Foto: archivo personal de Alejandro Milanesi |
En las últimas semanas salieron a
la luz diversos casos de contrataciones de familiares en organismos públicos y
se discutió también respecto de la alta cantidad de designaciones directas de
funcionarios públicos, particularmente en algunas intendencias del interior. Animados
en gran medida por la discusión que se da en los medios de prensa y las redes
sociales sobre los casos puntuales se comenzó a configurar una agenda por parte
del sistema político. Varias figuras políticas señalaron que “hay que cortar con esto” y el siempre
popular: “queremos un Estado más
eficiente”[1]. Es
difícil no estar de acuerdo con que el Estado no puede ser un espacio para que
los políticos hagan ingresar discrecionalmente a familiares o militantes, esto
último, casualmente mucho menos discutido. Sin embargo, las discusiones sobre
el nepotismo terminan ocultando otros asuntos de reforma de los recursos
humanos en el sector público. Quisiera llamar aquí la atención sobre otros
fenómenos a mi juicio más relevantes tanto en su magnitud como en las
distorsiones que generan en la administración pública.
1. El alto número de designaciones directas en el sector público es un dato preocupante. Es verdad que ese fenómeno es más serio en los gobiernos departamentales que en otras reparticiones públicas, pero sería erróneo pensar que en organismos del nivel nacional no existen mecanismos, al menos, poco transparentes de ingresos vía contratos a través de entidades del derecho privado.
2. Tenemos más de 30 Personas Públicas No Estatales de las cuales conocemos muy poco respecto de sus recursos humanos y sus mecanismos de ingreso. A eso hay que sumarle las empresas subsidiarias de las Empresas Públicas. He aquí una verdadera caja negra de gestión pública.
3. Tenemos una administración pública muy politizada. Con ello no me refiero al ingreso masivo de militantes, de hijos, nietos o parejas de políticos, sino a que los cargos de confianza política llegan hasta niveles relativamente profundos de la administración, los cuales deberían en muchos casos ser destinados a cargos concursados. Esto no es ilegal ni cuestionable desde un punto de vista ético, pero afecta las lógicas que priman en niveles medios de la administración en tanto limita las posibilidades de ascenso (esto ya se dijo en 1972![2]), incluso des-responsabiliza a la burocracia respecto del funcionamiento de las políticas.
4. Muy vinculado a lo anterior, tenemos un fenómeno extendido de encargaturas. Esto es cuando una persona ocupa un cargo para el cual no concursó. Esto sucede como consecuencia de la ausencia de concursos de ascenso o por desplazamiento de quien ocupa el cargo, ubicando a otra persona, normalmente por razones de confianza política (lo que no inhibe su pericia técnica). Ello no agranda el número de funcionarios (o si lo hace, no es significativo) pero distorsiona la carrera administrativa y los incentivos de los funcionarios para formarse y acceder a mejores cargos.
Cualquiera de estos puntos
requiere un análisis en profundidad y la construcción de datos que nos permitan
conocer con mayor detalle la magnitud del problema. Lamentablemente, con la excepción, más reciente del primero, no han sido parte de la discusión sobre
los recursos humanos del sector público.
Retomando, el tema que se ha
puesto en agenda ha sido la contratación de familiares y la necesidad de
reforzar los controles a los casos de nepotismo. Atacar este fenómeno es sin
duda compartible por razones de transparencia y buena gestión, sin embargo, las
medidas que se han puesto sobre la mesa como prohibir el ingreso de familiares,
recortar cargos públicos o directamente restituir la prohibición de ingreso de
funcionarios responden a una agenda reactiva que no está directamente orientada
al fondo de la cuestión. Es decir, mejorar el desempeño del sector público o,
cómo se ha hecho cada vez más popular: la gestión por resultados.
¿Qué se puede hacer para contar
con un servicio público más meritocrático y orientado a resultados? Desde ya
que no hay respuestas simples, la mayoría suelen ser soluciones de largo plazo
y con múltiples condicionantes. Sin embargo, quisiera centrarme en dos aspectos
que creo son fundamentales. El primero más práctico y el segundo, si se quiere,
más ideológico.
La evidencia sobre el tema señala
que el liderazgo de la alta burocracia es un factor decisivo para desencadenar
administraciones más orientadas a resultados[3].
Una forma de desarrollar ese liderazgo es mediante la creación de un segmento
de Alta Dirección Pública. Es decir, un cuerpo específico y diferenciado de
funcionarios en el vértice de la gestión pública. El desarrollo de un segmento
directivo o Alta Dirección Pública es una de las principales acciones
utilizadas para modernizar la gestión pública y la calidad de los servicios en
el mundo. Algunos estudios señalan que más del 75% de los países de la OCDE
tienen algún tipo de cuerpo directivo específico[4].
La Alta Dirección Pública implica un reforzamiento de los criterios de mérito y
capacidad de gestión, combinado con una responsabilidad por los resultados
alcanzados, buenos o malos. Por ejemplo, un estudio en Chile[5]
mostró que la presencia de la Alta Dirección Pública logró mejorar indicadores
de gestión hospitalaria en su sistema de salud. En la misma línea se han
desarrollado otros estudios para Perú[6].
Uruguay ha tenido marchas y
contramarchas con este asunto, los intentos desarrollados en el primer gobierno
de Vázquez fueron posteriormente desarmados en el gobierno de Mujica y de allí
en más, no se ha intentado consolidar un cuerpo de funcionarios al vértice de
la estructura administrativa que pueda ser el interlocutor entre la dirección
política y las oficinas públicas que les toca liderar. Las razones de nuestro
atraso respecto del tema son varias, entre ellas las reticencias del sistema
político a renunciar a las designaciones políticas en los cargos más altos,
resistencias sindicales, y en un sentido general, falta de acuerdos políticos
sobre el rumbo de las reformas[7].
La creación de una Alta Dirección
Pública no está exenta de problemas y riesgos de politización. A su vez,
conlleva un proceso paulatino de desarrollo de capacidades, y seguramente
remuneraciones competitivas con el sector privado. Muy posiblemente implique
también la reducción de cargos de confianza política en niveles medios y
medios-altos de la administración.
El segundo aspecto tiene que ver
con la instalada desconfianza hacia la burocracia. La agenda de políticas hacia
el servicio público no pasa tanto por la creación de capacidades, mejores funcionarios,
más formados y a los cuales, por tanto exigirles más, sino más bien por contener, evitar que ingresen, que devuelvan los viáticos, que trabajen los
feriados laborables. La sospecha como base de las reformas. Esta imagen ha sido
fomentada también por una cierta idealización de la eficiencia del sector
privado, “el verdadero motor del país” al cual el sector público no hace más
que complicarle las cosas.
Uruguay debe reinventar su
burocracia y tiene condiciones para eso. Sin tener en absoluto una situación
ideal, tiene ventajas: sistemas de reclutamientos ya instalados, niveles
bajos de corrupción, niveles de formación profesionales adecuados (quizás no
para todas las áreas), salarios públicos en recuperación, entre otros
indicadores. Las recetas de reformas del
sector público, y en particular de sus recursos humanos, que parten de la
desconfianza, como las que se escuchan desde varios actores políticos estarán
condenadas al fracaso. Podrán ser exitosas en contener el gasto, pero
difícilmente lo sean en mejorar los resultados y la calidad de los servicios
públicos.
En síntesis, los “escándalos” e
ingresos irregulares al Estado siempre serán tema de debate y está bien que así
sea, pero el liderazgo político podría ayudarnos a mover la aguja hacia una
discusión más profunda sobre el desempeño del sector público menos presa de
coyunturas, desconfianzas y respuestas sencillas.
[1]
Sobre esta discusión recomiendo una excelente columna de Andrés Prieto en La
Diaria: “La muerte de la política”. Disponible en: https://findesemana.ladiaria.com.uy/articulo/2018/2/la-muerte-de-la-politica/
[2] Oszlak,
O. (1972). Diagnóstico de la administración pública. PNUD.
[3] Moynihan, D. e Ingraham, P (2004)
Integrative leadership in the public sector. A Model of Performance-Information
Use. Administration & Society,
Vol. 36 Nº 4, 427-453. Cavalluzzo, K. e
Ittner, D. (2004) Implementing performance measurement innovations: evidence
from government. Accounting,
Organizations and Society Nº 29, 243–267.
[4] Lafuente, M; Manning, N. y Watkins,
J. (2012) International Experiences with
Senior Executive Service Cadres. Recently
Asked Questions Series, Banco Mundial.
[5]
Lira, L. (2012). Impacto del Sistema de Alta Dirección Pública (SADP) en la
gestión hospitalaria: un análisis empírico. Estudios
Públicos, (131), 61-102.
[6]
Cortázar, J; Fuenzalida, J, y Lafuente, M. (2016). Sistemas de mérito para la
selección de directivos públicos ¿Mejor desempeño del Estado? Un estudio
exploratorio. Nota Técnica Nº IDB-TN-1054, BID.
[7]
Ramos, C., y Scrollini, F. (2013). Los nuevos acuerdos entre políticos y
servidores públicos en la Alta Dirección Pública en Chile y Uruguay. Revista Uruguaya de Ciencia Política,
22(1), 11-36.