Parece un día como cualquier otro. Piketty publica un nuevo best seller. El presidente de una gremial de propietarios rurales nos recuerda que hay un sector de la sociedad que cree en la existencia de una “desigualdad natural” sobre la que no debemos intervenir. Las operaciones en un hospital público se suspenden porque un pequeño colectivo de profesionales médicos de muy altos ingresos ha denunciado el acuerdo salarial. En una entrevista en la radio, un hombre que vive en la calle dice que no espera recibir asistencia del Estado porque hay que “cuidar el déficit fiscal”. De pronto, una pandemia nos muestra en la cara las desigualdades que en distintas dimensiones atraviesan nuestras sociedades, ahora con consecuencias que, en muchos casos, se presentan en clave de vida o muerte. De una u otra forma, siempre estamos discutiendo sobre desigualdad y acerca de qué formas de desigualdad son moralmente aceptables o repudiables, instrumentalmente deseables o contraproducentes para la promoción de otros fines.
Desde hace ya algunas décadas, la investigación en economía y psicología revela que a muchas personas no les gusta la desigualdad de resultados y que incluso están dispuestas a realizar sacrificios materiales para reducirla. Es lo que se ha dado en llamar aversión a la desigualdad. Por supuesto, no todas las personas valoran reducir la desigualdad con la misma intensidad, ni independientemente de cual sea el mecanismo generador de las mismas. Las desigualdades pueden percibirse de distinta manera si se derivan del esfuerzo individual o de circunstancias sociales ajenas a la voluntad de las personas. La forma en que se valora la desigualdad también puede estar mediada por razones instrumentales. Hay quienes entienden que una mayor desigualdad se asocia a peores instituciones, mayor violencia, peores resultados educativos, menor capacidad emprendedora, lo que en última instancia se traduce en menor bienestar económico. Otros piensan, por el contrario, que la desigualdad crea incentivos materiales que favorecen la eficiencia y el crecimiento. Estas creencias respecto a los orígenes y valor instrumental de la desigualdad podrían determinar la actitud de las personas hacia ella y el grado de aceptación y apoyo a las políticas públicas orientadas a reducirla.
En esta columna, adelantamos algunos resultados de una investigación reciente en la que, junto a un equipo del Instituto de Economía, utilizamos métodos experimentales para analizar la disposición a pagar para reducir la desigualdad en una muestra de 1780 estudiantes de primer año de ciencias económicas (generaciones 2018 y 2019 de FCEA-UdelaR).[1]
Si bien el estudio no persigue un fin comparativo con otras profesiones, el colectivo de estudiantes de ciencias económicas es interesante por varios motivos. Primero, es relevante analizar cómo piensan la desigualdad profesionales en formación que pronto tendrán un rol preponderante en sociedad, ya sea en la formulación de políticas públicas, en el asesoramiento a la élite empresarial, sindicatos, en la enseñanza de nuevos profesionales o simplemente como formadores de opinión. Segundo, numerosos estudios internacionales sugieren que los estudiantes de estas carreras son relativamente más egoístas, aunque no es claro si esto obedece a que personas con menor orientación prosocial se vuelcan más frecuentemente a estudiar estas carreras o a que la propia formación las vuelve más egoístas. Lo cierto es que podría tratarse de un grupo en el que a priori sería más difícil encontrar una alta disposición a reducir la desigualdad.
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A los efectos de medir la disposición a pagar para reducir la desigualdad, se utilizó un cuestionario experimental.[2] Las personas que participaron del estudio realizaron una serie de elecciones sobre sociedades hipotéticas, en idéntica situación y expuestos a la misma información sobre el nivel de desigualdad de ingresos y sus causas. En cada elección, quienes participaron debieron optar por la mejor sociedad para su nieto en base a una imagen análoga a la Figura 1, donde los edificios representan dos sociedades que son idénticas en todo y sólo difieren en dos aspectos: el nivel de ingresos de su nieto ($30000 en la sociedad A y $28950 en la sociedad B) y los niveles de desigualdad (la desigualdad es más alta en A que en B).[3] Ante esta alternativa, si alguien elige la sociedad A sobre la B, su nieto tendrá un mayor ingreso pero vivirá en una sociedad más desigual. Si alguien prefiere la sociedad B, estaría reduciendo el ingreso de su nieto a cambio de que pueda vivir en una sociedad menos desigual. Las elecciones plantean un dilema entre desigualdad e ingreso individual. Si se mantiene todo constante, y en la secuencia de opciones que se le presentan al participante la sociedad B le ofrece a su nieto un ingreso cada vez menor, resulta posible identificar (bajo ciertos supuestos habituales) la magnitud de la aversión a la desigualdad a nivel individual y distinguir entre individuos que son aversos, amantes o neutros frente a la desigualdad.
Figura 1
El estudio también buscaba comprender por qué la disposición a pagar para reducir la desigualdad es heterogénea entre las personas. Para avanzar en este sentido, los participantes fueron divididos de forma aleatoria en cuatro grupos, los cuales realizaron la misma serie de elecciones pero recibieron distinta información de partida. Como se dice en el lenguaje experimental, recibieron distintos tratamientos. Un primer grupo (control) realizó sus elecciones sin ninguna información adicional sobre el origen de la desigualdad. Sus elecciones se basaron enteramente en sus creencias a priori. A un segundo grupo (suerte) se le comunicó que el ingreso de los miembros de estas sociedades hipotéticas es el resultado de la suerte, mientras que a un tercer grupo (esfuerzo) se le informó que los ingresos son el producto del esfuerzo individual. Comparando las respuestas de estos tres grupos, se pudo evaluar que tan sensible es la aversión a la desigualdad a la noción de equidad, a que tan meritocrática es la sociedad.
Un cuarto grupo (movilidad) no recibió ningún dato sobre el origen de los ingresos pero fue informado de que todos los miembros de la sociedad hipotética en cuestión pueden ver cambiar su ingreso (a diferencia de los casos anteriores donde el ingreso está fijo y no hay incertidumbre). En términos de la escala de ingresos representada por el edificio de la Figura 1, está abierta la posibilidad de que el nieto alcance los pisos superiores pero también que descienda a la planta baja. En otras palabras, existen oportunidades de movilidad de ingresos ascendente y descendente. Esto plantea una nueva disyuntiva para los participantes, pues la movilidad puede ser un atributo deseable y valorado (podría pensarse que la desigualdad es un problema menor cuando existe alta movilidad), pero al mismo tiempo genera una situación de incertidumbre y abre la posibilidad de que el ingreso del nieto se reduzca. Finalmente, se realizó un tratamiento adicional: para cada grupo se varió la posición del nieto en la distribución del ingreso, lo que permitió evaluar si la aversión a la desigualdad es sensible a la posición individual o, dicho de otra manera, si hay razones egoístas detrás de la valoración que hacen las personas de la desigualdad.
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¿Cuáles fueron los principales resultados? Primero, el estudiante promedio de la muestra valora la desigualdad como un mal. El grupo de control presenta una aversión a la desigualdad de 0.21, lo que significa que estarían dispuestos a reducir su ingreso un 2.1% para evitar un aumento del 10% en la desigualdad.[4] La mayoría de este grupo son claramente aversos a la desigualdad (63%), un 15% son más bien neutros, y un 22% prefieren mayor desigualdad. Esta medida está correlacionada significativamente y en el sentido esperado con una batería de preguntas de opinión sobre la desigualdad, la pobreza y el rol del Estado. También nuestra medida de aversión a la desigualdad resultó más alta entre personas que piensan que la desigualdad es un "mal" (porque reduce la provisión de bienes públicos o incrementa el crimen y la violencia) y menor entre aquellas que piensan que la desigualdad es un “bien” (porque genera incentivos). En este sentido, encontramos que detrás de las actitudes hacia la desigualdad existe una combinación de razones de equidad e instrumentales.
Segundo, los resultados sugieren que el origen de la desigualdad y el contexto individual importan. Cuando se manipula experimentalmente la información de partida sobre el mecanismo generador de la desigualdad, encontramos que la aversión a la desigualdad es muy sensible a la noción de equidad. Como se observa en la Figura 2, la aversión a la desigualdad es más baja cuando la desigualdad es presentada a los participantes como fruto del esfuerzo en comparación a cuando es presentada como resultado de la suerte. Son estadísticamente significativas las diferencias promedio (líneas punteadas), pero también las diferencias en la forma de la distribución, siendo los niveles de aversión a la desigualdad marcadamente inferiores cuando se informa que la desigualdad se explica por el esfuerzo.
Finalmente, la Figura 3 resume las diferencias promedio en la aversión a la desigualdad cuando se varía la posición del nieto en la distribución del ingreso (mínimo, media y máximo) de estas sociedades hipotéticas. Se confirma que las diferencias en la magnitud de la aversión a la desigualdad entre el grupo “suerte” y “esfuerzo” son son independientes de la posición en la distribución del ingreso (los puntos verdes de la gráfica son siempre negativos y estadísticamente significativos). La justificación meritocrática de la desigualdad, por la cual solo las desigualdades derivadas de la suerte deben ser corregidas, no parece estar mediada por consideraciones autointeresadas. Sin embargo, el efecto del tratamiento movilidad es muy sensible a la posición social del nieto: i) cuando el nieto tiene el ingreso medio de la sociedad en cuestión, la aversión a la desigualdad del grupo movilidad y el grupo de control son similares; ii) cuando la elección se realiza sabiendo que el nieto es rico (se ubica en la parte superior de la distribución del ingreso), la aversión a la desigualdad es significativamente mayor en el tratamiento movilidad que en el grupo de control (la aversión al riesgo de movilidad descendente domina las preferencias por la movilidad); iii) cuando la elección se realiza sabiendo que el nieto es pobre (se ubica en el piso de la distribución del ingreso), la aversión a la desigualdad es menor en el grupo movilidad que en el grupo de control (el riesgo de caída del ingreso desaparece y las perspectivas de movilidad social son valoradas). Esto implica que la desigualdad podría ser percibida como un problema menos grave en contextos de movilidad, pero esta valoración está influida por el interés individual y los riesgos que conllevan, dependiendo de la posición social que cada persona ocupa, las mayores oportunidades de movilidad.
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Los resultados del estudio sugieren que es de fundamental importancia entender los mecanismos que afectan la manera en que las personas forman y actualizan sus creencias respecto a la importancia relativa de los méritos y de la suerte en la generación de desigualdades. Por ejemplo, existe evidencia de que las personas tienen percepciones distorsionadas sobre las oportunidades efectivas de movilidad intergeneracional que existen en la sociedad y que esto afecta sus preferencias por la redistribución. La evidencia internacional sugiere además que igualdad de oportunidades e igualdad de resultados están relacionadas. Lejos de tratarse de fines contrapuestos, como a veces se los presenta, parecen reforzarse mutuamente. El estudio también muestra que las actitudes hacia la desigualdad, reveladas a partir de las elecciones en el experimento, se correlacionan con las creencias acerca de las consecuencias que puede tener la desigualdad para la sociedad, efectos que, aunque diversos y complejos de medir, no deberían desconocerse cuando se diseñan políticas públicas.
Robert Lucas, profesor de Chicago y ganador del Premio Nobel de Economía a mediados de los noventa, llegó a afirmar que “entre las tendencias más dañinas en economía, la más seductora y en mi opinión la más tóxica, es enfocarse en cuestiones distributivas”. La advertencia de Lucas no parece haber surtido efecto. La desigualdad ha vuelto a ocupar hoy un lugar central en la agenda de la disciplina, mucho más proclive a analizar de forma integrada los problemas de eficiencia económica (que tanto desvelan a Lucas) y los problemas distributivos. Lo cierto es que, con independencia de lo que piense Lucas, el presidente de la asociación rural o nosotros mismos, los problemas de la desigualdad seguirán colándose tercamente en los debates de política pública. Las actitudes hacia la desigualdad de las futuras generaciones de economistas, que seguramente contribuirán a animar dichos debates, así parecen indicarlo.
Tomado de Razones y Personas. Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución 3.0 No portada.