"Falling..." por R. Körner CC BY-NC-SA 2.0 |
Un aspecto menos visible de la cuestión de los cuidados tiene que ver con la lenta emergencia de tensiones respecto a los tiempos que varones y mujeres estamos dispuestos a destinar a la tarea. Esta pugna por la distribución de responsabilidades ha ido surgiendo a medida que el empleo ocupa una porción mayor de la jornada de las mujeres y que el cuidado va dejando de reconocerse como un ejercicio exclusivamente femenino. Sus consecuencias aún son difíciles de descifrar, por lo que no necesariamente son atendidas por la política o se consideran parte del debate público. Pero el futuro de las actividades de cuidado tiene impactos cruciales sobre nuestro bienestar. Me gustaría compartir aquí algunas ideas que forman parte de la reflexión de la economía feminista sobre el tema y brindan una mirada diferente - si bien complementaria- a la que tiene eje en los sistemas de cuidado o las políticas de protección social.
¿Cuidar a quién? La primera intuición- en gran medida reforzada por las políticas - es que el cuidado tiene que ver con la dependencia. Por tanto, rápidamente lo asociamos a quienes por razones físicas o mentales no pueden desenvolverse en forma independiente y a los períodos de la infancia y la vejez. Sin embargo, en todas las etapas de la vida las personas necesitamos afecto, contención y tiempo de otros para desarrollarnos y ser felices. Aún más, a cualquier edad atravesamos períodos de extrema dependencia física y/o mental y por diferentes motivos necesitamos del tiempo y la cercanía de otros.
No todas las actividades de cuidado tienen sustitutos fuera de los hogares. Existe una dimensión personal del cuidado que no puede cubrirse por completo comprando servicios en el mercado o recurriendo a la provisión pública. Cuidar implica crear y mantener relaciones personales que combinan obligaciones y compromisos, pero también confianza y lealtad (Daly y Lewis, 2000). Quienes trabajan en la provisión de servicios de cuidado, incluso aunque sigan los máximos estándares de calidad, construyen sus propias relaciones con quienes lo reciben. Por mucho que se pague o que el estado invierta, no pueden construir nuestro vínculo emocional y personal con quienes cuidan (Himmelweith, 2000).
El cuidado como problema económico. Es fácil ver que la creciente participación laboral femenina tiene efectos directos en los niveles de desempleo o en la generación de ingreso de los hogares. Sin embargo, también devela al menos dos implicancias del cuidado que no suelen analizarse, si bien tienen importantes impactos para el crecimiento económico y la calidad de vida:
1. La economía mercantil y las actividades de cuidado son interdependientes. La economía convencional considera el traslado del trabajo de cuidados desde los hogares al mercado como una mera redistribución de actividades. Cómo se gestiona depende del ingreso de las familias y de los precios relativos que determine la oferta pública y privada de servicios. La perspectiva feminista sostiene que uno de los efectos principales de este traslado se refleja en la “producción” y mantenimiento de los propios seres humanos. La razón es que en los hogares se movilizan recursos y trabajo que no sólo nos permiten cumplir con actividades cotidianas instrumentales como comer, dormir, asearnos. También se transmiten valores (empatía, solidaridad, altruismo) y normas de comportamiento que nos permiten generar capacidades para desenvolvernos en sociedad, y en particular, participar en la fuerza de trabajo y tomar decisiones.
Pensemos que cada vez más, la productividad de la fuerza laboral requiere destrezas ―como la creatividad, la innovación, la seguridad― que surgen de formas de socialización que se estimulan desde las familias, en los hogares y durante todas las edades. Además, toda la economía mercantil se beneficia de las actividades de cuidado, que permiten realizar transacciones e intercambios en contextos de confianza y valores compartidos (Folbre y Nelson, 2000). Por tanto, cuando por falta de tiempo o de recursos el circuito de cuidados comienza a fallar, esto afecta el tejido social y de paso, las habilidades de las personas para participar en los procesos económicos.
2. La jornada de trabajo masculina no es generalizable. En la mayoría de los sectores productivos, la organización del mercado laboral se encuentra muy desconectada de preocupación alguna por los tiempos de cuidado. Tanto que parece estructurarse en base a individuos que no tienen compromisos de cuidado o que se comportan como si no los tuvieran. Peor aún: penaliza a quienes llevan la principal responsabilidad por estas tareas, que aún son las mujeres no importa su nivel de formación o el puesto que ocupen. Tomemos sólo un ejemplo sobre esta afirmación: Goldin (2014) analiza los salarios de una muestra de profesionales en negocios y empresas graduados por la Universidad de Chicago. Se trata de personas altamente calificadas y que reciben remuneraciones muy elevadas. Encuentra que tras 16 años de ejercicio, las mujeres con la misma formación que los varones, perciben 55% del salario masculino. Estima que la discriminación pura explica el 16% de la diferencia. Del restante 84%, 30 puntos se deben a interrupciones en la carrera por motivos de cuidado. Otros 30 puntos se explican porque las mujeres prefieren jornadas de duración definida y no acceden a la mayor remuneración por hora que pagan las empresas por realizar jornadas extendidas, dedicación que sí asumen los varones. El análisis de ocupaciones que pagan menos, también muestra que las empresas penalizan en el salario por hora a quienes trabajan por debajo de 40 horas, que suelen ser mujeres en mayor medida que varones (Goldin, 2015).
La contradicciones que se producen son serias. Los mercados laborales aprovechan la formación de la fuerza de trabajo, que depende en gran medida del cuidado que se realiza en los hogares, al tiempo que penalizan a quienes lo llevan adelante. Crean incentivos para que se generalice el modelo de inserción laboral masculina que desconoce las actividades de cuidados, pero con ello terminan deteriorando a los propios miembros de la fuerza laboral que son parte de su funcionamiento.
Cuidado: frágil. Las tareas de cuidado, y en particular las que se realizan en los hogares, inciden en el funcionamiento económico porque afectan la calidad de la fuerza de trabajo y del tejido social en que se producen las transacciones. Reconocer la importancia de los cuidados en esta perspectiva mueve a reflexiones que van más allá de las políticas sociales de provisión de servicios. Por un lado, porque alienta una mayor exploración de los nexos entre los mercados de trabajo y de producción y las actividades de los hogares, que puede brindar nuevos insumos para el diseño de políticas. Por otro, porque como sociedad, nos enfrenta a resolver dilemas sobre las tareas y tiempos que deberíamos destinar hombres y mujeres a esta actividad. Hacerlo en un marco de equidad de género, de un modo que sea compatible con una mejor calidad de vida y con el respeto a las expectativas de quienes cuidan y de quienes son cuidados es uno de los desafíos más relevantes de los tiempos que vienen.
Referencias
Daly, M. y Lewis, J., 2000. The concept of social care and the analysis of contemporary welfare states. British Journal of Sociology, 51 (2): 281-298.
Folbre, N. y Nelson, J. 2000. For Love or Money-or both? The Journal of Economic Perspectives, 14(4): 123-140.
Goldin, C. 2015. Hours flexibility and the gender pay gap. Center for American Progress.
Goldin, C. 2014. A grand gender convergence: its last chapter. American Economic Review, 104(4): 1091-1119.
Himmelweit, S. 2002. Making Visible the Hidden Economy: The Case for Gender-Impact Analysis of Economic Policy. Feminist Economics 8 (1): 49-70.
Tomado de Razones y Personas. Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución 3.0 No portada.