Johann Peter Hasenclever, “Jobs als Schulmeister” (1845) |
La pregunta es muy amplia. Sin ninguna pretensión de agotar el tema, presentaré aquí mis dos centavos. Como es un asunto que puede resultar árido, y como en un intento anterior de exponer mis puntos de vista pequé quizás de brevedad excesiva, dividiré este texto en dos o más entregas. En esta oportunidad ofreceré una introducción general y una primera aproximación al problema. Advierto desde ya, para que no se generen malos entendidos, que estos apuntes refieren a la formación de profesores y no a la formación de maestros.
Introducción
Por miles de años los seres humanos hemos forjado herramientas conceptuales cada vez más complejas para incidir sobre nuestro entorno y transformarlo. Hemos concebido ideas que hoy parecen elementales, pero que no lo son en absoluto, como la de número. Incluso la idea de número natural, el más sencillo de los conceptos aritméticos, a poco de que se reflexione sobre su naturaleza resulta ser mucho, muchísimo menos natural de lo que su nombre sugiere que es. Hemos concebido también teorías bellas y sofisticadas, que en modo alguno lucen elementales, como la teoría platónica de las formas, el cálculo diferencial, la teoría cuántica o la teoría sintética de la evolución.
Cada una de esas herramientas conceptuales, cada una de esas teorías, es una conquista fundamental del espíritu humano, un logro trabajosamente conseguido a través de generaciones y generaciones, merced al talento, la tenacidad, el esfuerzo, el tiempo y también, muchas veces, el mero azar. Ese conocimiento tan dificultosamente forjado no puede ser redescubierto a cada paso, en cada generación, en cada tiempo, en cada lugar. Para seguir avanzando es estrictamente necesario treparnos a hombros de los gigantes del pasado. La educación, al menos como fue concebida tradicionalmente, es en esencia el acto mismo de treparse a los hombros de nuestros predecesores: es la transmisión intergeneracional de los logros y conquistas culturales acumuladas por la humanidad a lo largo del tiempo.
La educación concebida de ese modo, como enseñanza, como transmisión de saberes, se enfrenta a algunas críticas bien conocidas. Se dice que se preocupa insuficientemente del alumno, porque el profesor opera como una especie de antena de transmisión y el estudiante como un pequeño receptor, donde el peso está puesto en la transmisión más que en la recepción. Pero eso no describe adecuadamente la educación tradicional, sino apenas alguna mala práctica de enseñanza. Es evidente que la transmisión del legado cultural debe ser efectiva, no puramente nominal. No se trata de que un profesor se pare delante de sus alumnos y diserte; se trata de que enseñe. Otra crítica bien conocida dice que la enseñanza tradicional, de talante autoritario, sólo cumple un papel reproductivo, en el mejor de los casos, porque, al considerar al estudiante un sujeto puramente pasivo, un mero receptor de saberes, no lo ayuda ni lo impulsa a crear nuevos conocimientos. También parece una crítica desencaminada. Habida cuenta de que no se puede reinventar la rueda en cada generación, el conocimiento del legado cultural es indispensable para crear cualquier cosa. Si el acceso a ese conocimiento está asegurado, ya se verá de qué manera se incentiva además la creatividad de los alumnos. Si no está asegurado, todo impulso e incentivo será inútil a esos efectos.
Lo anterior no agota las críticas que se han hecho a la concepción tradicional de la educación, ni las respuestas posibles a esas críticas. Por mor de la brevedad, vamos a suponer que la educación concebida al modo tradicional es deseable y que su promoción es algo bueno.
El problema de la formación de los docentes
¿Cómo deben ser formados los docentes, los profesionales de la enseñanza, los adultos sobre cuyos hombros recae la responsabilidad de transmitir a la siguiente generación en forma efectiva el legado y los logros culturales de la humanidad?
La formación docente en Uruguay se ha sostenido tradicionalmente sobre tres pilares: los saberes específicos de la disciplina en que el futuro profesor se está especializando (biología, literatura, física, historia, matemática, filosofía, etc.), los saberes de las ciencias de la educación (pedagogía, historia de la educación, sociología de la educación, psicología de la educación, filosofía de la educación, etc.) y las didácticas (generales y específicas).
Los tres pilares son razonables; con variaciones, se repiten más o menos en todas partes del mundo. Nadie en su sano juicio quiere echar todo abajo. Pero hay problemas. Podemos hacer de cuenta que no, pero hay problemas. Uno de ellos, no menor en absoluto, es la sobrecarga de horas presenciales, de aula o de práctica, que sufren los estudiantes. Es bastante habitual que se dé el caso de alumnos que cursan un año las generales (las materias de ciencias de la educación), otro año las específicas, y que relegan a un tercer año la práctica (sobre todo en la segunda mitad de su carrera, cuando esa práctica se hace más demandante en tiempo y en esfuerzo), como resultado de lo cual, cada año hipotético de su formación se desdobla en los hechos en tres o más años efectivos de sus vidas. Una carrera de cuatro años a muchos estudiantes les lleva doce o más. Y habría que hablar también de la calidad de esos cursos. Pero, para no complicar más las cosas, vamos a asumir que son todos ellos cursos excelentes, dictados por profesionales de primer nivel. Lo que sí hay que decir es que muchas, muchísimas veces, los contenidos de esos cursos, sobre todo en el caso de las materias generales, se repiten o se superponen, lo que provoca una especie de eterno retorno de lo mismo.
Casi todo el mundo advierte que la situación es insostenible, aunque no siempre se la proclame como tal.
Hasta donde alcanzo a ver, hay solamente cuatros escenarios posibles:
a) la situación parece insostenible, pero no lo es; podemos seguir 20, 50 o 100 años más así, con resultados razonablemente buenos;
b) la situación es efectivamente insostenible y hay que hacer un recorte homogéneo; hay que achicar cada uno de los pilares un poco, entre otras medidas;
c) la situación es efectivamente insostenible y hay que hacer un recorte no homogéneo; hay que achicar algunos pilares más que otros, entre otras medidas;
d) la situación es efectivamente insostenible y hay que tirar todo abajo y empezar de nuevo; hay que demoler los tres pilares y construir otra cosa.
Por lo que sea que pueda valer, mi opinión es que hay que tomar la tercera opción: hay que hacer un recorte no homogéneo; hay que conservar toda la formación específica que existe en la actualidad —incluso habría que pensar en ampliarla— y hacer recortes en los otros pilares, especialmente en lo que atañe a la formación general en ciencias de la educación. Quienes creemos que esta es la opción correcta pensamos que un docente es antes que nada alguien que sabe de lo que enseña. Ello no quiere decir que los otros dos pilares sean simplemente prescindibles, que sean descartables. No son, sin embargo, más importantes que los contenidos disciplinarios. Los estudiantes actuales de formación docente ya reciben de hecho una carga de formación disciplinaria específica menor que la que algunos consideramos (en el acierto o en el error) sería la adecuada; una carga todavía menor sería completamente inaceptable.
La anterior no es una opinión muy popular, creo yo. Puedo estar equivocado. Una opinión bastante más popular, me parece, es la exactamente contraria: que hay que conservar toda la formación no específica que se pueda y sacrificar la especificidad. Quienes creen que esa es la opción correcta piensan cosas distintas, por motivos distintos. En una segunda parte de esta nota volveré sobre este asunto. Baste decir, por el momento, que una de las principales banderas de quienes creen que, en caso de que haya que sacrificar alguna cosa, es la formación específica la que debe ser sacrificada, es la tesis de que los institutos de formación docente forman sustancialmente docentes y sólo de modo accidental docentes de literatura, docentes de física, docentes de historia, y así por delante. Un docente, desde este punto de vista, es alguien que sabe enseñar, no que sabe enseñar esto o aquello, sino que sabe enseñar a secas, que sabe enseñar en general. Lo propio y específico de la formación docente es, desde esta perspectiva, enseñar a enseñar.
El motivo por el que entiendo que esta posición es equivocada requiere cierto desarrollo. Quedará para una próxima entrega.
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