Violencia y criminalidad en Uruguay: desafíos interpretativos
- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
Por Rafael Paternain
Con la recuperación de la economía y el cambio de signo político en 2005, el país asistió a un proceso distinto: el problema del delito comenzó a tener una importante centralidad política, los medios de comunicación jugaron un papel amplificador cada vez más sofisticado, las políticas públicas comenzaron a estar más exigidas (por esos años, hubo ajustes importantes en las formas de registrar y medir la criminalidad). Si bien el delito –medido por denuncias y encuestas de victimización- mantuvo niveles estables, las dinámicas sociopolíticas de esos años introdujeron cambios importantes en las representaciones y las subjetividades, al punto que, por primera vez, en 2009 un porcentaje mayoritario de la población identificó a la inseguridad como el principal problema. Un país que veía crecer su economía y que mejoraba en su desempeño social, pero que al mismo tiempo asistía al aumento de la criminalidad (al menos, según los relatos mediáticos y políticos predominantes), tuvo que ajustar sus respuestas políticas y sus interpretaciones sobre un fenómeno que ya no admitía lecturas lineales.
El punto de quiebre se dio en el 2012, al producirse un salto en la tasa de homicidios, cuyo pico más alto estuvo en 2018, y que en los últimos años ha mantenido el promedio de la tendencia negativa. El gobierno que ya culmina (2020-2025), a pesar de toda su retórica de éxitos y de apoyo a la labor policial, no logró impactar sobre ningún aspecto estratégico del problema, y si bien se argumenta que la cantidad de denuncias para muchos delitos de alto impacto ha descendido, hay razones de fondo para pensar tanto en problemas de confiabilidad y validez en la medición del delito como en procesos más recientes de desplazamientos y reconfiguraciones de las dinámicas delictivas que todavía no se han explicitado con la suficiente claridad.
En poco tiempo, uno de los países más seguros de la región alteró sus tendencias y cayó en la bolsa de los países atrapados por la “paradoja latinoamericana”, es decir, por una realidad que combina mejoras sociales y económicas pero también aumento de los delitos y las violencias (Bergman, 2023). Sin embargo, Uruguay siempre ha sido un problema a la hora de obtener un encuadre interpretativo en estos asuntos: como ya se señaló, a mediados de los noventas hubo muchas advertencias sobre los factores de riesgo, luego no faltaron voces que señalaban el caso uruguayo como de “alta victimización con bajas tasas de homicidios”, hasta que esa línea también se quebró. Ahora la frontera de nuestra excepcionalidad se ubica en las capacidades institucionales para resistir la penetración del narcotráfico y mantener a raya los complejos embates de la gobernanza criminal. Aunque las advertencias y las preocupaciones no son nuevas, se escuchan con otra fuerza en la conversación académica y política. ¿Qué ha pasado en verdad con la realidad uruguaya? ¿Cuáles son sus claves más significativas? ¿Estamos dispuestos a leer esos fenómenos por fuera de las coordenadas condicionantes de las desigualdades estructurales? Los discursos que se han construido y las respuestas políticas que se han ensayado, ¿nada explican el agravamiento de los problemas?
Un punto de apoyo. Las violencias nacen de las desigualdades. No por atribución mecánica, ni por asignaciones de causas. Las desigualdades socioeconómicas, raciales y de género son el escenario sobre el que se proyectan situaciones, trayectorias e interacciones que marcan los márgenes de posibilidad para los comportamientos delictivos o las acciones violentas. En cada manifestación concreta de estos fenómenos nos encontramos con algún punto central de las desigualdades persistentes. Enunciar esto por sí solo no tiene ningún efecto analítico inmediato, como tampoco lo tienen buscar las variables que lo explican todo o deleitarse en descartar todas aquellas que no logran explicaciones completas. No pretendemos sustituir una pretensión totalizante por otra. El camino que queremos transitar es bien distinto: el estudio de la violencia y el delito, orientado por una búsqueda empírica constante, tiene que poder contribuir a comprender dinámicas más generales del funcionamiento de la sociedad actual, y dar algo de visibilidad a procesos que permanecen en un cono de sombra. Como la economía crece, los indicadores sociales mejoran, pero el delito lejos de reducirse aumenta, la tentación de buscar argumentos en razones morales, subculturales o en déficit de control de las políticas, cambian radicalmente los ejes de lectura. Los abordajes sobre las desigualdades han salido del radar o han quedado confinados a repeticiones mecánicas de fondo. En el caso uruguayo esto ha sido muy evidente, y los reflejos de aquella sociedad “integrada” todavía condicionan las perspectivas del lectura más afiliadas a la idea de “crisis de valores” o de problemas de “contención educativa y familiar”. Cuando un orden se reproduce con problemas, la autoridad y sus instrumentos de control y represión tienen que reconstituirse para garantizar su restitución. El orden de las desigualdades estructurales (que lejos están de ser estáticas o segmentadas) queda en un espacio de negación, asunto más preocupante en la medida que esas desigualdades también condicionan las violencias simbólicas que se anudan en las interacciones sociales y que problematizan cursos de acción comprendidos solo desde las motivaciones económicas.
No se trata que una esencia, encerrada unilateralmente en una variable, nos explique un fenómeno. Al contrario, el desafío consiste en desplegar una estrategia ambiciosa de descripciones densas de las distintas manifestaciones del fenómeno para, desde allí, desentrañar interpretativamente las claves más escondidas de un orden contradictorio, desigual e irracional. Sólo así podemos ver en acción cómo la explotación, la miseria, la falta de reconocimiento, los machismo, los racismos, etc., se reproducen cotidianamente en nuestras sociedades y se resignifican bajo formas de violencias y delitos, o se definen como problemas de “seguridad”.
Pero así como las violencias no se pueden disociar de los escenarios estructurales de la desigualdad, tampoco podemos separarlas de las respuestas institucionales que se construyen a lo largo del tiempo para el control, la regulación y la conjuración de la criminalidad. El crecimiento del delito ha ampliado como nunca el campo del control, al punto que este se ha transformado en un eje estructural específico. Si la expansión de las violencias define nuestra contemporaneidad (al menos en esta región del planeta), la construcción de un “momento punitivo” (Fassin, 2018) tiene que poder estudiarse no solo en sus rasgos más definitorios, sino en sus consecuencias e impactos. El control del delito también produce delito, lo regula, lo desplaza, lo oculta, lo segmenta y lo reprocesa. En Uruguay, el crecimiento del delito violento en esta ultima década también va atado a estas dinámicas, aunque todavía se nos escapan las claves más precisas y singulares de esas interacciones complejas.
El Estado en los márgenes. Si la violencia anida en las desigualdades estructurales, es poco razonable pensar que la alteración de las principales tendencias pueda ocurrir por lo que se haga o se deje de hacer desde las instituciones del sistema penal. Sin embargo, el proceso uruguayo –como hemos intentado explicitarlo en varias oportunidades- ha adquirido un singular rasgo: una polarización política profunda, que nace de la necesidad de sintonizar con las demandas constantes de seguridad, se combina con una convergencia (casi una política de Estado implícita) en materia de iniciativas y acciones de políticas de seguridad. El campo de diálogo se ha hecho casi imposible, pero al mismo tiempo el espacio de producción de miradas alternativas sobre la seguridad se ha reducido a la nada. Todo parece irreconciliable, cuando en rigor no hay mucho para conciliar, pues los actores políticos ya piensan sustantivamente de la misma forma. Desde la ley de Seguridad Ciudadana (1995) hasta la fecha, las políticas han girado sobre el aumento de penas, el fortalecimiento de la policía, el crecimiento de la población carcelaria, las políticas criminales restrictivas, la expansión de las tecnologías del control, etc. Aumentar el gasto en policías y en cámaras de videovigilancia ya es un asunto que no se discute. Es cierto que también hubo iniciativas que buscaron otros caminos (Centro Nacional de Rehabilitación, ley de Humanización del Sistema Carcelario, Mesas Locales de Convivencia, policía comunitaria, interruptores de violencia), pero en cualquier caso tuvieron una inserción marginal y sin sostenibilidad. Hubo y hay todo un esfuerzo volcado al control, la limitación y la incapacitación, y en ese contexto las búsquedas se orientan a identificar aquello que “funciona” para poder ser replicado de inmediato. Todo un arsenal de tecnologías, dispositivos y discursos ha viajado del Norte hasta aquí, envuelto en promesas y expectativas. En medio de tanto tráfico, el conocimiento no ha tenido tiempo de analizar cómo reducir el delito sin castigos ni controles, a través, por ejemplo, de iniciativas sociales de distinto porte. Durante un buen tiempo, el delito adolescente ha dado pistas de cómo reducir la privación de libertad mediante dispositivos sociales y prácticas judiciales, pero este caso ha pasado sin pena ni gloria por las miradas expertas que han estado distraídas con otros asuntos. También el pensamiento, el conocimiento y la evaluación han tenido sus sesgos, y han marchado al ritmo de las agendas hegemónicas, pues nadie quiere renunciar a la competencia por los recursos.
La policía y la cárcel también generan efectos criminógenos y formas específicas de control de situaciones y poblaciones en los márgenes (Das y Pool, 2008). Por acción u omisión, el Estado crea las condiciones de posibilidad que permiten que ciertas dinámicas pseudolegales o ilegales se instalen en los territorios, transformándose luego en una amenaza. Hay toda una historia del Estado en los márgenes, que se actualiza y agrava. Esto no hace al Estado necesariamente perverso, pero sí estimula comportamientos vinculados con la corrupción y la colusión (Auyero y Sobering, 2021). Tampoco supone un Estado fallido, aunque la acumulación de déficit pueda tener una traducción compleja. El Estado tiene que administrar una complejidad creciente y lo hace con las herramientas que dispone, casi sin margen para pensar nuevos marcos de comportamiento institucional. Conceptos como los de “gobernanza criminal” no pueden entenderse sin ese escenario de interacciones y posibilidades, asumiendo que los riesgos pueden llegar a ser más altos en la reproducción cotidiana del Estado penal actual que en un hipotético marco de inacción o ineficacia.
Violencia, territorio y nueva agenda. La “guerra a las drogas” también tiene su capítulo en Uruguay, y con resultados más bien adversos. La intención de transformar el fenómeno del “narcotráfico” en un “enemigo” a combatir se instaló con naturalidad en el discurso político, al punto que cuanto más fuertes y contundentes son las referencias más vacío se vuelve el discurso. Hacer del problema “narco” un asunto estrictamente criminal y no diseñar una política de investigación criminal sólida y eficaz son las caras de una misma moneda en nuestras realidades regionales. Sesgar un problema y condicionar los diagnósticos son dimensiones decisivas de la tramitación actual de los asuntos de seguridad. Y en Uruguay esto también tiene su visibilidad. Los insumos que surgen de la investigación criminal – a veces, una investigación promovida autónomamente por las policías- se utilizan luego para imponer relatos públicos y formas de intervención, en particular sobre ciertos territorios marcados por la vulnerabilidad (Frederic, 2024). ¿Cómo disputar la verdad interpretativa a las claves de la investigación criminal, y cómo revertir sus efectos más perniciosos en materia de líneas de acción?
Referencias bibliográficas
Auyero, Javier, y Sobering, Katherine (2021). Entre narcos y Policías. Las relaciones clandestinas entre el Estado y el delito, y su impacto violento en la vida de las personas. Buenos Aires: Siglo XXI.
Auyero, Javier, y Berti, María Fernanda (2013). La violencia en los márgenes. Buenos Aires: Katz.
Bergman, Marcelo (2023). El negocio del crimen. El crecimiento del delito, los mercados ilegales y la violencia en América Latina. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Das, Veena y Pool, Deborah (2008). “El Estado sus márgenes. Etnografías comparadas”, Cuadernos de Antropología Social, 27, pp. 19-52.
Fassin, Didier (2018). Castigar. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.
Filardo, Verónica y Merklen, Denis (2019). Detrás de la línea de la pobreza. La vida en los barrios populares de Montevideo. Buenos Aires: Pomaire y Gorla.
Frederic, Sabrina (2024). Lo que el progresismo no ve (cuando aborda la seguridad). Buenos Aires: Siglo XXI.

Tomado de Razones y Personas. Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución 3.0 No portada.
- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones