Americae sive novi orbis, nova descriptio (1587) de Abraham Ortelius |
A Helena Athina Pehar Cabrera (2005-2020), in memoriam.
1.
Recientemente,
la difusión masiva de un fragmento de la exposición del senador Guillermo
Domenech en la media hora previa de la sesión del martes 13 de octubre a
propósito de la festividad que se había conmemorado el día anterior —conocida
originalmente como «Día de la Raza», luego como «Día de la Hispanidad» (en
España), como «Descubrimiento de América» cuando yo iba a la escuela, y que ahora
mismo ya no sé ni cómo se la conoce—, generó cierto estupor.
En su
exposición, Domenech vinculó el 12 de octubre de 1492 con el 12 de octubre de 1825
(la Batalla de Sarandí), dos hechos históricos que a su juicio nos remiten a un
horizonte común: el de la «patria grande». En el fragmento que circuló
masivamente a través de plataformas virtuales, el senador se proclama
«orgullosamente hispano», y agrega: «He heredado de esa Hispania mi sangre, mi
tez cobriza, mi lengua y mi fe». Luego sostiene: «América clama por su unidad.
Esa es una de las grandes aspiraciones de los pueblos americanos. Esa “América
ingenua”, a la que le cantó Rubén Darío, esa “América ingenua” que tiene sangre
mestiza, que aún le reza a Jesucristo y que habla en español».
Algo similar
ocurre con la figura de Artigas y el artiguismo. Existen desde siempre disputas
por el sentido de su figura y el sentido de su legado. Lo interesante es que
esas disputas hacía más de treinta años que venían siendo asunto exclusivo de
debate académico; las referencias al artiguismo en política fueron puramente
nominales desde, al menos, la recuperación de la democracia: sólo los historiadores
discutían de esos temas en serio. Es verdad que antes, y durante mucho tiempo,
las cosas habían sido de otro modo. Simplemente nos habíamos desacostumbrado a
ello. Cabildo Abierto vino a poner de nuevo a la historia en el centro del
debate público, o, mejor, volvió a recurrir al estilo «historicista», que no es
lo mismo que hacer historia —la historia, en tanto que disciplina científica,
es algo que hacen los historiadores—, de una manera que hace bastante tiempo
que no se veía.
El segundo
motivo por el que las palabras de Domenech sonaron extrañas tiene que ver
también con un desacostumbramiento: en este caso, a las estructuras ideológicas
que le proporcionan sustento a su discurso. Las palabras de Domenech sonaron
raras no sólo porque su estilo retórico hacía mucho que nadie lo usaba en el
debate público sino también porque las cosas que dijo hacía mucho que nadie las
decía en el espacio público. Y sin embargo no se trata de ideas exóticas, sino
de ideas que tienen una larga tradición nacional y regional. En este sentido, Cabildo
Abierto se presenta sin complejos como la continuidad de estructuras ideológicas
que tienen un largo recorrido: aquellas propias de un cierto latinoamericanismo
conservador, un nacionalismo de «patria grande» o «patriagrandismo» de raíz
muchas veces (aunque no siempre) hispanista y católica, antiliberal,
antimodernista, hostil al utilitarismo, al mercantilismo y a la hegemonía
continental de los Estados Unidos. Esa sensibilidad intelectual, que
seguramente sea excesivo considerar una corriente, tiene en el pensamiento
nacional representantes muy destacados, así como tiene representantes muy
destacados en otras partes del continente.
La hipótesis
preliminar mencionada en el título de esta nota es la siguiente: que existe una
continuidad ideológica entre esos planteos del pasado y los planteos actuales de
Cabildo Abierto. Dicho de otra manera: que es posible adscribir a Cabildo
Abierto a ese mismo horizonte o esquema cosmovisional.
2.
«Un
discípulo de Gaos, el profesor Justino Fernández [...] de la Universidad
Autónoma de México, procura captar la identidad americana a través de la obra
del pintor muralistas José Clemente Orozco. Los murales de Orozco son una
manifestación simbólica de lo más profundamente americano, que Fernández cree
ver en una idea concreta: la “esperanza de salvación”. En medio de una
civilización que sucumbe lentamente ante los imperativos de la razón
instrumental, América continúa siendo un mundo en el que el hombre puede
realizarse espiritualmente. Por medio del muralismo mexicano del siglo XX,
América Latina consigue expresar por vez primera su carácter universal y tomar
conciencia de su elevada misión histórica: ser el futuro de la humanidad. [...]
Por su parte el filósofo peruano Alberto Wagner de Reyna [...], discípulo de
Hartmann y Heidegger en Alemania, señala la cultura latinoamericana como una
“síntesis viviente”, cuyo símbolo es la pintura y arquitectura barroca de la época
colonial. El barroco latinoamericano constituye la síntesis creativa entre el
elemento occidental y el elemento indígena, dando paso a una manera específica
de ver y sentir la vida en esta parte del mundo. [...] Al final, el pensador
peruano llega a una conclusión parecida a la de Justino Fernández: el “destino
y vocación” de América Latina es el de conservar y recrear los valores de la
cultura occidental, venidos a menos en una Europa que ha sido infiel a sus
raíces greco-latinas y cristianas» (Santiago Castro Gómez, Filosofía e
identidad latinoamericana. Exposición y crítica de una problemática, Universitas Philosophica, v. 9, 1991, 162-163).
Castro Gómez
engloba las posiciones mencionadas dentro de una de las cinco tendencias
filosóficas —el «esteticismo»— que a su juicio han tratado de dar respuesta a
la pregunta por la identidad latinoamericana —siendo las otras cuatro: el
«ontologismo», el «historicismo», el «dependentismo» y el «submodernismo»—.
Ahora bien, Pablo Drews y yo pensamos que las notas con que Castro Gómez
caracteriza a (algunos de) estos pensadores que llama «esteticistas» permiten caracterizar
a otra clase de pensadores, que, a falta de una etiqueta mejor, podríamos
llamar, al menos de manera provisional, «conservadores latinoamericanistas y
utópicos»: pensadores que creen que el destino y vocación de América Latina es
el de conservar, eventualmente recrear, y proyectar hacia el futuro los valores
de la cultura occidental, venidos a menos en una Europa que ha sido infiel a
sus raíces. Estos autores, pues:
a) se sienten profundamente parte —a
título individual— y consideran a América —en su conjunto—, por historia, por
tradición, por constitución espiritual, parte también de un legado cultural
europeo, que llegó a ser universal sin dejar por ello de hibridarse con
culturas locales;
b) creen que ese legado está en crisis
—quizás en una crisis terminal— primaria y principalmente en la propia Europa;
c) creen que América —América Latina, en
particular— está llamada a conservar, recrear y proyectar nuevamente ese
legado.
Creemos que
una obra inaugural y paradigmática de esta sensibilidad intelectual es el Ariel (1900), de José Enrique Rodó. Y
creemos también que la propia estructura de la obra refleja las tres notas
características apuntadas recién.
Un
relevamiento preliminar, sujeto a revisión, arroja el siguiente listado de
autores que parecen encajan en esta categoría (ordenados por fecha de muerte):
José Enrique Rodó (1871-1917, Uruguay), Pedro Figari (1861-1938, Uruguay), Saúl
Taborda (1895-1943, Argentina), Francisco García Calderón (1883-1953, Perú),
José Vasconcelos (1882-1959, México), Gonzalo Zaldumbide (1882-1965, Ecuador),
Carlos Real de Azúa (1916-1977, Uruguay), Nimio de Anquín (1896-1979,
Argentina), Alberto Wagner de Reyna (1915-2006, Perú), Alberto Methol Ferré
(1929-2009, Uruguay), entre muchos otros.
Las tres notas
recién mencionadas parecen justificar que se considere a quienes efectivamente
las comparten como «latinoamericanistas» y también como «utópicos». Pero hemos
considerado a esos autores también como «conservadores». ¿En qué sentido
podrían ser considerados así?
El
conservadurismo suele ser asociado con la aversión al cambio y la consecuente
defensa del estado de cosas establecido. Los conservadores creen, con toda
razón, que desconocemos el grado exacto en que las formas tradicionales de la
vida en común influyen sobre el conjunto de la vida social. No sabemos lo que
ocurriría si, por ejemplo, abandonásemos ciertos rituales, como rendir
homenajes a los muertos, o ciertos tabúes, como el incesto. Temen que el
abandono de alguna de esas instituciones históricamente asentadas, o incluso su
mera reforma, traiga consigo consecuencias negativas no previstas. De cada una
de las potenciales transformaciones de la vida social el conservador espera lo
peor. Y por lo tanto se resiste a ellas. Todos somos algo conservadores en este
sentido, algunos más y otros menos. Un cierto grado de conservadurismo
probablemente sea inseparable de la prudencia.
Desde ese
punto de vista, una utopía conservadora —latinoamericanista o de cualquier otro
tipo— es un absurdo. Una utopía es un ideal extraordinario, atractivo y
presuntamente beneficioso cuya implementación no solamente es imposible, sino,
desde una perspectiva conservadora, indeseable y peligrosa. Porque al cambiar
el estado de cosas establecido no es seguro ni mucho menos que se esté operando
una mejora, en vez de un empeoramiento. En todo caso, el estado actual
solamente sería mejorable de manera fragmentaria y local, y de ninguna manera
sustituible por una alternativa global que lo superara en todos o casi todos
los aspectos. El estado actual de cosas no necesariamente es el mejor
imaginable, pero no todo lo que imaginamos es posible. Podemos imaginar una
máquina que produce la energía de la que ella misma se alimenta para seguir
funcionando indefinidamente. Una máquina así es imaginable, seguramente deseable,
y sin embargo imposible. Detrás de un proyecto utópico, como ocurre con la
máquina del movimiento perpetuo, existe un ideal que el conservador juzga
incierto y cuya búsqueda no solamente le parece inútil sino peligrosa, porque
supone destruir lo poco seguro que tenemos en aras de lo que quizás sea una
mera ilusión. No puede haber, en este sentido, una utopía conservadora: es una
contradicción en los términos.
Lo anterior
es esencialmente cierto, pero hay otra forma, ligeramente distinta, de concebir
el conservadurismo. Conservadores son también aquellos que piensan que los
cambios perniciosos ya han tenido lugar, que los efectos negativos ya se
advierten por todas partes, y que la conservación del estado de cosas
establecido simplemente no es deseable. La única alternativa es volver al
estado previo, o, incluso, a un estado más antiguo todavía. En general los
conservadores suelen ser de esta última clase: no meramente aspiran a conservar
el estado de cosas presente, sino que aspiran a volver a uno anterior, quizás
no ideal, pero ciertamente mejor: un pasado virtuoso que contrasta con este
presente envilecido.
El
conservadurismo, entendido de esta última manera, no es la simple aversión al
cambio, sino la idea de que las mejores respuestas conocidas para nuestros
problemas ya han sido ensayadas, aunque, por una causa u otra, hayan sido
olvidadas, hayan perdido su anterior prestigio, o se hayan corrompido. El
conservador, así entendido, añora un mundo perdido. El sentimiento de pérdida
es esencial en esta forma de conservadurismo.
Los autores
que nos interesan a Drews y a mí son conservadores de este tipo. No están en
casa en el mundo en el que les ha tocado vivir; añoran un tiempo anterior, en
que las cosas presuntamente iban mejor. Añoran un pasado que ha quedado atrás.
No piensan que sea posible poner simplemente el tiempo en reversa, pero creen,
sí, que es posible recuperar algo de lo perdido. Típicamente las cosas que un
conservador piensa que se han perdido son: un sentido del orden, un sentido de
la autoridad, un sentido del deber, un sentido de la buena vida, un sentido más
elevado (espiritual, trascendente) de la existencia, un sentido de lo sagrado,
un sentido comunitario de la vida, un tipo de relación con la naturaleza que no
reduce los entes naturales a meros recursos disponibles, etcétera. No todos los
conservadores extrañan o añoran la pérdida de las mismas cosas, pero en todos
ellos existe algún tipo de añoranza de un pasado mejor, de un mundo que ya no
existe. Esa añoranza debe ser entendida en términos no meramente psicológicos
sino más bien en términos de una orientación espiritual, o, si se quiere, de
una «mentalidad» propia de un «tipo humano»: aquel que se orienta hacia unos determinados
valores que considera superiores; unos valores que estructuran una concepción
del mundo, o, mejor, que conforman un esquema cosmovisional que organiza
contenidos diversos dándole forma específica a distintas concepciones del mundo.
Ese esquema cosmovisional establece la preeminencia de ciertos principios
frente a otros; típicamente algo como: lo superior respecto de lo inferior, lo
trascendente respecto de lo inmanente, lo sagrado respecto de lo profano, lo
inmutable respecto de lo cambiante, lo eterno respecto de lo temporal, lo
permanente respecto de lo efímero, lo inteligible respecto de lo sensible, lo
contemplativo respecto de lo productivo, lo cualitativo respecto de lo
cuantitativo, lo armónico respecto de lo inarmónico, lo espiritual respecto de
lo material, lo bello respecto de la amorfo, incluso —en algunos casos— lo
masculino respecto de lo femenino, etcétera.
Para un
conservador así entendido, el «tipo humano» predominante en la cultura moderna
experimenta una fascinación infantil por el futuro y por la novedad, por la
técnica y por el progreso, por la metrización de los distintos aspectos de la
realidad y por las predicciones cuantitativas, por la producción y por el
engrandecimiento material de la humanidad, a la par que siente un profundo desprecio
por todo lo que es alto y permanente, sagrado e intangible, no inmediatamente
sometido a lógicas utilitarias o mercantiles, un desprecio plebeyo por las
jerarquías —no necesariamente sociales (aunque también), sino más que nada y
principalmente espirituales—, por el orden, por la verdad, e, incluso, por la belleza.
Los autores
que nos interesan son conservadores en este sentido. Todos ellos
circunscribieron, además, la recuperación de aquello valioso que presuntamente
se ha perdido en el mundo moderno —a modo de un horizonte utópico— al ámbito
geográfico del Nuevo Mundo, especialmente a la América Latina. Para algunos de
ellos, se trata de un ámbito en el que, piensan, aquellos viejos valores
—venidos originariamente de Europa— nunca llegaron a perderse por completo,
nunca llegaron a extinguirse del todo, debido a una entrada muy imperfecta y
parcial de esta región del mundo en la modernidad, tanto en la modernidad
económica, como en la social, la científico-tecnológica, la filosófica y la
espiritual. Por lo tanto, no es necesario recuperar esos valores, sino más bien
revitalizarlos y proyectarlos hacia el futuro, porque todavía están allí,
informando nuestra existencia, nuestro modo particular de estar en el mundo y de
darle sentido a las cosas.
3.
Quizás sea
necesario decir, a los efectos de despejar cualquier malentendido, que el
latinoamericanismo no es posible solamente como utopía conservadora; pero sin
dudas es posible también como utopía
conservadora.
Los
pensadores que nos interesan comparten entre sí algunos de estos rasgos que se
lista a continuación (la lista, por supuesto, no es exhaustiva): haber sido
«arielistas» durante las primeras décadas del siglo xx; haberse acercado al
fascismo o haber sido fascistas en los años treinta; haberse identificado
fuertemente con el varguismo en los años treinta o con el peronismo a partir de
los años cuarenta; haberse acercado o haber coqueteado con el marxismo después
de la revolución cubana; sentirse fuertemente identificados con la tradición
europea pero, al mismo tiempo, considerar a la Europa de su tiempo corrompida y
decadente; expresar tendencias arcaizantes; tener reparos frente a lo
originario de América; creer que América «entra en la historia» de la mano de
Europa; reconocer algún tipo de ventaja de América frente a Europa que se
sustenta precisamente en su «juventud», en su tardía «entrada en la historia» o
en su tardía e incompleta entrada en la modernidad; identificar algún tipo de
obstáculo o de lastre en Europa que en América estaría ausente o no sería tan
pronunciado (utilitarismo, individualismo, protestantismo, entre otros); juzgar
a la civilización hispánica espiritualmente superior a la anglo-sajona y
protestante; experimentar fuertes reparos frente a la democracia liberal;
despreciar el mundo moderno; no sentirse en casa en el tiempo que les tocó
vivir; despreciar el productivismo, el utilitarismo, el hedonismo, el
consumismo, el mercantilismo; entender que abaratan y vuelven superficial,
vacua, intrascendente la existencia humana; ver en el liberalismo y el marxismo
dos caras de una misma moneda; tras la revolución cubana, creer encontrar en el
marxismo periférico un arma en la lucha contra el liberalismo; tras la
revolución cubana, creer encontrar en el liberalismo un arma en la lucha contra
el marxismo.
Ninguno de
estos rasgos por separado define o caracteriza a la totalidad de los autores
que estamos considerando; algunos de ellos son claramente contradictorios entre
sí, como puede verse sin dificultad. Cada uno de estos autores, sin embargo,
presenta al menos uno de los rasgos antes mencionados; todos se conectan entre
sí por una red de «parecidos de familia». Como resulta obvio, algunos de esos
rasgos son compartidos con pensadores de izquierda o no conservadores, lo que
arroja una red de relaciones que en su conjunto es intelectualmente ecléctica.
Ello podría ser un problema, en un sentido, pero es una ventaja, en otro:
explica por qué se trata de pensadores muchas veces muy difíciles de
clasificar, ideológicamente ambiguos, que algunos de sus críticos consideran
inequívocamente de «izquierda» y otros inequívocamente de «derecha». Esta
caracterización teóricamente laxa parece corresponderse bastante bien con la
propia laxitud del objeto de estudio. Si, ello no obstante, el lector quisiera
remitirse a algo más parecido a una definición en el sentido tradicional, por
considerar la aproximación por parecidos de familia demasiado escurridiza, se
lo remite a los tres puntos consignados más arriba, que proporcionan algo muy
parecido a una definición en el sentido tradicional del término.
4.
La hipótesis
preliminar sobre Cabildo Abierto es, pues, que participa plenamente del
horizonte o esquema cosmovisional de ese conjunto de autores que denominamos
«conservadores latinoamericanistas y utópicos». Nuestra hipótesis de partida es
que esa adscripción es posible, tiene pleno sentido, y arroja luz acerca de la
naturaleza ideológica de esa fuerza política.
El objetivo
de esta nota, que era simplemente presentar la hipótesis, se considera
razonablemente cumplido. Queda para una futura oportunidad desarrollarla.
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