Autor invitado: Claudio
López-Guerra
Permitir que los electores emitan su voto
desde el extranjero no es un problema. Al contrario, como el voto anticipado, es
una medida que facilita a los votantes llevar a cabo su tarea. La pregunta
importante es si debemos investir a nuestros connacionales residentes en el
extranjero como electores. El asunto no es legal (lo que dice la ley) sino
filosófico (lo que debería decir la ley).
Ciertos casos
están exentos de controversia: quienes se encuentran en otro país de manera
temporal no deberían perder su condición de electores (exista o no un mecanismo
que les permita emitir su voto desde fuera). Pero quienes establecen residencia
permanente en otro país se encuentran en una situación muy distinta: ya no
forman parte del grupo de los gobernados. Por esto, desde una perspectiva
democrática, su exclusión me parece justificable. Los ciudadanos de Canadá,
Australia y Gran Bretaña, por ejemplo, pierden el derecho a votar después de
cinco, seis y quince años fuera de su país, respectivamente. Nada en la teoría
democrática sugiere que estos países cometen una injusticia.
La democracia
siempre se ha distinguido, desde la antigüedad clásica hasta nuestros días, por
acoger un principio fundamental: el autogobierno colectivo, donde un grupo de iguales
gobiernan y son gobernados a la vez. En los sistemas representativos, el reclamo
democrático es que los gobernados, y sólo los gobernados, tienen derecho a
participar en la designación del gobierno al que están sujetos. Este principio
provee un criterio general de inclusión/exclusión: quien (no) esté gobernado
por las leyes y decisiones de los representantes electos (no) puede exigir
derechos políticos apelando a los valores democráticos.
Si esto es
correcto, los emigrantes (así llamaré a quienes establecen residencia
permanente en otro lado) no tienen derecho a votar en su país de origen. Es
interesante observar cómo esta idea se respeta al interior de los sistemas
democráticos con un régimen federal, pero se olvida con respecto a los residentes
en el exterior. En efecto, los ciudadanos en un sistema federal sólo pueden
votar en el estado donde residen. Otros factores no importan. No importa, por
ejemplo, que una persona sea originaria de una cierta región: al dejar de
habitarla, pierde el derecho a elegir a los gobernantes de ese territorio. Así
es en todos los sistemas federales del mundo. Los habitantes de Nueva York no pueden
votar por el gobernador de California. Desde la óptica democrática, hay una
buena razón para ello: si los gobernantes no los van a gobernar, no pueden
exigir el derecho a elegirlos. Lo mismo debemos concluir con respecto a los
nacionales que establecen su residencia permanente en otro país.
Sin embargo, en
contra de esta conclusión, quienes defienden el sufragio de los emigrantes han ofrecido
una serie de razones que debemos tomar en serio. Las más importantes son: 1) que
la inclusión de emigrantes se justifica porque sus remesas contribuyen de forma
significativa a la economía de sus países de origen; 2) que es injusto negar el
voto a quienes emigran contra su voluntad por razones económicas, y 3) que
debemos incluir a los emigrantes porque conservan vínculos sentimentales y
culturales con el país, y en ocasiones incluso mantienen patrimonio y familia.
A pesar de su plausibilidad, ninguno de estos planteamientos se sostiene.
1.
Remesas. Este argumento
es deficiente por dos razones principales. Por una parte, sólo justificaría la
inclusión de aquellos que envían remesas, no de todos los que residen en el
exterior. Pero el problema medular es que el derecho al voto, según esta
perspectiva, depende de un absurdo criterio económico. Una consecuencia
inevitable es que los inversionistas transnacionales, los filántropos sin
fronteras, los turistas, los comerciantes o cualquier grupo externo cuyas
divisas contribuyan a la economía de un país también tendrían derecho a votar. ¿Es
suficiente, entonces, enviar dólares a otros países para poder reclamar en
ellos el voto? ¿Cuánto dinero sería suficiente? Por supuesto, esto es inaceptable
por una sencilla razón: la democracia no está a la venta.
2. Exilio
económico. En este caso el reclamo unívoco de quienes viven en el exterior
también se fractura irreparablemente, ya que no todos emigran por motivos
económicos. Según este argumento, únicamente los emigrantes pobres tendrían
derecho a votar. Es verdad que en muchos países la causa principal de la emigración
es la penuria y la falta de oportunidades, pero la única conclusión que se
deriva al respecto es que urge crear riqueza y distribuirla justamente. Ninguna
relación guardan las causas del éxodo con el criterio para otorgar derechos
políticos en una democracia.
No es injusto
que los emigrantes pierdan el derecho al voto; lo que es injusto es que su
voto, cuando aún residían en el país, no se haya traducido en políticas
públicas efectivas que hubiesen prevenido su exilio. Pero una vez que han
partido para bien, sólo toca a los residentes determinar qué gobernantes son
los más capaces para resolver los grandes problemas, pues únicamente ellos y no
quienes viven fuera van a estar sujetos a las consecuencias de las decisiones
gubernamentales, sean buenas o malas.
3.
Vínculos patrios. Estar
vinculado sentimental o culturalmente con un país no es relevante para la justa
distribución de derechos políticos. Ningún tipo de emociones, ya sean nacionalistas
o humanitarias, acredita la participación de quienes no están sometidos a las
decisiones colectivas. Una persona genuinamente humanitaria, por ejemplo,
podría sentirse muy afectada, incluso al grado de padecer problemas físicos y
psicológicos, por eventos alrededor del mundo como guerras y violaciones a los
derechos humanos. Pero sería ridículo si por este hecho reclamara el derecho a
votar en todo el planeta.
Lo
mismo es cierto con respecto a los vínculos familiares y patrimoniales. Si tuviera
validez el argumento, entonces bastaría con tener un hermano en Arequipa y una
propiedad en Helsinki, aunque sea de muy escaso valor, para poder votar en las
elecciones peruanas y finlandesas. Incluso podríamos adquirir un pedazo de
hielo en Alaska, a buen precio, con la esperanza de obtener el derecho a votar
en los Estados Unidos. Por supuesto, sería absurdo. Si dependiera del
patrimonio, las personas podrían comprar el derecho al voto indirectamente, al
igual que en el caso de las remesas.
En suma: votos para los gobernados, y nadie
más. Es hora de añadir la nacionalidad a la lista de condiciones arbitrarias
(como la raza, el género, la educación) en la delimitación del electorado. La
nacionalidad no debe ser ni necesaria ni suficiente para poder votar en
elecciones democráticas.
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Por una discusión más detallada sobre los argumentos aquí expuestos ver: Claudio López-Guerra. 2014. Democracy and Disenfranchisement: The Morality of Electoral Exclusions. Oxford University Press. http://tinyurl.com/o383b67