¿De qué hablamos cuando hablamos de corrupción?

La corrupción parece ser un tema cada vez más central en la discusión política en Uruguay y en el mundo. En Latinoamérica, muchos han asociado el declive de los gobiernos de izquierda a los fuertemente publicitados escándalos de corrupción en los que se han visto envueltos (ver, por ejemplo, los artículos de Castañeda marzo de 2016; Bremmer, abril de 2017;). Escándalos de corrupción, que muchas veces nadie termina de entender, pululan fragmentarios por las noticias en grandes titulares y son comentados en conversaciones cotidianas. Los memes circulan en las redes sociales y la corrupción generalizada se vuelve una realidad objetiva sobre la cual hacemos chistes, generamos complicidades, o conversamos mientras nos tomamos un café en el trabajo, reificándola.

Es aburrido y a esta altura imposible recolectar información y contra-información suficiente que nos permita evaluar cabalmente el alcance de la noticia, la cantidad de pruebas que se presentan, o incluso su relevancia. Hay otras cosas que hacer, ir al trabajo, darle de comer al nene, o mirar el último capítulo de Game of Thrones. Apenas podemos mantenernos al tanto de los titulares del día, que muchas veces incorporamos a nuestros propios preconceptos en función de lo que ya de entrada queríamos creer o pensábamos del tema. O nos hacemos eco a esta ola condenatoria de la corrupción generalizada o nos convertimos en acérrimos negadores, discutimos pormenores, condonamos conductas turbias, o caemos en la falacia siempre rendidora de acusar a otros por cosas más importantes y denunciar sesgos en la información que circula.

En otras palabras, la discusión se vuelve un diálogo imposible en el que cada uno cree lo que quiere creer y utiliza definiciones y ejemplos diferentes para ilustrar su punto de vista. No hay nada nuevo en esta idea y se puede aplicar a muchos otros eventos políticos.

¿Cómo distinguimos entonces esta “sensación térmica” de la “realidad”? Resulta llamativo que desde la academia no haya una estrategia muy clara a este respecto. Un ejemplo claro en este sentido tiene que ver con la forma en la que se mide generalmente el nivel de corrupción. Seligson (2006) discute este tema y critica el hecho de que los índices de corrupción más utilizados combinan datos sobre percepción de corrupción de distintos agentes (principalmente empresarios dedicados al comercio internacional). Estos índices se agregan a nivel país y se utilizan como insumo para evaluar el clima de negocios o la calidad del sistema político y la economía. Sin embargo, parecen evidentes sus problemas: no poder separar “estereotipos de realidad” y ser en general endógenos a lo que quieren predecir. Una baja en el desempeño económico de un país puede ser interpretada por los empresarios como un indicador de niveles mayores de corrupción de los que previamente se percibían. Esto subiría el índice de corrupción sin que se verifiquen cambios reales en el nivel de corrupción. Seligson utiliza el ejemplo de Argentina en 1995 y 2002 para ilustrar este punto.

Criticar los problemas de estos índices no significa desestimar la importancia que tiene la percepción de corrupción como un tema en sí mismo, percepción cuyas fuentes es importante entender y estudiar. Desde la criminología, el vínculo entre la percepción de inseguridad, el miedo al delito, y la victimización (a nivel micro) o la cantidad de delito (a nivel macro) es un tema recurrente de investigación que ha dado pie a diferentes teorías, con más o menos sustento empírico. Varios estudios han mostrado que la victimización personal es un factor de peso a la hora de explicar la sensación de inseguridad (Skogan, 1987) pero también han enfatizado la importancia de otras causas, tales como la seguridad económica o la satisfacción con la vida (Vieno, Roccato, & Russo, 2013). Más allá de cómo se especifique la relación entre percepción y realidad, existe sin duda un consenso respecto a que no son la misma cosa y que dilucidar su relación es una cuestión empírica y no un supuesto.

Esto nos trae entonces al punto de inicio ¿cómo podemos entender la relación entre algo y la percepción sobre ese algo si medimos un fenómeno a partir del otro? Seligson propone replicar una estrategia ampliamente legitimada en la criminología para dar cuenta del delito: recurrir a encuestas de victimización. Sugiere entonces medir la corrupción a través de preguntas en encuestas de opinión pública en las que se le pregunta al entrevistado si le pidieron que pagara una coima a diferentes agentes en diversas situaciones (la policía, algún funcionario público, haciendo un trámite en la municipalidad, etc.). Obviamente, así como las encuestas de victimización no son capaces de capturar todos los tipos de delitos, esta medida de corrupción no pretende detectar todos los eventos de corrupción que pueden existir y se enfoca más que nada en la corrupción de bajo nivel.

Más allá de que esta medida ilustra solo un aspecto parcial de la corrupción, no deja de aportar una mirada interesante sobre el tema. La encuesta LAPOP, que se lleva adelante cada dos años en los distintos países de América, incorpora este set de preguntas sobre victimización por corrupción. Los encuestados también son interrogados respecto a su percepción de corrupción. A continuación presento un análisis apurado de algunas tendencias.

El gráfico 1 muestra la evolución de la victimización por corrupción en Argentina, Brasil, Chile y Uruguay entre 2008 y 2014. El gráfico muestra los porcentajes de entrevistados que en cada edición de la encuesta reportaron que les solicitaron realizar un soborno en alguna de las siguientes situaciones: la policía, un funcionario público, en el trabajo, haciendo un trámite en la municipalidad, en el juzgado. Los porcentajes oscilan entre el 26 y el 4% de los entrevistados. Se observan diferencias claras en lo que respecta a porcentaje de victimización por corrupción entre países y niveles relativamente estables a lo largo del período. La excepción parece ser Argentina, que presenta niveles por encima del resto en todo el período pero que muestra una tendencia a la baja más marcada que los demás países.

Gráfico 1. Porcentaje de entrevistados que reportó algún soborno 2008-2014.


Fuente: Elaboración propia con datos LAPOP 2008, 2010, 2012, 2014

El gráfico 2 muestra la evolución la percepción de corrupción en Argentina, Brasil, Chile y Uruguay entre 2008 y 2014 (No hay datos para Brasil y Chile en 2014). En general, el porcentaje de entrevistados que percibe un nivel alto de corrupción es alto (entre 69 y 94%) y parece mantenerse bastante estable a lo largo del período en cada país. Argentina se ubica en este índice también muy por encima de los demás países, seguido de lejos por Chile. Brasil y Uruguay presentan índices muy parecidos.

Gráfico 2. Percepción de corrupción 2008-2014.


Fuente: Elaboración propia con datos LAPOP 2008, 2010, 2012, 2014

Si bien estos datos no permiten extraer muchas conclusiones, llama la atención la relativa estabilidad de las medidas y el hecho de que parecen presentar realidades diferentes. La corrupción sufrida por los ciudadanos no parece haber sufrido un aumento significativo. Al mismo tiempo, y quizás contrario a lo que podría esperarse en base a los análisis políticos en los últimos años (y a mi propia expectativa) tampoco parece existir un incremento en la percepción de corrupción por parte del público.

Más allá de la evolución de estas dos medidas a nivel país, se puede también explorar si hay alguna asociación entre la victimización y percepción de corrupción a nivel individual. El análisis de la asociación entre estas variables en cada año y país no parece indicar que exista un vínculo muy fuerte entre estas variables. Solamente en Uruguay el coeficiente de asociación entre ambas variables es consistentemente positivo en todo el período, pero la asociación que indica es muy débil.

Otro tema de discusión tiene que ver con el potencial impacto de estas dos variables en el voto. En este sentido, las correlaciones entre victimización por corrupción e intención de voto por el oficialismo en las futuras elecciones sugieren una asociación débil e inconsistente a lo largo del período en todos los países analizados. Sin embargo, sí parece haber una asociación más clara entre la intención de voto y la percepción de corrupción. En el caso de Uruguay, es llamativo el incremento de la fuerza de esta asociación en el tiempo. Mientras que en el 2008 la percepción de corrupción no estaba ligada a la intención de voto, en 2014 esta asociación es más marcada y se observa una diferencia de 10 puntos porcentuales en intención de voto al partido de gobierno entre aquellos que perciben la corrupción como “nada generalizada” o “poco generalizada” respecto a aquellos que perciben un nivel “muy generalizado” o “algo generalizado” de corrupción. Esto podría estar indicando varias cosas. Por un lado, podría pensarse que no es la percepción de corrupción lo que ha cambiado sino la importancia que tiene tal percepción a la hora de votar. Otra explicación estaría ligada a cómo se traslada la percepción de corrupción en responsabilidades concretas e indicaría una creciente responsabilización del Frente Amplio por los niveles supuestamente generalizados de corrupción. También podría estar vinculado a un cambio en lo que se entiende por corrupción o el grado de gravedad que se la adjudica, mostrando una mayor condena la corrupción. Pero bueno, todo esto es leer demasiado de una simple correlación.

En definitiva, parece importante empezar a pensar de forma más sistemática cómo abordamos el estudio del fenómeno de la corrupción, sus causas, alcance, y consecuencias. En ese camino, la criminología parecería tener (sorprendentemente) algo para aportar. Mientras que el debate público sobre el crimen está plagado de imágenes sensacionalistas y versiones encontradas sobre la realidad, el debate académico ha logrado establecer determinados consensos mínimos y discutir y mejorar (aún imperfectamente) la forma de medir y explorar el tema, separando analíticamente conceptos básicos. Esto ha permitido estudiar el fenómeno del crimen y de la victimización como algo separado (aunque no independiente) de la percepción de inseguridad y el miedo. Incorporar estas distinciones a la hora de pensar la corrupción permitirá entender el alcance y las limitaciones de los intentos de cuantificar el fenómeno en sí y desarrollar nuevas líneas de análisis que permitan comprender cómo se construyen las percepciones de corrupción, identificar quién es más vulnerable a ser víctima de corrupción, y pensar su potencial impacto en la vida política, social, y económica de los países.


Referencias

Bremmer, I. (2017, 3 de abril). The 5 countries that illustrate the decline of the Latin American Left. Time. Disponible en: http://time.com/4719076/ecuador-venezuela-latin-america-left-wing/

Castañeda, J.G. (2016, 22 de marzo) The death of the Latin American Left. The New York Times. Disponible en: https://www.nytimes.com/2016/03/23/opinion/the-death-of-the-latin-american-left.html?_r=1

Latin American Public Opinion Project (LAPOP). (2008, 2010, 2012 & 2014) The AmericasBarometer. Vanderbilt University.

Seligson, M. A. (2006). The measurement and impact of corruption victimization: Survey evidence from Latin America. World Development, 34, 381–404.

Skogan, W. G. (1987). The impact of victimization on fear. Crime & Delinquency, 33, 135–154.

Vieno, A., Roccato, M., & Russo, S. (2013). Is fear of crime mainly social and economic insecurity in disguise? A multilevel multinational analysis. Journal of Community & Applied Social Psychology, 23, 432–446.

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