A mí sí me importa




Roberto da Matta, antropólogo brasileño, plantea en un viejo artículo que la frase “¿Usted sabe con quién está hablando?” es un ritual en Brasil (da Matta 1979). Es un ritual, argumenta, porque se ejecuta sistemáticamente localizando al hablante y al receptor en posiciones jerárquicas bien distintas, constituyéndose en un marcador de clase que deja al receptor sin demasiadas palabras para responder. Guillermo O’Donnell, politólogo argentino, comparando Rio de Janeiro con Buenos Aires, sostiene que la frase no tendría el mismo efecto en la segunda ciudad. Allí, dice, debido a que se trata de una sociedad mucho más igualitaria que la carioca, el receptor contestaría: “a mí qué me importa” (O'Donnell 1984).
A los uruguayos nos gusta vernos como a O’Donnell le gusta ver a los argentinos. Nos gusta ser ese país de cercanías, donde el peón toma mate con el patrón, donde es raro que a alguien se le diga señor, donde Don Pedro es el jardinero, donde nadie lo mira a uno por encima del hombro, donde al mozo le decimos “jefe”, donde la hija del carnicero va a la escuela con el hijo del profesional universitario, o aun más, donde el carnicero puede ser un profesional universitario. Pero, ¿qué hay de cierto y qué hay de mito en esto?
Seguramente, y aunque no existen muchos estudios sistemáticos que comparen lo que podríamos llamar culturas de clase o tolerancia a la desigualdad, hay algo de cierto en esto. Se siente cuando uno viaja por América Latina. En Colombia fui “doctora” mucho antes de haber terminado mi tesis de doctorado. Y me pasó que una empleada doméstica no quiso sentarse conmigo a la mesa porque se sintió incómoda. Ruben Kaztman, con quien hemos conversado mucho de estos temas, cuenta siempre una anécdota en Lima, donde una viejita blanca, sólo con la mirada, provocó que un mestizo grandote se bajara del ascensor. Más allá de las anécdotas, los diferentes patrones de colonización deben haber tenido algún efecto. La mano de obra siempre fue más cara en Uruguay, donde en un principio no abundaba la población indígena y luego la esclavitud fue abolida tempranamente. La precoz construcción del Estado de Bienestar, con sus leyes laborales y, principalmente, su sistema educativo público, hicieron de Uruguay un país de baja desigualdad objetiva y de baja tolerancia a la desigualdad.  
Sin embargo, muchos años han pasado y esas condiciones de igualdad se han deteriorado. El sistema educativo ya no integra como antes. Los resultados educativos según barrio y tipo de institución muestran grandes diferencias. Los barrios son hoy más homogéneos que antes. Las probabilidades de jugarse un picadito en la calle con alguien bien distinto a nosotros han bajado. No podemos conformarnos con la comparación con el resto de América Latina y seguirnos creyendo el país de cercanías. Esa baja tolerancia a la desigualdad en Uruguay se formó por condiciones que objetivamente nos hacían más iguales. Esas condiciones han cambiado. Y seguramente empecemos también a escuchar más “doctor” y “doctora” si no hacemos algo.

  • (foto tomada por María José Álvarez Rivadulla en un asentamientos irregular de Montevideo en 2006)

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