La Coherencia: El Opio del Pueblo Oriental

Nota de Guzmán Castro


Vendido, cínica, tortillero, mentirosa, acomodado... incoherente. Adjetivos típicos de una serie de prácticas que cada cuatro años intentan monopolizar la forma de hablar, o hasta de entender la política en Uruguay. Prácticas que podemos agrupar en torno a una suerte de hobby al que llamaré “Descubre Las Incoherencias.” En general disfrazado de seriedad, y siempre ejecutado con indignada disposición, el “Descubre...” consiste en señalar una opinión expresada por un candidato/a sobre el tema X, digamos Xa. Xa puede tener 3 días, 5 meses, o 15 años de antigüedad. A continuación, y aquí está quid de la cuestión, Xa es comparada con Xb, la actual posición del candidato/a sobre X. El arte está en demostrar como Xa y Xb -¡oh pecado!- no son iguales. Como Xa y Xb son incoherentes. La incoherencia -falta máxima- sería prueba suficiente para que el pueblo desista de confiar su voto a semejantes políticos.

Textos, imágenes, vídeos, y comentarios en clave “Descubre Las Incoherencias” son ya copiosos. A la espera de que éstos -y sus comprometidas montañas de “me gusta” en las redes sociales- sólo crezcan en los próximos meses, en el siguiente artículo exploro dos aristas analíticas del fenómeno. La primera, más explicativo-científica, eleva una serie de preguntas y posibles líneas de investigación sobre sus efectos en la política. La segunda, más normativa, cuestiona el lugar que la “coherencia” tiene como principio ordenador en el día a día de la política uruguaya.

Déjenme empezar con un ejemplo: el video titulado “¿A cuál de todos los Vázquez hay que creerle?” preparado por un grupo de Vamos con Pedro (recomiendo ver el video antes de seguir leyendo). Dividido en dos partes, el video comienza con una entrevista de 2008 en la que Vázquez, ante una pregunta del periodista Gabriel Pereira, comenta: “Yo he dicho que hay que estudiar seriamente la posibilidad de bajar la edad de imputabilidad.” Ante la insistencia de Pereira sobre su “postura personal” Vázquez dice: “Yo creo que hay que estudiarlo, dije hay que estudiarlo;” para luego concluir, “pienso que de repente habría que ver, sin ningún tipo de condicionamiento previo, si la realidad de hoy en día no aconsejaría bajar la edad de imputabilidad.” (i.e. Xa). A continuación, en una nota de Agosto de 2011, se lo ve a Vázquez afirmando: “No estoy de acuerdo con la baja de imputabilidad de los menores” (i.e. Xb).

La segunda mitad trata sobre la ley de regulación de la marihuana -un favorito de los adeptos al “Descubre...” desde la oposición. Una nota de Subrayado cita a Vázquez afirmando, en Septiembre de 2012, que no hay que consumir marihuana, una sustancia que “produce daño a la corta o a la larga.” Acto seguido se puede ver al periodista Ignacio Álvarez, ese Indiana Jones de la incoherencia, preguntando a Vázquez, ahora en Agosto de 2013, cuál es su opinión sobre la ley en discusión en el Parlamento. Vázquez responde que está de acuerdo. La imagen comienza a cambiar de colores y el video cierra al ritmo del tema de Chico Novarro, “El Camaleón.

El video tiene dos problemas. El primero es simple: las posturas de Vázquez no son necesariamente incoherentes o “camaleónicas.” En 2008 Vazquez propone estudiar la posibilidad de bajar la edad de imputabilidad. En 2011, tres años después -y tres años de debate después- el ex-Presidente dice no estar de acuerdo con la medida. La lógica de “estudiar” una temática supone recorrer un proceso por el cuál las hipótesis y pre-conceptos que se manejaban antes de comenzar el estudio pueden ser confirmadas o refutadas. No tendría sentido alguno estudiar un tema si este no fuese el caso. El ejemplo de la marihuana es todavía más tonto. Ninguno de los actores a favor del proyecto de re-regulación ha dicho que la marihuana es inocua. Lo que sí se ha argumentado es que el “problema de la droga” va mucho más allá del restringido (si bien importante) análisis médico de la cuestión. Una des-medicalización parcial de la sustancia y sus prácticas ha permitido incorporar una serie de argumentos que sugieren la necesidad de tomar un camino alternativo al prohibicionismo. En este sentido, aceptar que la marihuana no es inocua y, al mismo tiempo, defender un modelo de regulación distinto a la costosa e importada “guerra contra las drogas” no supone incoherencia alguna.

Pero pensemos incluso en un escenario contrafáctico donde Vázquez hace un esfuerzo, explícito y sostenido, por bajar la edad de imputabilidad en 2008 (es decir, no sólo estudiarla) y en 2011 pasa a afirmar que, en realidad, no está de acuerdo con la medida. Aún así, Xa y Xb deberían ser evaluadas en su propio contexto. Es decir, Vázquez sería un “camaleón” únicamente si se puede probar que entre Xa y Xb no hubo cambio alguno en el contexto, la disponibilidad de información, o los argumentos analíticos, que hayan modificado la lectura que el político hace de la realidad.

No pretendo hacer una defensa del Vázquez político. Más bien quiero señalar y cuestionar una forma omnipresente de pensar la política en la que diferentes opiniones en el tiempo son razón suficiente para condenar a alguien al purgatorio de la incoherencia. Más aún cuando resulta difícil pensar un tema de agenda que no haya pasado por el “Descubre las Incoherencias.”

¿Entonces?

Dos rutas analíticas me parecen dignas de mención. La primera, más dirigida a las ciencias sociales, resalta el potencial de una serie de preguntas de investigación en torno a la “coherencia” como principio político.

En primer lugar, sería interesante analizar de qué manera los políticos interpretan y evalúan los posibles “costos de audiencia” -electorales, de status, etc.- que puede acarrear el compromiso con una determinada posición política.[1] No sería extraño que algunos políticos utilicen los costos de audiencia para señalar credibilidad y ganar capital político. El compromiso público de Vázquez de derogar cualquier ley de aborto al comienzo de su primer mandato es un buen ejemplo. ¿En qué condiciones, en cuáles tópicos, y con cuánta eficacia los políticos utilizan los altos costos de audiencia generados por la valoración que tiene la coherencia como principio de “visión y división” (Bourdieu 1996)?

Por otro lado, ¿cuánto pesan los costos de cambiar de opinión? Es decir, ¿en qué medida la expectativa de ser calificado como un “camaleón” o un incoherente restringe el margen de maniobra en la toma de decisiones? Métodos cuantitativos o un seguimiento de casos particulares mediante “process tracing” (Falleti, manuscrito) pueden iluminar diferentes aspectos del fenómeno.

Por último, ¿qué proceso histórico explica la construcción de la coherencia como un principio con alto capital político? ¿Cómo se explica que la coherencia como “práctica semiótica” (Wedeen 2002) valga más que la flexibilidad, la honestidad intelectual, la humildad para cambiar de opinión, o incluso el realismo maquiavélico? ¿Qué actores se benefician y quiénes salen perdiendo con éstos criterios de visión y división en el campo político (Fligstein y McAdam 2012)? ¿Y qué relación, si alguna, tiene el principio de coherencia política con otros campos sociales (económico, cultural, ideológico, etc.)?

* * * * * *

El segundo tipo de análisis es más bien un comentario político-normativo que no quiero dejar de hacer. Aceptemos que las y los “camaleones” sí existen en la política (quizás en abundancia) y que la falta de coherencia puede llegar a ser políticamente indeseable. También existen (y en Uruguay seguro abundan) los inflexibles (¿tercos?) y las incorregiblemente conservadoras que se rehusan a actualizar sus posiciones ante el influjo de nueva información, el avance dialógico de un debate social, y la transformación de los contextos. Estos “coherentes” pueden ser tan políticamente indeseables como sus opuestos. Especialmente cuando vienen disfrazados de novedad. El programa de Luis Alberto Lacalle Pou es un ejemplo. Bajo el empapelado de “renovación” una rápida leída de su agenda de política económica revela un alto grado de coherencia con el herrerismo de los años noventa, aquel de su padre, Luis Alberto Lacalle. Algunos puntos centrales:
  1. Diversificación productiva y aumento de la competitividad en la que el Estado, nos dice el equipo de Lacalle Pou, tiene un importante papel para cumplir contribuyendo “principalmente por la vía de reducir el 'costo país'” (!) -es decir, de no molestar.
  2. Lograr una “inflación menor que la actual” y “sincerar el tipo de cambio” (en apoyo a “la revolución silenciosa” del campo).
  3. Un “gasto público responsable” y una “política salarial sostenible” (medidas que no es difícil imaginarse a quién van a golpear más duramente).
  4. Por último, reforzar “la seguridad jurídica” (para las inversiones y el capital, claro está).
Un programa bien coherente. Coherente con la lógica neoliberal que, con mayor o menor éxito, el herrerismo trató de imponer en los noventa. La coherencia no deviene del framing que se le dio al programa, sino de las bases intelectuales sobre las que está construido. Y son esas bases (y no una concepción vacía de la coherencia) las que ameritan que todos aquellos que no creemos en el proyecto del Neoliberal Thought Collective (a decir de Philip Mirowski) nos opongamos a la continuidad que supone su candidatura.

En conclusión: la “(in)coherencia” no debería, por sí sola y fuera de contexto, ser utilizada como principio ordenador de la política. A mí no me importa que Vázquez haya aparentando en algún momento ser escéptico a una re-regulación de la marihuana. Me importa que hoy en día sea capaz de sustentar su actual posición con una serie de argumentos sólidos sobre el claro fracaso de la guerra contra las drogas. Es a partir de esos argumentos que yo evalúo su lugar en la temática. Es cierto que existe la posibilidad que él mismo no se crea estos argumentos, pero hasta que tengamos la capacidad de leer la mente es mejor obviar tales predicciones y basar nuestras apreciaciones en la información existente.

Es entonces lamentable que el fetiche de la coherencia sea tan prominente en la política uruguaya. Lamentable es también que difícilmente esto cambie. Por dos razones: la primera, más entendible, es que el discurso político está repleto de atajos heurísticos que lo hacen accesible a la mayoría de la población, y la retórica de la “incoherencia” es uno ellos. La segunda, difícil de corroborar, pero potencialmente menos entendible y más preocupante, es que me temo que el “Busca las Incoherencias” sea parte de un práctica cultural más extendida. Una que castiga el cambio, casi siempre con incredulidad, en una esfera mucho más amplia que la del campo político. Donde la búsqueda del “verdadero Vázquez” es en realidad reflejo de una policíaca defensa de un esencialismo cultural-intelectual. Ojalá esté pecando de excesiva inferencia auto-etnográfica.


[1] El término “costos de audiencia,” es decir los costos de no cumplir con un compromiso político adquirido, es una de la líneas de investigación más prominentes en la sub-disciplina de relaciones internacionales (especialmente en la academia estadounidense). Ver, por ejemplo, Smith (1998).


Bibliografía
- Bourdieu, Pierre. (1996). The Rules of Art. Stanford University Press.
- Falleti, Tulia (manuscrito). “Process tracing of extensive and intensive processes.”
- Fligstein, Neil y Doug McAdam (2012). A Theory of Fields. Oxford University Press.
- Smith, Alastair. (1998). “International Crises and Domestic Politics,” American Political Science Review 92, no. 3 (September).
- Wedeen, Lisa. (2002). “Conceptualizing Culture: Possibilities for Political Science.” American Political Science Review 96, no. 4 (December).

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