En estos
días se presenta el estudio “Adolescentes, Jóvenes, y Violencia Policial en
Montevideo.”[1]
Resultado de la articulación entre organizaciones de derechos humanos y la
academia, el trabajo tiene como objetivo “medir las formas, las frecuencias y
las intensidades de la violencia policial sobre adolescentes y jóvenes (de 13 a
29 años).”
Entre las conclusiones más importantes cabe resaltar que:
a)
“La policía dedica ingentes esfuerzos para el control por el control mismo,
bajo criterios de selectividad social y territorial, sin que ello tenga ningún
correlato positivo en materia de prevención, investigación y conjuración del
delito.”
b) “La violencia policial es la
consecuencia de una forma de trabajo que prioriza el control y el castigo y que
se justifica por una fuerte demanda social.”
c) “Los jóvenes (varones) pobres de
las periferias urbanas son los más sometidos a la violencia física, la
vigilancia constante y el control territorial.”
d) “Las intervenciones policiales
son mayores en aquellos barrios con peores indicadores socioeconómicos” y la
“violencia y el trato inapropiado se intensifican a medida que empeoran los
indicadores socioeconómicos.” Pero incluso en los más prósperos “centro y sur
de la ciudad son intervenidos muchos jóvenes que residen en los barrios más
vulnerables, lo que demuestra que el trabajo policial se configura sobre un
claro perfil de selectividad socioeconómica.”
e)
El 7.1% de los jóvenes entrevistados fueron detenidos en los últimos
cuatro años, mientras que para los varones mayores de edad ese número asciende
a 16%. Finalmente, “casi la mitad de los entrevistados presenció un
procedimiento policial sobre otras personas en los últimos cuatro años.”
Ante el
sistemático avance de casos violencia policial y gatillo fácil (y además de
fácil, selectivo), el timing del
estudio no podría ser más apropiado. En este contexto, vale señalar que la
violencia discriminatoria y desproporcionada que localiza el trabajo está
enmarcada en un cuerpo legal y una lógica institucional que privilegia el
encierro y el castigo. Con una tasa de encarcelamiento de 282 cada 100.000
habitantes, Uruguay es el segundo país de Sudamérica con más presos por
persona.[2]
El
aporte de este trabajo no es menor. En primer lugar porque visibiliza prácticas
de intervención policial que no llegan a la esfera pública. Y no llegan porque
el sesgo de los medios de comunicación y del aparato estatal las invisibiliza
en su paranoica carrera contra (¿por?) la inseguridad o simplemente porque se
materializan en territorios al margen del orden socio-económico. Al hacerlo,
provee herramientas para politizar un ámbito fundamental de lo social, el campo
de la seguridad, que la “hegemonía del discurso conservador,” usando un término
de uno de sus autores, ha extirpado de la órbita de lo político.
El estudio
viene también a confirmar una serie de problemas que la academia, la
militancia, y por supuesto la democracia partidaria han relegado. ¿Cómo pensar
un estado que encierra a tantos de los suyos en el infierno de las cárceles
uruguayas; que lleva adelante razias en los barrios de menores recursos con la
excusa del combatir el narcotráfico -espectáculos de valor mercantil que el
sistema político intercambia, con la ayuda de los medios de comunicación, por
la fruta podrida del populismo penal; que no se puede contener en el avance de
políticas y discursos de mano dura porque es él mismo quien los promueve; que
gasta millones de dólares de los bolsillos de ese 70% de trabajadores/as que no
llegan a los 23mil y pico por mes en helicópteros, drones, cámaras de
seguridad, y otros juguetes que no dan de comer pero aseguran una inseguridad
filmada y archivada -dinero que, para peor, va a parar a las cajas del complejo
policial-industrial estadounidense; que presupuesto a presupuesto aumenta los
recursos para el Ministerio del Interior mientras se hace una sangría con la educación
pública; y que además se dice de izquierda?
Es decir:
¿Cómo pensar el agigantamiento de lo penal-punitivo en la interacción entre el
estado y una parte de la población en la coyuntura política? En
comparación con nuestros vecinos, las ciencias sociales uruguayas saben
relativamente poco sobre el avance de lo que Pierre Bourdieu llamó el “brazo
derecho” del estado (entendido como contraparte a su “brazo izquierdo,”
compuesto por la educación, salud pública y otros servicios sociales que en
nuestro país relacionamos a la idea de “estado batllista”). El llamado de Loïc Wacquant a desentrañar las lógicas del estado penal
-una forma política que gobierna sobre la pobreza estructural de las
democracias neoliberales con un brazo derecho hecho de cárceles y policías-
aparece cada vez más urgente en nuestro país.
Siendo el
estado una unidad de análisis tan difícil de asir, y sin embargo tan real, un
buen primer paso consiste en señalar dónde podemos divisar el estado penal en
Uruguay.
El estado
penal aparece en dos formas, siempre entendidas, tomando la idea de Timothy
Mitchell, como “efectos de estado”. Por un lado, el estado penal se inscribe en
la realidad física y objetiva: piénsese en la cárcel de 2000 plazas que el
gobierno va a construir bajo lógicas empresariales que mercantilizan el
encierro, en el cuerpo del joven de 16 años asesinado por efectivos policiales
en el Marconi en el mes de Mayo, en las cámaras de seguridad que pasaron a
formar parte de paisaje urbano de la Ciudad Vieja, o en los textos de las
reformas legales de carácter punitivo que viajaron en las últimas semanas desde
Presidencia hacia el Parlamento.
Su
contraparte se cristaliza en el orden de lo simbólico, desde donde entendemos
el mundo que nos rodea. Así, el estado penal no solo actúa sobre un mundo ya
existente, sino que interviene en la clasificación, ordenamiento, y
construcción de ese mundo.
En su
ropaje simbólico, el estado penal es espectáculo siempre lindante en lo
obsceno. El ejemplo más obvio y reciente es la tan comentada “comisión
interpartidaria de convivencia y seguridad ciudadana”. Desde el momento en que
el Presidente de la República decide definir esta instancia como “comisión,”
palabra cargada de capital tecnocrático fácilmente intercambiable por capital
político, una serie representaciones sobre la composición y funcionamiento de
lo social cobran legitimidad y se hacen reales. El resultado en este caso fue
un movimiento discursivo hacia la derecha del tablero. Tan es así, que en el
país de la intocable ley de caducidad, es completamente normal que se reaviven
proyectos punitivos en torno a la “minoridad infractora” que parecían
derrotados por voluntad popular.
El
verdadero trabajo político de la comisión, entonces, es simbólico. En sus
largas conferencias de prensa, la comisión devino en performance que interviene
reificando y rearticulando lo social en clave punitiva. A ver: cuando el
Senador Heber aparece con un cartel de Presidencia a su espalda diciendo que el
mayor problema del Uruguay son los “300 menores infractores que lo tienen de rehén,”
es ahí mismo que se genera un “efecto de estado” que privilegia un imaginario
interesado y subjetivo de la realidad social.
En una
reciente columna, el antropólogo Marcelo Rossal y la antropóloga Mariana Matto
levantaban una pregunta central para pensar lo político en el Uruguay hoy:
“¿Qué hace que la definición del problema social y su consiguiente
'tratamiento' sea la delincuencia y la inseguridad y no la pobreza
consustancial al sistema capitalista lo que hay que abordar?”[3]
Lo dicho anteriormente sugiere que la respuesta reside, por lo menos
parcialmente, en la emergencia y consolidación de un estado penal. Y aunque
duela en la izquierda, es indudable que esta forma de intervención estatal fue
promovida por gobiernos frentamplistas, especialmente el de Mujica y el actual
de Tabaré Vázquez, que desistieron de dar la batalla por los sentidos de la
inseguridad abocándose por completo a pelear en el chiquero del populismo penal
(terreno, dicho sea de paso, donde la derecha se siente más cómoda).
Ahora bien,
la historia del estado penal uruguayo es más extensa y compleja. Es más
extensa, históricamente hablando, porque es indudable que las raíces de
prácticas e instituciones que lo componen se remiten al inicio del autoritarismo-neoliberal
que emerge a fines de los años sesenta del siglo pasado. Es más compleja porque
sobrepasa los límites del Uruguay como estado-nación, planteando la problemática
de cómo se articulan tecnologías gubernamentales de naturaleza transnacional al
contexto local. En este sentido, vale señalar que a nivel transnacional el
estado penal ha funcionado como brazo armado del neoliberalismo. La relación
entre estos dos fenómenos es bien concreta y de clase. En algún momento del
siglo XX, el estado de bienestar keynesiano prometió amortiguar los costos
humanos del capitalismo a través de su brazo izquierdo. Al proletariado se lo
apaciguó con bienestar. En las últimas décadas del siglo XX, sin embargo, el
estado (o mejor, aquellos grupos sociales con legitimidad para hablar y actuar
por el estado) desequilibró la balanza en favor de su brazo derecho. Las
instituciones punitivo-penales pasaron entonces a ser las grandes protagonistas
de la intervención en los márgenes del sistema económico. En vez de escuelas y
hospitales, cárceles. En vez de la promesa de seguridad laboral, la promesa de
que la respuesta a cualquier rebelión contra un orden económico inhumano
termina en el arma de un policía o tras las rejas. (Son iluminadoras de este
último punto las respuestas oficiales al levantamiento en el Marconi, negando
de plano el obvio carácter político de ese evento).
En todo
caso, y cerrando por el momento un tema que da para mucho más, el estudio sobre
violencia policial y jóvenes es muy bienvenido en tanto problematiza el lugar
común que dice que el palpable agigantamiento del brazo derecho del estado es
el resultado del aumento en la criminalidad a la vez que abre espacios para
pensar el significado político del giro punitivo sobre el gobierno de los
desposeídos por el capitalismo en la era neoliberal.
Autor: Guzmán Castro
Autor: Guzmán Castro
[2] El primero es Brasil, con 300 cada 100.000. La tasa de
encarcelamiento de Argentina es de alrededor de 150 cada 100.000.