El 1 de Julio, los funcionarios de ANCAP dejaron de tener un
servicio médico especial, diferente al del resto de la población, que databa de
mediados del siglo pasado. El mismo consistía básicamente en la existencia en
un servicio propio, con personal contratado por el ente, que atendía
enfermedades y estudios no contemplados en el paquete general de prestaciones.
Como cualquier movimiento de este estilo, la medida tiene
defensores y detractores. Por un lado, la misma puede ser defendida desde
criterios de mayor equidad y justicia en los bienes y servicios sociales que
recibe el conjunto de la población. Por otra parte, la adopción de acuerdos
particulares que generen beneficios por encima de lo que recibe el resto de la
población, es más tolerado si se da en el sector privado que en el interior del
sector público. Me cuesta poder explicar este punto, pero lo cierto es que la
defensa de este tipo de arreglos no goza de mucha legitimidad en la ciudadanía.
Si pasamos al lado de los funcionarios del ente, quienes
lógicamente fueron los grandes opositores al cambio, algunos de los argumentos
esgrimidos en la prensa estuvieron vinculados a la defensa de un derecho ganado
a costa de resignar salario, que los servicios que se brindaban allí cubren
problemas sanitarios demasiado específicos que no serían adecuadamente
contemplados en los prestadores integrales existentes, o que el gobierno
decidió arbitrariamente eliminar una estructura que ni de lejos llega a ser tan
inequitativa ni corporativa como las realidades de la sanidad militar y
policial.
Tanto unos como otros llevan parte de razón, y eso torna esta
situación tan interesante de discutir mirando a la matriz de protección social
en su conjunto. Lo ocurrido, independientemente de las particularidades del
caso, es un buen ejemplo para indagar en los apoyos y resistencias a
potenciales intentos de construir esquemas de protección social más
universales.
Si bien en general se tiende a explicar la construcción de
los Estados de Bienestar, o bien como consecuencia de una anticipación de las
elites gobernantes para comprar paz social, o bien como conquistas del
movimiento sindical organizado y movilizado; el caso uruguayo parece escaparse
de ambas explicaciones.
Como resultado de un proyecto de I+D financiado por la
Comisión Sectorial de Investigación Científica (CSIC) y elaborado por el grupo
de Reforma Social del Instituto de Ciencia Política de la UDELAR, que analizó los
procesos y características que asumieron los sistemas de salud, seguridad
social y relaciones laborales en Uruguay: a grandes rasgos puede decirse que el
Estado uruguayo no anticipó, ni tampoco reaccionó ante una presión insostenible
de la sociedad, sino que por el contrario, se limitó a tomar prácticas e
instituciones preexistentes como el mutualismo en salud o las cajas de
jubilaciones y pensiones particulares en seguridad social,
institucionalizarlas, y en algunos casos extenderlas al resto de la población.
Dos elementos se vuelven clave para entender la reproducción
de esta lógica: por un lado, la fragmentación interna de los partidos
políticos, que en un escenario de fuerte competencia electoral no tenían
incentivos para promover políticas universales que podían ir en contra de
potenciales votantes. Pero por otro, también existía una importante
fragmentación del actor sindical, que determinaba una lógica de funcionamiento
y negociación también dispar y heterogénea. Por ende, sindicatos más fuertes,
ya fuera por capacidad organizativa o por pertenecer a sectores clave de la
economía (bancarios por ejemplo) fueron logrando acuerdos y beneficios muy
superiores a los del resto de la clase trabajadora.
Seguir intentando explicar/fundamentar/defender diversos
aspectos positivos de los gobiernos del Frente Amplio tiene escaso sentido, ya
que los datos que se pueden mostrar son en muchos casos más que contundentes. Quizás
sea un poco más interesante preguntarse por los límites y problemas que tienen
y pueden tener ciertos cambios graduales que no terminaron de modificar (o
incluso reforzaron) estructuras desiguales, inequitativas, que favorecen
intereses, corporativos en algunos casos, y privados en otros.
Un excelente caso para ilustrar esto es el Sistema Nacional
Integrado de Salud, que por un lado redujo notoriamente el gasto directo del
bolsillo de buena parte de la población, y brinda un paquete de servicios
sanitarios muy amplio para el conjunto de la población. Pero al mismo tiempo,
entre otras cosas, es un sistema rehén de lógicas de mercado y lucro de sus
principales prestadores privados (mutualistas), segmentado según los ingresos
de la población (las personas excluidas del mercado formal de empleo y de
menores recursos se atienden en ASSE, los trabajadores formales y sus familias
lo hacen en el mutualismo, y buena parte de los sectores de mayores ingresos y
de la clase media-alta “escapan” a los seguros privados), y que todavía
mantiene situaciones especiales y desiguales, como son los policías, militares,
municipales, y hasta el 30 de junio funcionarios de algunos organismos públicos
como ANCAP.
Entonces, a la luz de lo expresado hasta ahora, la
eliminación del servicio médico de ANCAP es una muy buena noticia si se la mira
desde el lado de un sistema de salud que se pretenda verdaderamente universal. ¿La
medida implica una mayor privatización del sistema? De ninguna manera. El
sistema de salud ya está en buena medida privatizado (más del 60% de la
población se atiende en instituciones privadas, con y “sin” fines de lucro), y
los funcionarios de ANCAP ya tenían sus cápitas radicadas en una mutualista,
además de que los servicios ofrecidos no atendían al resto de la población.
Pero si esto es positivo para gran parte de la ciudadanía, va
en línea con los principios normativos del sistema de salud y con el programa
de gobierno del Frente Amplio, ¿Por qué no se hizo antes? ¿Por qué, como dicen
los funcionarios de ANCAP, no se toman medidas similares con corporaciones más
fuertes? Yo diría que la razón no se encuentra en aspectos programáticos ni en
la búsqueda de avanzar hacia un sistema de protección más universal. La razón
es fundamentalmente fiscal. Sin considerar las denuncias sobre mala gestión del
ente (y todo lo vinculado a la figura de Sendic) no se puede explicar por qué
se avanzó con la medida.
En un contexto donde prima el discurso de austeridad en el
gasto de las empresas públicas, reducir el mismo en algunos millones de dólares
es algo atractivo. Y si en el camino el equipo económico aprovecha para “correr
por izquierda”, todavía mejor. Similares consideraciones podrían hacerse sobre
el proceso de reformulación de la Caja Militar. Las resistencias e intentos de
bloqueo a los intentos de implementar una lógica universalista siguen operando,
por lo que la forma en que se gestionan asuntos de este tipo son siempre
oportunidades para pensar los cambios con cabeza de sistema, y no emparchando
por capas de acuerdo a las necesidades del corto plazo.
Lo que termina ilustrando esta situación, es que la capacidad
del gobierno de avanzar en reformas estructurales, o su veto, se encuentra cada
vez más concentrada en la posición que adopte el Ministerio de Economía y
Finanzas (MEF). Esta configuración, que fue moneda corriente en la década del
noventa, parece haber retornado con fuerza en el tercer gobierno
frenteamplista. Este movimiento no es necesariamente culpa del MEF, sino que
parece ser consecuencia de la ausencia de un proyecto político claro por parte
del resto de sectores, por ejemplo el de la salud. Es decir, cuando hay
ausencia de programa, de contenido, la política se concentra en aspectos
fiscales, porque en definitiva esto es por plata.