histórica y antropológica
respecto a cómo se dio dicho proceso y pensar, como lo hacen los filósofos, las
implicancias de distintas situaciones contrafactuales: ¿los recursos naturales no
tenían dueño y por tanto estaban a disposición del primero que se quedara con
ellos o eran propiedad de todas las personas?[1], ¿fue un
proceso violento y mediado por el uso de la fuerza?, ¿qué hubiera pasado si se requiriera
el consentimiento expreso de los despojados? Cada uno de estos escenarios abre
polémicas interesantes.[2]
Muchos libertarios, y en particular Nozick,
entienden que el proceso de apropiación original es legítimo siempre que no
empeore la situación material de nadie. Sin embargo, no queda claro en qué
medida se consideran las relaciones de subordinación/dominación que se dan
entre propietarios y no propietarios y las potenciales restricciones a la
autonomía de estos últimos. Pensemos en las relaciones entre empleadores y
empleados que naturalmente emergen luego de la apropiación inicial de recursos
productivos. Lo que para los libertarios es un acuerdo libre y voluntario,
otras concepciones lo consideran un territorio potencialmente propicio para el
uso abusivo de la autoridad. Por este motivo, se trata de relaciones que no
pueden permanecer desreguladas.
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Una digresión. La
izquierda no está bien pertrechada para enfrentar este revival de
liberalismo-conservador. Algunas razones vienen de lejos. No existe una
tradición de pensar y clarificar el contenido y la relación entre principios
ideológicos fundamentales, como la libertad y la igualdad. Durante largo tiempo,
una parte importante de la izquierda creyó que la realización de ciertos ideales
seria el resultado de procesos históricos automáticos. Como ha señalado Gerald Cohen, no había que
perder tiempo clarificando el ideario, lo que a menudo era visto como una
distracción academicista burguesa, sino echar leña al fuego de la lucha
política para acelerar el inexorable curso histórico. El tiempo estaba a favor
de los pequeños. La evolución histórica conducía además hacia un estadio
utópico final de superabundancia material, donde por definición los criterios
de justicia no resultan necesarios, ya que hay de todo para todos.
Otras creencias
profundamente arraigadas en la izquierda la colocan en una posición incómoda
frente a los libertarios. Cabe pensar, por ejemplo, en la idea de que la injusticia de la relación entre empleador y
empleado reside en que el primero se apropia de un valor que produce
exclusivamente el trabajador. [3] También siguiendo a Cohen,
¿no es la idea de que el trabajador tiene derecho al producto de su propio
trabajo un pariente cercano de la idea de libertad como autopropiedad? Si la
extracción de valor producido por el trabajador por parte del empresario es
fundamentalmente injusta, ¿por qué no considerar también como un robo los
impuestos que el Estado le cobra a individuos que “se la ganaron trabajando”? ¿No es acaso la predica libertaria un poco de nuestra propia medicina?
Esta preocupación, plantea Cohen, era
posiblemente irrelevante cuando lo que llamamos “clase trabajadora”
representaba un fenómeno social homogéneo y reflejaba inequívocamente la parte
más necesitada de la población. Esto ya no es completamente cierto en las
condiciones actuales de desintegración y fragmentación laboral (desempleados,
trabajadores informales y de la gig economy). Los “explotados” ya no son necesariamente
los más necesitados. Una confrontación efectiva de ciertos discursos
antiigualitarios, apoyados en una concepción restringida y propietarista de la
libertad, requiere revisar ciertas formas tradicionales de argumentación en la
izquierda. La continua erosión del ethos igualitario en los segmentos de
trabajadores más privilegiados es un problema de fundamental importancia
política y cultural. ¿Cómo persuadir a estos sectores que deben
contribuir con más impuestos para financiar determinadas políticas de bienestar
y al mismo tiempo sostener la idea de que el trabajador es el legítimo
propietario del producto de su trabajo?
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Un comentario
final sobre libertad, eficiencia económica y bienestar. En la discusión
pública, las doctrinas se mezclan todo el tiempo con razones de corte
instrumental. La concepción libertaria se apoya también en argumentos
consecuencialistas. La libertad no es solo intrínsecamente valiosa sino que
produce además los mejores resultados en términos del bienestar individual y
social. Algunas décadas atrás, había una correspondencia estrecha entre la producción
académica en economía y esta concepción de la libertad. Eran los tiempos donde
la Mont Pelerin Society todavía conservaba algún tipo de prestigio en círculos
académicos, dado que varios de sus miembros fueron ganadores del Premio Nobel
en Economía (Hayek, Friedman, Stigler, entre otros). Eran los tiempos de la
defensa irrestricta del libre mercado, la libre elección individual, la
desregulación y retiro estatal en todos los ámbitos.
En la actualidad,
el matrimonio entre libertarios y ciencia económica se ha disuelto. Predomina
en la profesión económica una visión mucho más balanceada sobre el rol de
mercados, gobierno y otras instituciones. Si bien existe un rango amplio de opiniones
en diversos temas, muy pocos economistas se afilian a esta visión liberal
extrema. Diversas oleadas de producción teórica y fundamentalmente los
progresos en la investigación empírica han cambiado definitivamente la
perspectiva en muchas áreas. La economía comportamental ha enfatizado, por
ejemplo, como la libre elección individual no siempre se traduce en mayor
bienestar. Las personas pueden terminar tomando peores decisiones cuando estas
demandan un esfuerzo cognitivo importante, implican elegir entre un menú amplio
de opciones y/o procesar información compleja.
Es importante
distinguir la libertad de elección en dimensiones instrumentales y sustantivas de la vida. Las
elecciones instrumentales son un medio para conseguir un fin. Por ejemplo, la afiliación
a un fondo de pensión es un medio para disponer de un ingreso luego del retiro.
Las elecciones sustantivas son aquellas a través de las cuales expresamos
aspectos fundamentales de nuestra identidad como personas: la elección de una
profesión, decisiones reproductivas, profesar una religión, la participación en
una organización feminista, entre muchos posibles ejemplos. Mientras sería
considerado una locura que el Estado se entrometiera en este tipo de elecciones
sustantivas, ciertas intervenciones orientadas a acotar el rango de opciones y
la complejidad de algunas decisiones de carácter instrumental para el bienestar
son hoy mayormente aceptadas. Pero siempre se pueden presentar como sustantivas las
elecciones en cualquier dimensión. Así, por ejemplo, la imposición de utilizar
medios de pago electrónicos para ciertas transacciones se puede volver de
repente en un atentado a la libertad. Si no se está restringiendo la
posibilidad de realizar ninguna operación, ¿cuál es la libertad sustantiva que
el estado está violentando al exigir determinado medio de pago? El discurso de
la libertad es también una forma de racionalizar intereses particulares,
presentando medidas con beneficiarios ultralocalizados en la estructura
económica como si tuvieran interés general. Los intereses no pueden quedar al desnudo, necesitan expresarse a través de ideas que apelen a cierta idea de bienestar general.
Entendemos los
problemas económicos asociados a un redistribucionismo ciego a las cuestiones
de incentivos. Una postura libertaria naíf obsesionada con promover más
libre elección y mercado en cualquier contexto puede ser igual de
contraproducente para el bienestar social. Además, y seguramente lo más
importante, una economía organizada bajo principios libertarios no puede darnos la
libertad real a la que aspiramos.
[1] Dudas como estas llevaron a los
llamados “libertarios de izquierda”, como Henry George o León Walras, a apoyar
programas de redistribución de la propiedad y compensaciones a los desposeídos.
[2] Por un tratamiento muy bueno de
estos puntos, ver Kymlicka (2001), Contemporary Political Philosophy.
[3] No interesa discutir aquí los problemas
de la teoría valor-trabajo como teoría de la determinación de los precios
relativos.
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