Jan Steen, "Schoolmeester" (ca. 1658-1668) |
En torno a esta pregunta, muy amplia, empecé a publicar la semana pasada en este espacio una serie de notas. Esta es la segunda entrega; seguramente no será la última. (Ignoro en este momento cuántas entregas tendrá la serie.) En aquella oportunidad ofrecí una introducción general y una primera aproximación al problema. Recapitularé brevemente, para enlazar con lo que sigue.
La formación docente en Uruguay se ha sostenido hasta ahora sobre tres pilares: los saberes específicos de la disciplina que el futuro docente impartirá, los saberes de las ciencias de la educación y los saberes didácticos. Los tres pilares son razonables; con variaciones, se repiten más o menos en todas partes del mundo. Un problema grave, sin embargo, es la sobrecarga de horas presenciales, de aula o de práctica, que sufren los estudiantes. Otro problema no menos graves es la repetición y la superposición de contenidos curriculares, sobre todo en el caso de las materias de ciencias de la educación.
En mi nota anterior sostuve que habría que llevar a cabo una reforma de la formación docente que conservara toda la formación específica que existe en la actualidad —incluso habría que pensar en ampliarla— y que hiciera recortes en los otros pilares, especialmente en lo que atañe a la formación general en ciencias de la educación. Quienes creemos que esta es la opción correcta, sostuve, pensamos que un docente es antes que nada alguien que sabe de lo que enseña. Ello no quiere decir que los otros dos pilares sean simplemente descartables. No lo son, pero tampoco son más importantes que los contenidos disciplinarios específicos. Los estudiantes actuales de formación docente ya reciben de hecho una carga de formación específica relativamente escasa; una carga todavía menor sería simplemente inaceptable.
Una opinión muy extendida es la exactamente contraria; a saber: que hay que conservar toda la formación no específica que se pueda y sacrificar la especificidad. Esto es lo que creen las autoridades actuales del Consejo de Formación en Educación de la ANEP. Es también lo que creen muchos presuntos especialistas en la materia, nacionales y extranjeros. Los motivos son diversos. En cualquier caso, una de sus principales banderas es la pedagogía como una ciencia general de la enseñanza. Un docente, desde este punto de vista, es alguien que sabe enseñar, no que sabe enseñar esto o aquello, sino que sabe enseñar a secas. Lo propio y específico de la formación docente, según esta perspectiva, es el hecho de que enseña (o al menos debería enseñar) a enseñar.
Quienes sospechen que lo anterior es una mala caricatura, sírvanse considerar el siguiente extracto de las declaraciones de la profesora Ana Lopater, especialista en gestión de centros educativos y magíster en educación, actual directora del Consejo de Formación en Educación, hechas al periódico La Diaria el miércoles pasado:
“[Poner el contenido disciplinario en el centro de la formación del futuro docente es] en definitiva, decir que un docente enseña por saber mucho de la disciplina, y no es así. [...] También hay que saber enseñar: esa es la diferencia entre un profesor, un maestro o un educador social con un licenciado que se prepara para ser investigador. Pueden trabajar en un campo profesional similar, pero la orientación que tienen es distinta; en el caso de los educadores, es aprender para enseñar.”
Hasta aquí un apretado resumen. A continuación, un mayor desarrollo del tema.
La pedagogía moderna y sus descontentos
El fenómeno que estoy considerando no es nuevo. Tómese en cuenta, por ejemplo, el siguiente fragmento de un artículo de prensa de don Miguel de Unamuno, publicado en La Nación de Buenos Aires el 8 de junio de 1915:
“Hablando yo una vez con un normalista de la conveniencia de suprimir las escuelas normales y que los futuros maestros estudiasen en nuestros Institutos de Segunda Enseñanza —los Liceos franceses—, se le ocurrió la estupenda amenidad de decirme que eso no podía ser, porque la física, verbigracia, que había que enseñar en la Normal, ni era ni podía ser la del Instituto. Y al asombrarme de tal proposición, agregó que la física que se enseña en el Instituto es una física para saberla y la de la Normal una física que se aprende para enseñarla.”
En el improbable caso de que el filósofo vasco hubiera podido viajar más de cien años al futuro, hubiera recalado en nuestro país y hubiera tenido una amable conversación con la profesora Lopater, es de suponer que el diálogo entre ellos no habría sido muy diferente al que se relata ahí arriba, habida cuenta de las declaraciones ya citadas de la directora del consejo.
Es forzoso concluir, entonces, que las nuevas orientaciones pedagógicas (dice Lopater que centradas en el estudiante) que impulsa el actual Consejo de Formación en Educación tienen más de cien años. Unamuno ya las conocía muy bien.
“En la pedagogía al uso todo es formal, puramente formal. Es algo así como la disciplina militar. Lo interesante para nuestros pedagogos parece ser, no lo que se ha de enseñar, sino cómo se ha de enseñar. [...] Acostumbro a decir a los maestros cuando les hablo de pedagogía que ésta es como una colección de moldes de quesos de todas formas y tamaños, pero con los cuales no pueden hacer el queso, porque les falta la leche y el cuajo para hacerlo, mientras que con estas primeras materias puede, en rigor, hacerse el queso en cualquier recipiente, y si nos apuran, hasta a mano.”
La anterior es otra cita del mismo artículo del autor de Vida de Don Quijote y Sancho. Queda planteado el siguiente ejercicio: imagine el lector la posible réplica de Lopater.
¿Cabe la posibilidad de que no haya que tomarse muy en serio las invectivas de Unamuno contra la pedagogía moderna? ¿Puede que simplemente fuera el producto de una sensibilidad, la suya, quizás muy conservadora?
Tómese en cuenta ahora lo que, acerca de este mismo tema, tenía para decir la filósofa alemana, emigrada a los Estados Unidos, Hannah Arendt, en su artículo “The crisis in education” de 1954:
“Bajo la influencia de la psicología moderna y de los principios del pragmatismo, la pedagogía ha evolucionado hacia una ciencia de la enseñanza en general, de tal manera que se la ha liberado por completo del contenido a ser enseñado. Un profesor es simplemente una persona capaz de enseñar alguna cosa, o eso se creyó que era; su formación está en el propio enseñar, no en el dominio de algún tema en particular. [...] [Esto] ha tenido como resultado, en las últimas décadas, el más grave descuido en la formación de los profesores en sus propias disciplinas, especialmente en los institutos públicos. Puesto que el profesor no necesita conocer su propia materia, no es infrecuente que sepa poco más que sus alumnos. Lo que a su vez significa, no sólo que de hecho se deja a los estudiantes abandonados a sus propios recursos, sino, además, que ya no es efectiva la que antes era la fuente más legítima de la autoridad del profesor.”
Las citas podrían multiplicarse innecesariamente, dándole a este escrito un tono pedantesco y doctoral. No es la idea. Lo que se busca es justificar e ilustrar dos afirmaciones. La primera: que las orientaciones de las autoridades educativas actuales no son nuevas. Tienen un siglo por lo menos. La segunda: que no todos los que, en el pasado, se han detenido a reflexionar acerca de ellas las han considerado buenas, beneficiosas o convenientes.
Aclaro, para evitar los malos entendidos que se generan todo el tiempo, que no suscribo (como debería ser obvio) todas y cada una de las afirmaciones que hace Unamuno en su artículo (que puede encontrarse en el tomo VIII de sus Obras Completas publicadas en Madrid por la editorial Afrodisio Aguado) ni tampoco todas las afirmaciones que hace Arendt en el suyo (que puede encontrarse fácilmente en Internet, tanto en su versión original como en una algo defectuosa versión española).
Los límites de la pedagogía moderna
Voy a ofrecer ahora un argumento muy simple en contra de la pedagogía moderna. Esto es: en contra de la idea de que hay algo así como una ciencia de la enseñanza. Desde luego que existen las ciencias de la educación. Nadie lo niega. Pero no hay una ciencia de la enseñanza. Más aún: no puede haber una ciencia de la enseñanza. Porque la enseñanza no es una ciencia aplicada, ni mucho menos una ciencia teórica. La enseñanza es un arte, o algo parecido a un arte. La enseñanza es un saber práctico.
Un saber teórico es el que proporcionan la matemática o la física, la anatomía o la fisiología. Un saber aplicado es el de la ingeniería o el de la medicina (aunque ciertamente no en todos los casos). Un ingeniero civil es alguien que sabe construir un puente. No porque haya construido muchos puentes: lo sabe porque ha aprendido a hacerlo; sabe construir puentes incluso aunque nunca haya construido uno. Tanto se asume que sabe, o, al menos, que tiene que saber, que si un puente se le cayera, y fuera su responsabilidad, por carencias en el diseño, se lo juzgaría penalmente por ello. En su defensa no podría alegar que era el primer puente que hacía, que ya lo hará mejor, que ya le agarrará la mano, que cuando haya hecho cuatro o cinco puentes, o diez o veinte, ya no se le caerán. Lo ridículo, incluso lo cómicamente absurdo de esta línea de defensa viene dado por el hecho de que resulta obvio para todos que el ingeniero sabe hacer un puente, o, al menos, que debería saberlo, aunque todavía no haya hecho ninguno. Lo sabe, o debería saberlo, porque, se supone, tiene el conocimiento teórico para hacerlo. Hacer un puente es, entonces, aplicar un saber teórico. Algo parecido pasa con la medicina, aunque no en todos los casos. De todos modos, ciertos errores médicos claramente acarrean consecuencias legales, porque se asume que el conocimiento teórico debió haber dotado al profesional de las herramientas necesarias para resolver el problema correctamente. Por lo demás, muchas veces la medicina se parece a un arte, y no me refiero con ello a lo que hacen los cirujanos plásticos. Se parece a un arte en tanto y en cuanto la medicina es también, muchas veces, un saber práctico. Esto es: el tipo de saber que mejora con la práctica. No todos los saberes son de este tipo, como espero haber mostrado con el ejemplo del ingeniero. Es evidente que un ingeniero debe tener los elementos teóricos para que su práctica sea óptima desde el principio mismo de su actividad profesional. Otras actividades profesionales, sin embargo, no se parecen a la ingeniería. No se parecen porque no son ciencias aplicadas. La enseñanza es una de ellas.
La enseñanza se parece a tocar el piano o a jugar al tenis, no a construir un puente ni a mandar un cohete a la Luna. Existen las ciencias de la educación, pero la enseñanza no es una ciencia aplicada. Existe también la musicología, pero tocar el piano no es musicología aplicada. Por supuesto que un profesor debe saber de lo que enseña. Es por ello que su formación debe estar centrada, sobre todo, en la incorporación de conocimientos disciplinarios, no en la incorporación de conocimientos de las ciencias de la educación. Porque no se va a dedicar a la investigación educativa sino a la enseñanza. Y nadie puede enseñar lo que no sabe por más ciencias de la educación que haya estudiado. Nadie se convierte en docente por haber “aprendido a enseñar”. A enseñar se aprende enseñando. Y a tocar el piano se aprende tocando. No existe una ciencia teórica cuyo manejo solvente convierta a alguien en un pianista y no existe tampoco una ciencia teórica cuyo manejo solvente convierta a alguien en un docente.
Aprender a tocar un instrumento exige atención, dedicación, interés, también algún tipo de talento especial. Aprender a enseñar es igual: exige atención, dedicación, interés, también algún tipo de talento especial. No es solamente el resultado de dar muchas clases. Hay quienes dan clases durante muchos años sin aprender nunca a enseñar. Algunos de ellos son egresados de institutos de formación docente, otros no. Un cierto conocimiento de historia de la educación, de sociología de la educación, de filosofía de la educación, de psicología de la educación y de pedagogía puede ayudar a enseñar, pero ese conocimiento no transforma a alguien en una persona que sepa enseñar. Tampoco los años en el aula. Se puede tocar muchos años un instrumento y hacerlo siempre y sistemáticamente mal. Lo que es seguro, absolutamente seguro, sin embargo, es que, si uno no toca su instrumento, el conocimiento de la historia de la música, la sociología de la música, la filosofía de la música, la psicología de la música y la física de las ondas sonoras no lo va a transformar en un buen ejecutante.
Por este motivo, la formación disciplinaria es absolutamente indispensable para los futuros docentes. Porque enseñar a enseñar no es posible (aunque la práctica, antes y después de obtener el título, así como la guía de viejos y buenos docentes, es de inestimable ayuda). En cambio, enseñar los contenidos disciplinarios específicos que, a su vez, el docente luego enseñará, sí es posible. Posible y necesario. Es de hecho lo único imprescindible.
Mi agradecimiento
A Ana Cabrera, por las ideas que compartió conmigo durante la redacción de esta nota, que se reflejan en ella.
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