El objetivo de esta nota no es entrar en las discusiones sobre el tamaño, que son importantes, sino destacar un asunto específico relativo a la calidad de la gestión de los recursos públicos que ha recibido escasa atención en la discusión pública, pero que es igualmente relevante. Motivado por la interesante resolución de la ANEP para vender cientos de inmuebles que tiene sin uso que se conoció recientemente, me centraré el problema de la administración eficiente de los activos públicos.
En su libro del año 2015 "The
Public Wealth of Nations" Dag
Detter y Stefan Fölster identifican un problema muy poco analizado hasta aquel
momento y proponen soluciones prácticas que podrían constituir una importante
fuente de recursos públicos genuinos.
El problema identificado por los
autores surge de la observación de que los gobiernos de todo el mundo tienen un
monto de activos públicos —conservadoramente— estimado equivalente al 100% del
PIB mundial (75 millones de millones de dólares), que muy frecuentemente está
mal administrado y en ocasiones ni siquiera está debidamente registrado en las
hojas de balance, lo que implica que el valor de estos activos sea
desconocido.
Estos activos son de naturaleza muy
diversa pero pueden clasificarse en tres categorías: activos puramente
financieros (e.g., depósitos bancarios, fondos de pensiones), activos públicos
comerciales (e.g., empresas públicas, edificios, viviendas, predios rurales), y
activos públicos no comerciales (e.g, carreteras, playas). Detter y Fölster
centran su análisis en los activos comerciales, pero sus argumentos son
generalizables a las otras dos categorías.
Aunque Uruguay no está entre las
economías analizadas por los autores, si trasladáramos de manera muy
simplificada el resultado de que los gobiernos del mundo considerados
conjuntamente posen un total de activos comerciales equivalente al 100% del PIB
mundial, concluiríamos que el estado uruguayo cuenta con un monto aproximado de
activos públicos comerciales de 53 mil millones de dólares (el PIB de 2016). Este
es un monto muy superior a toda la deuda pública del gobierno, que actualmente
asciende a 33 mil millones de dólares.
Si mediante una administración
profesional de estos activos, cuyo objetivo sea la maximización del valor para
los ciudadanos, se pudiera lograr una rentabilidad de apenas el 1% anual, cada
año el gobierno tendría, al menos, un punto del PIB adicional entre sus recursos
disponibles. Las estimaciones de Detter y Fölster indican que una rentabilidad
razonable para este conjunto de activos, si son administrados adecuadamente,
estaría en torno al 3,5% anual.
Una de las claves de este planteo
está en cómo se define "el valor para los ciudadanos". Aquí las
valoraciones políticas jugarán un papel fundamental, pero se tratará de
lineamientos estratégicos de largo plazo (que pueden incluir objetivos
medioambientales, sociales, de derechos, etc), no de intereses cortoplacistas de las
autoridades de turno.
La opacidad en el manejo de los activos
públicos, argumentan Detter y Fölster, permite a los políticos de turno
utilizar las rentas que ellos generan en beneficio propio. Cuanto menos
información exista sobre la naturaleza y el valor de dichos activos, mejor. Esta
sería la principal razón por la que la administración opaca de los activos
públicos es un hecho muy generalizado alrededor del mundo.
La solución propuesta Detter y
Fölster para este problema consta de dos etapas. En primer lugar, sería
necesario saber cuáles son los activos públicos y tener una idea de su valor.
Ello implica realizar un esfuerzo por construir una hoja de balance comprehensiva en la que se compute el valor
presente neto de todos los activos y pasivos públicos (conocidos y
contingentes) en su sentido más amplio. Entre los activos sería necesario
registrar y valuar todos los edificios y viviendas en poder del Estado, los
predios rurales, las empresas públicas, los parques, las reservas naturales,
las carreteras, etc. Aunque la implementación de una práctica de este tipo
puede ser extremadamente complicada, los esfuerzos por acercarse al ideal son
valiosos y existen experiencias internacionales, como la de Nueva Zelanda,
exitosas en ese sentido.
En una segunda etapa, una vez
registrados y valorados los activos disponibles, deben diseñarse estrategias
que maximicen su valor para los ciudadanos. En muchos casos, será necesario
transformar activos ilíquidos y “poco transables” en flujos de fondos líquidos,
lo que puede requerir el desarrollo de innovaciones financieras que lo
permitan.
En opinión de Detter y Fölster,
el elemento fundamental de esta segunda etapa consiste en alejar el manejo de
los activos públicos de los intereses políticos de corto plazo. Ello sería el ingrediente
clave para alinear los objetivos de la administración de los activos con los de
los ciudadanos.
Esto no significa, en modo
alguno, que los activos públicos deban privatizarse (aunque los autores parecen
mostrar cierta preferencia por la privatización). La idea sería similar a la
implementada para los bancos centrales. En ese caso, el objetivo básico era tener
instituciones independientes que blindaran la política monetaria de los
intereses políticos de corto plazo que, muy frecuentemente eran contrarios a la
estabilidad de precios (el interés general). Aunque las autoridades en la
mayoría de los bancos centrales del mundo son nombradas por los parlamentos,
las mismas no dependen del poder ejecutivo y los períodos de duración de los
mandatos no están coordinados.
Se trataría entonces de generar
instituciones administradoras de la riqueza pública con mandatos claros y
gestionadas por profesionales idóneos que no respondan a intereses políticos de
corto plazo.
Detter y Fölster van más allá y
proponen la formación de un fondo de la
riqueza nacional (national wealth fund) que administre todos los activos
públicos con un plan estratégico global en favor del interés general.
En Uruguay los esfuerzos por
mejorar la gestión de de la riqueza pública se han centrado, fundamentalmente,
en la gestión de los pasivos financieros. En el año 2005 se creó la Unidad de Gestión
de Deuda dentro del Ministerio de Economía y Finanzas con el objetivo de desarrollar
una administración independiente de las
obligaciones financieras y de los flujos de caja del Gobierno Central. Como
resultado, se lograron aumentos de los plazos de vencimiento, reducciones de la
dolarización, disminuciones de la concentración de vencimientos e incrementos
en la proporción de deuda a tasa fija. Es decir, se redujeron las
vulnerabilidades ante shocks externos. Este cambio en la política de
endeudamiento, en conjunto con la adopción de una política cambiaria de
flotación más o menos libre, ha constituido un salto de calidad sustancial en
el manejo de la macroeconomía en nuestro país.
Entre 2011 y 2016 la inversión
extranjera en cartera recibida por nuestro país se redujo 70% medida en dólares
al tiempo que los precios de los commodities no energéticos caían 20% en el
mismo período, acumulando una reducción de 33% desde 2011. Se trató de un shock
externo de gran magnitud en la perspectiva histórica uruguaya. Un escenario de
este tipo, con Argentina y Brasil sufriendo recesiones económicas significativas,
en el pasado, hubiese generado efectos económicos y sociales catastróficos en
nuestro país. En contraste, no solamente el nivel de actividad siguió
creciendo, sino que la calidad de la deuda emitida por el gobierno Uruguayo no
sufrió ningún impacto.
Actualmente, aunque el déficit
fiscal y el incremento del nivel de endeudamiento parecen ser las principales preocupaciones
macroeconómicas, el costo del endeudamiento continúa en niveles históricamente
bajos.
Aunque atribuir la resistencia de
nuestra economía al shock externo y las
reducidas tasas de interés actuales únicamente a los cambios en las políticas
de endeudamiento y la flotación cambiaria es exagerado, parece evidente que
jugaron un rol central.
Esta experiencia constituye
entonces un ejemplo de cómo las mejoras en la administración de los recursos
públicos pueden generar efectos muy significativos en el bienestar general de
los ciudadanos (las consecuencias sociales de las crisis económicas son grandes
y muy duraderas).
Por el lado de la gestión de los
activos, los esfuerzos parecen mucho más incipientes y menos coordinados. La
resolución de la ANEP relativa a la venta de inmuebles sin uso mencionada al
principio de esta nota constituye un buen ejemplo en ese sentido. Esta iniciativa
podría utilizarse como impulso para generalizarla a todo el estado.
Un objetivo no demasiado
ambicioso sería trazarse un plan de uso de todos los bienes inmuebles (edificios,
viviendas y predios rurales) en poder del Estado. Ello implicaría no solamente
dar algún uso a los inmuebles que actualmente no lo tienen, sino evaluar si el
uso actual de los que sí están siendo utilizados es el mejor posible. Por
ejemplo, hay casos notorios de edificios públicos ubicados en zonas valiosas de
la ciudad de Montevideo, que podrían tener un uso más productivo para la
ciudadanía en su conjunto.
No se trata, por supuesto, de
vender las joyas de la abuela para comprar vino. Es decir, nada de lo planteado
arriba va en la línea de vender edificios públicos para financiar el déficit
fiscal corriente. Los recursos generados por la mejor administración de los
activos (que en el caso de los bienes inmuebles no necesariamente implica su
venta) deberían destinarse a cumplir objetivos específicos independientes de intereses
políticos de corto plazo.
Tampoco esta propuesta debe
interpretase como "excesivamente economicista" ya que, como se indicó
más arriba, el objetivo no es maximizar la rentabilidad económica de los
activos, sino maximizar el valor que ellos pueden producir para los ciudadanos.
Dicho valor incluirá la dimensión estrictamente económica, pero también
cuestiones ambientales, objetivos sociales, etc.
Más allá de si la recomendación
de Detter y Fölster de crear un fondo de la riqueza nacional que acumule todos los activos dentro de una
misma institución es o no de interés para nuestro país, parece claro que generar
un marco institucional con el objetivo de mejorar la administración de los
activos públicos (al menos de los comerciales) sería una política muy
deseable.
*El autor agradece los valiosos comentarios de Daniel Egger a
una versión anterior de esta nota.