Imaginemos un país llamado Esclavilandia. En ese país, las instituciones “democráticas” funcionan y están disponibles para la mayoría de la población. A pesar de esto, allí habitan una minoría de esclavos que no pueden votar ni ser personas autónomas. Este hecho contradice los logros obtenidos en materia de derechos civiles, políticos y sociales vigentes en Esclavilandia. Por ese motivo, un buen número de sus ciudadanos promovieron dos consultas populares democráticas para anular la ley que mantiene viva la práctica de la esclavitud en el país. No obstante, ambas consultas tuvieron el resultado de no apoyar un cambio en las leyes vigentes. Por culpa del miedo al cambio o de una ineficiente campaña –se dice- en Esclavilandia se siguen esclavizando a unos pocos. Ante esta situación, algunos legisladores elegidos democráticamente, intentan anular la ley de esclavitud. Eso supone- dicen algunos- ir en contra de la preferencia del “pueblo” que en dos ocasiones favoreció el status quo en Esclavilandia. Eso es, se dice, ir contra la democracia misma.
La esclavitud es una práctica moralmente reprobable. Aun cuando la mayoría de la población se pudiera beneficiar de la esclavitud de unos pocos, tenemos buenas razones para creer que la libertad individual y la autonomía personal son valores primordiales. Eso se ve reflejado en legislaciones contemporáneas con alcance doméstico e internacional.
Ahora bien, ¿Cómo deberíamos evaluar las consultas populares que terminan legitimando leyes o prácticas sociales reprobadas casi universalmente? ¿Cómo debemos entender los resultados contradictorios entre los mecanismos de democracia directa (plebiscitos, referéndums) y aquellos generados por los distintos mecanismos de democracia representativa (parlamento, ejecutivo, etc.)?
Esas preguntas requieren páginas de discusión. Aquí solo puedo avanzar intuitivamente en una potencial respuesta. Para empezar, el caso de la esclavitud es poco controversial dado que difícilmente se pueda defender su práctica hoy en día. Pero lo mismo sucede también con otros temas. Imaginen un gobierno que para garantizar su estabilidad decide torturar, asesinar y hacer desaparecer a un buen número de sus ciudadanos. Se podría decir – y con razón- que un gobierno así tendría bien poco de democrático. Pero pensemos de un modo más específico en aquellos países democráticos que pasan a ser gobernados por un régimen autoritario y que recobran sus instituciones democráticas luego de un considerable periodo de autoritarismo. ¿Deja de ser un hecho relevante que apenas unos años antes un gobierno autoritario asesinó y torturó a cientos de sus ciudadanos? ¿Es el cambio de régimen un cambio suficiente para olvidar esas prácticas moralmente reprobables que sucedieron? En otras palabras, ¿es el cambio de régimen un paso suficiente para otorgar impunidad a aquellos que promovieron y ejecutaron esas prácticas reprobables?
La situación originada en Uruguay con la ley 15.848 de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado se parece mucho a los ejemplos hipotéticos discutidos arriba. Estamos ante una ley que da impunidad a prácticas moralmente reprobables (como asesinatos y torturas) cometidas en el pasado, pero que ha sido respaldada en dos ocasiones mediante mecanismos de democracia directa.
Hoy en día, algunos legisladores buscan dejar sin efecto esa ley. Ante este hecho, se han manifestado dos grupos opositores al accionar parlamentario que busca derogar la Ley de Caducidad. Por un lado, están aquellos que siguen creyendo que la Ley es adecuada y moralmente defendible. Por otro lado, están quienes piensan que aún cuando la Ley de Caducidad es reprobable y merece ser eliminada, la ciudadanía en su mayoría ya ha expresado su apoyo a la misma y por eso esta ley debe mantenerse inalterada. Los argumentos esgrimidos por el primer grupo ya han generado un gran debate histórico y por razones de espacio no me voy a detener en ellos. Lo que me interesa hacer aquí es, sin embargo, discutir la razón presentada por el segundo grupo de opositores al accionar parlamentario pro anulación de la ley de Caducidad.
¿Está bien que algunos parlamentarios intenten derogar la Ley de Caducidad después de dos consultas populares que no recomendaron hacerlo? Mi respuesta rápida es: si está bien. El argumento es el siguiente. La democracia es un método de decisión; el mejor método que conocemos para legitimar y autorizar decisiones que salvaguarden y hagan posible la realización de los principios normativos que consideramos de prioritaria importancia. El punto esencial es que el procedimiento democrático no es infalible. Puesto de otra forma, los resultados producidos por ese método también pueden ser reprobables. Dado que el procedimiento democrático no siempre produce resultados acordes con los principios normativos que lo sustentan, es necesario mantener instituciones e instancias (parlamentos, instituciones judiciales, etc.) que faciliten un constante ejercicio reflexivo. Esto es, un ejercicio reflexivo que justifique moralmente las decisiones que tomamos y que generan nuestras instituciones. Por ese motivo, el hecho de que el parlamento esté discutiendo de nuevo este tema en particular debería ser visto como una instancia reflexiva acorde con los principios democráticos y no como un avasallamiento de las decisiones de la ciudadanía. Después de todo, la ciudadanía delega funciones legislativas en el parlamento.
Hoy en día en Uruguay se respetan los derechos y libertades individuales de sus ciudadanos. Prácticas moralmente reprobables como la esclavitud, el asesinato o la tortura, son explícitamente condenadas por nuestras instituciones formales e informales. Los mecanismos de decisión no pueden estar por encima de los valores y principios que los sustentan. Por ello los regímenes democráticos representativos como el nuestro cuentan con procedimientos reflexivos que nos permiten evaluar los resultados alcanzados a través del propio método democrático. El parlamento es justamente una de esas instituciones encargada de reflexionar sobre los resultados y alcances de los procedimientos decisorios. Dejemos que haga su trabajo.