A
mediados del siglo pasado, digamos en 1950, cualquier médico
obstetra, en cualquier parte del mundo, conocía las investigaciones
que Roberto Caldeyro y Hermógenes Álvarez llevaban a cabo en
Montevideo. Del mismo modo, cualquier matemático interesado en el
campo de las ecuaciones diferenciales, donde fuera que estuviere,
conocía el trabajo de José Luis Massera, que completaba las
investigaciones originales de Aleksandr Lyapunov en teoría de la
estabilidad. Pero ellos eran los únicos, o prácticamente los
únicos. Casi ningún otro investigador uruguayo de mediados del
siglo pasado hacía un trabajo que fuera de referencia mundial. Desde
luego, había en el país grandes investigadores, como Washington
Buño o Clemente Estable, cuya producción intelectual tuvo sin
embargo un impacto menor fuera de fronteras. En líneas generales no
es exagerado decir que la investigación científica en el Uruguay de
1950 no existía, salvo como una práctica marginal, encarada con
tesón, entusiasmo, entrega y valentía por unos pocos hombres
realmente grandes, a los que el país jamás les agradeció como
correspondía.
Poco
más adelante, los rectores Mario Cassinoni y Óscar Maggiolo
intentaron transformar a la Universidad de la República en una
verdadera universidad, es decir, en una institución que creara
conocimiento y cultura. Su fracaso no fue sólo personal o de su
generación: fue una catástrofe nacional. Uno de los esqueletos
iniciales de la futura ciudad universitaria, pujante y moderna, que
soñó Cassinoni permaneció durante décadas en Malvín Norte como
testigo mudo pero elocuente del valor que varias generaciones de
uruguayos le asignaron a la cultura científica y a la investigación:
ninguno. Que ese edificio se haya transformado hace algunos años en
la sede de la Facultad de Ciencias es también un hecho
significativo. En los últimos lustros la investigación ha entrado
en la consideración pública. Pero ese cambio de mentalidad es
todavía muy incompleto.
No
tiene sentido lamentarse por lo que no pasó. Pero lo que no pasó
explica, al menos en parte, lo que no pasa hoy en día. No se
construyen las condiciones para hacer investigación científica de
calidad en pocos años y con recursos casi nulos. Los uruguayos no
tenemos tradición en la materia y no hemos querido invertir el
dinero necesario para generar investigación científica de calidad.
Sin embargo, demandamos resultados comparables a los de aquellos
países que descubrieron la importancia de la ciencia muchísimo
antes que nosotros y han invertido grandes sumas de dinero en
investigación.
Como
si todo lo anterior no fuera suficiente, a los pocos investigadores
que aran en el desierto los insultamos: les decimos que practican
un “academicismo larvario”, como escribió Gabriel
Pereyra en El Observador hace pocas semanas, o les
retaceamos las fondos si no investigan en “áreas prioritarias” o
no consiguen resultado inmediatos o simplemente se dedican a esas
cosas que los políticos piensan que “no sirven para nada”.
Todo
esto viene a cuento porque en los últimos días se ha generado algo
así como una polémica a propósito de la cantidad y la calidad de
la investigación que se hace en el país. En este caso, el
disparador fueron declaraciones del director de educación del MEC,
Luis Garibaldi, quien afirmó que las universidades privadas hacen
escasa o nula investigación, lo que en líneas generales es cierto.
Desde el mundo universitario privado dos economistas, Juan Dubra y
Néstor Gandelman, respondieron que, en su área específica de
trabajo, las universidades privadas no están peor que la pública y
que incluso están un poco mejor, lo que en líneas generales también
es cierto, si la calidad de la investigación se mide exclusivamente
a partir de los ordenamientos internacionales de las revistas
científicas del área.
Las
universidades privadas están haciendo una apuesta relativamente
fuerte a ser referencia en materia de investigación económica en el
país, lo que podría amenazar con desplazar a la universidad pública
a un lugar de menor preponderancia en el futuro. Esa quizás sea su
única apuesta fuerte en materia de investigación. Está bien que la
hagan y es bueno para todos. Ello obligará a la universidad pública
a investigar más y mejor. No estaría mal, tampoco, que las
instituciones privadas hicieran apuestas similares en otras
disciplinas: que ampliaran sus miras.
El
país necesita más investigadores –muchos, muchísimos más–, no
discusiones acerca de quién la tiene más larga. Las llamadas
universidades privadas, hasta ahora, han aportado poco y nada a esa
tarea. El país se vería notablemente beneficiado de un cambio de
actitud en ese sentido.
Nota:
Anibal Corti
* Esta nota también fue publicada en el semanario Brecha (12/10/2012)
**Agradezco a mis amigos Andrés Dean y Gabriel Burdín sus comentarios y sugerencias para esta columna. Obviamente, no son responsables por nada de lo que está escrito.