Nuestros derechos legítimos sobre las mujeres


Todo el mundo está en contra del acoso sexual. ¿O no? Algunas de las reacciones recientes frente a la iniciativa “Un baile libre de acoso”, del CECSO-FEUU, o a la campaña del Colectivo Catalejo para desincentivar el acoso callejero, demuestran que la cosa es mucho más complicada. La respuesta ha sido inusitada, feroz y abrumadoramente masculina.

Se podría decir que el problema está en que no todos entendemos lo mismo por “acoso”; que algunos creen que es distinto un piropo elegante a una guarangada; que existe un riesgo de malentender y reprimir acercamientos “legítimos”. Sin embargo, el tono de la reacción no busca despejar estos malentendidos, menos aún obtener una comprensión empática de la experiencia cotidiana de las mujeres. Las denuncias se minimizan; la indignación se juzga histérica; las propuestas se ridiculizan. Se acusa al feminismo de tener “agendas ocultas”.

Esta actitud la despliegan, sobre todo, hombres. A diferencia de lo que sucede con el aborto, no hay argumentos espirituales. Muchos de estos hombres son liberales o de izquierda. Casi todos niegan ser machistas. Algunos ni siquiera habrán dicho un piropo en su vida. No hay ideologías explícitas o grupos de interés que justifiquen la reacción: sólo el hecho de ser hombres. Se actúa en defensa del gremio. Más que un malentendido, entonces, estamos frente a un conflicto político y cultural en torno a formas naturalizadas de poder y violencia que, del otro lado, se perciben como libertades fundamentales para el ejercicio de una masculinidad “sana”. El hecho de que estas libertades exijan un papel muy definido para la mujer no es tenido en cuenta. No están en juego las libertades de todxs.  

¿Cuál es el origen de esta resistencia? No es necesario recordar que, durante la mayor parte de la historia de la humanidad (y en muchas culturas todavía hoy), las mujeres han sido (y son) concebidas y utilizadas como recursos, mercancías y trofeos. Controlar el cuerpo y la sexualidad de la mujer era fundamental para mantener el poder político y familiar; así se controlaban la población, las alianzas y la herencia. Como consecuencia, el control de las mujeres también jugó (juega) un papel importante en la construcción de la identidad y el orgullo masculinos.

Igual de cierto es que, en Occidente, se han logrado enormes avances en los derechos de las mujeres y en la liberación del poder patriarcal. Persisten, sin embargo, representaciones y prácticas muy arraigadas que presuponen y reproducen a la mujer como objeto, sobre todo en el ámbito de la sexualidad. La desaparición jurídica de la tutela masculina y la consecuente salida de la mujer al espacio público no hicieron desaparecer las expectativas de control patriarcal; más bien las desplazaron al espacio de los encuentros cuasi-anónimos de la vida urbana, donde las mujeres “libres” (“solas”) son percibidas por default como “sexualmente disponibles” y, también en automático, susceptibles de ser tratadas de acuerdo a los deseos sexuales de cualquier hombre.

El piropo/acoso, entonces, no es solo un acto individual, sino una institución social; un conjunto de reglas y representaciones que ordenan el mundo. Sólo así puede entenderse su aceptación generalizada (hasta hace muy poco), así como las resistencias cuando se lo cuestiona. No es el resultado de una disposición sicológica, una acción de “espontáneos del amor” o de hombres especialmente perversos. Es una actividad regulada por códigos implícitos, basados en representaciones sobre el rol “natural” de los géneros, que se actualizan y reproducen con cada interacción acosadora.

Una de las representaciones centrales de esta institución es el deseo sexual masculino. En la práctica, este deseo no siempre se explicita de la misma forma; incluso es probable que muchas veces no exista como tal y simplemente sea un performance indispensable para justificar el piropo. Sublimadas o agresivas, lo común a todas estas manifestaciones es que el deseo no se cuestiona nunca; no sólo se asume como natural, sino como algo que otorga derechos.

¿Significa esto que los hombres son agentes de un patriarcado “en resistencia”, cada vez que le dicen algo a una mujer por la calle, o cuando se ponen densos en un baile? No de forma totalmente consciente; pero, si uno pide argumentos, inmediatamente afloran múltiples representaciones patriarcales.

El piropeador “elegante” dirá, como si fuera justificación suficiente (y lo peor, sin haber hablado nunca del tema con una mujer) que a muchas mujeres les gusta, que les hace sentir lindas. Incluso si cientos de mujeres le dicen lo contrario, mantiene su posición. Él las conoce y sabe que, en el fondo, la ratificación masculina de su belleza les alegra (después de todo, “todas las mujeres son coquetas”). Pero nadie piropea por hacer sentir bien a una mujer. Los motivos inmediatos son de lo más variados: hacerse el vivo con los amigos, reavivar la esperanza y la fantasía, ejercer un automatismo; lo que nunca importa es qué le pasa a la mujer que está del otro lado. El motivo subyacente es porque se puede, porque la mujer no tiene opción de reaccionar.

Quien piropea cuenta, casi siempre, con el silencio pasivo de la mujer; activa una situación de sometimiento. La expectativa es que el piropo se acepte con amabilidad y pasividad, es “en buena onda”. El acosador de baile clásico dirá que, si no se insiste (incluso después de un “no”), nunca se conquista. La mujer es un ser pasivo a ser conquistado, no sin antes oponer una resistencia ritual que debe ser quebrada. En el fondo, lo que se pone en juego es el derecho masculino al ejercicio de su deseo sexual. El acoso, incluso en su versión más light, es una violación simbólica.

La inscripción del piropo/acoso en un esquema de poder sexual queda en evidencia cuando se le proponen a un hombre estos ejercicios mentales: 1) imagínese que va por la calle con su mujer o su hija y alguien le dice un piropo; 2) imagínese que va por la calle y un hombre le dice un piropo a usted. En ambos casos, la rápida respuesta es: “lo cago a piñas”. Se reacciona así al intento de sexualizar algo que es propio, no sexualizable por otro. Externar el deseo sexual de forma impune es una manifestación de poder, es sugerir la posible ejecución de ese deseo. Las piñas son necesarias para restaurar el equilibrio de poder (simbólico, pero también físico) en favor del varón heterosexual, vulnerado por el piropo. En la relación hombre-mujer, este desequilibrio se percibe como natural.

Adicionalmente, el mundo masculino no está integrado sólo por piropeadores elegantes y acosadores nocturnos moderados. En realidad, estas manifestaciones son el extremo soft de un continuo de actitudes que, la mayor parte de las veces, incluyen violencia directa: el que dice lo peor que sabe, el que toca, el que persigue, el que muestra los genitales, el que amenaza. También hay un sub-producto del piropo: el insulto al cuerpo (las muy flacas, las gorditas y las feas lo saben). No se salva nadie, porque la belleza no es el tema. Para la mayoría de las mujeres esto empieza cuando todavía son niñas, alrededor de los 12 años.

Los defensores del “piropo elegante” y de la “insistencia educada” pretenderán que no todo es igual. Que hay que tener respeto; que es muy claro cuándo alguien se pasa de la raya. Pero el dispositivo que habilita el piropo, el toqueteo y el insulto es el mismo: el permiso del hombre para actuar su deseo sexual frente a un objeto que debe aceptarlo pasivamente. Lo que no entienden los defensores del piropo es que no está en ellos decidir qué es aceptable para una mujer y qué no; que nadie tiene por qué ir por la calle recibiendo comentarios sobre su cuerpo de ningún tipo. Tampoco entienden que las mujeres no tienen que soportarlos sólo a ellos en particular, sino que cada día tienen que soportar a decenas o cientos de tipos como ellos o peores. Las mujeres caminan sin saber en qué cuadra les van a meter una mano; ellos se creen geniales por decirles que se les cayó un papelito.

La resistencia viene, entonces, de una defensa automática de lo que los hombres consideran sus derechos naturales como hombres: la disposición impune, aunque sea performática, del cuerpo de las mujeres.

Addenda: hay quienes, no estando de acuerdo con ninguna práctica de este tipo, esperan que se resuelva sola, como fruto del cambio cultural o del avance en la equidad formal. Temen por las restricciones a “la libertad” que su control o represión podría generar. El problema es que lo que se percibe como libertad en realidad no lo es; se trata de un orden regulado y jerarquizado, con ganadores y perdedoras. De hecho, como se ve con el experimento mental del hombre al quien le piropean “sus” mujeres, el acoso está prohibido siempre que la mujer esté acompañada de un hombre. La represión existe, pero es un derecho exclusivo del hombre, dueño del cuerpo de sus mujeres y de su honor. Mi opinión es que, si es necesario restringir las libertades de unos para garantizar las libertades de otras, bienvenida sea la organización colectiva que lo intente. De eso se trata la justicia, no de esperar a los ángeles.

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