Foto: Laura Nicola. Licencia 2.0 Generic (CC BY 2.0) |
El salario
que reciben los parlamentarios es materia de discusión en todo el mundo. En Uruguay
no somos ajenos a ese debate. Por ejemplo, en junio de 2013, el sindicato de
docentes, ADES-Montevideo recolectó
firmas con el fin de convocar un plebiscito. El objetivo era lograr la
implementación de topes salariales para ministros y legisladores. En concreto,
la propuesta buscaba que estos altos funcionarios públicos no ganaran más que
un profesor de Educación “Secundaria
grado 1 del Escalafón Docente con 20 horas semanales” (unos $14.305
pesos en ese entonces). Asimismo, no es raro encontrar pedidos de ajuste
salarial para parlamentarios desde la sociedad civil o incluso desde el elenco político.
Recientemente, algunos legisladores del partido
de gobierno y de la oposición
han manifestado la necesidad de bajar los salarios de los parlamentarios.
En esta breve nota quiero discutir el alcance de los
argumentos principales que son comúnmente utilizados para justificar que los
parlamentarios reciban salarios bajos o incluso nulos. Por el bien del
argumento, asumo que un salario alto es aquel que multiplica decena de veces el
salario mínimo o promedio de la población. Este es el caso, por ejemplo, de
Chile en donde los parlamentarios obtienen remuneraciones cuarenta veces
mayores al salario mínimo nacional.[1]
Situaciones como esta alimentan el debate sobre la naturaleza de los beneficios
materiales y no materiales que deben percibir los funcionarios políticos de una
democracia.
I
Quienes
se oponen a que los parlamentarios reciban salarios altos usualmente presentan tres
argumentos.[2] El
primero sugiere que una diferencia salarial pronunciada entre representantes y
representados atenta contra los principios de igualdad fundacionales de la
democracia representativa. La idea es que una democracia de calidad y funcional
necesita de ciertos niveles de igualdad entre representantes y representados.
De otra forma se puede atentar contra el funcionamiento propio de la democracia
representativa.
Un segundo argumento
sostiene la existencia de salarios altos atenta contra la vocación de servicio que
debería motivar a los funcionarios públicos. Es deseable, sostienen algunos,
que los legisladores estén fundamentalmente motivados por una vocación de
servicio y no por la existencia de incentivos materiales y económicos. Finalmente,
un tercer argumento señala que el trabajo de parlamentario trae consigo beneficios
no salariales significativos que hacen innecesario el pago de salarios altos.
Los
beneficios no salariales relacionados
con el trabajo parlamentario (i.e. prestigio, influencia) sirven de por sí como
recompensa por los servicios prestados. Agregarle un salario alto a la ecuación
simplemente dispara los beneficios de los legisladores a niveles
injustificados. Por ejemplo, los cargos parlamentarios están habitualmente
asociados con acceso a transporte privilegiado, viajes, acceso a un sistema de
salud, seguridad social y educación de calidad para el propio parlamentario y
su familia. Aunque estos beneficios pueden ser traducidos a moneda corriente y
ser considerado como parte de los beneficios monetarios que perciben estos
funcionarios, en muchas democracias este tipo de beneficios no son incorporados
dentro de la ecuación salarial. Cuando decimos, por ejemplo, que los
parlamentarios chilenos ganan más de cuarenta veces un sueldo mínimo de ese
país, eso no incluye los beneficios no salariales que son percibidos.
II
Comúnmente
se plantean tres objeciones a la defensa de los salarios bajos. La primera
crítica sugiere que los salarios altos son necesarios para reclutar los
candidatos más calificados. [3]
La única forma de competir por buenos candidatos con el mercado privado radica
en pagar salarios equiparables a los que una persona altamente calificada
podría percibir en el mercado privado. Un segundo argumento sugiere que un
salario bajo o nulo sentaría las bases para que la política parlamentaria sea
una actividad que sólo unos pocos pueden realizar. Sólo quienes no necesitan un
salario para vivir podrían dedicarse tiempo completo a la tarea parlamentaria.
Finalmente, se cree que los salarios altos son una especie de protección contra
los actos de corrupción. La idea aquí es que a mayores salarios, los
parlamentarios deberían ser menos corruptibles. Un salario muy bajo o nulo se
presta para que agentes externos al parlamento compren la influencia de los
legisladores y representantes.
Sin entrar en muchos detalles, podemos ver que estos
argumentos tienen méritos diferentes. La fuerza del último depende en gran
medida en mostrar que efectivamente un mayor nivel salarial fomenta menos
corrupción. Si bien no es claro que un mayor salario minimice la ocurrencia de
actos de corrupción, es plausible que la adopción de salarios bajos o nulos
fomente también un mercado de venta de favores. En todo caso parece ser un
problema cuya solución es independiente al nivel salarial. El primer y segundo argumento sí refieren a
problemas que varían fuertemente de acuerdo al salario que esté disponible para
los parlamentarios. Si los salarios nulos o bajos mantienen a los ciudadanos
más calificados fuera del parlamento, entonces la democracia termina perdiendo.
Lo mismo sucede si la ausencia de salario permite que sólo los ciudadanos que
no necesitan trabajan accedan a candidatearse y aceptar labores parlamentarias.
Eso nos llevaría a una suerte de plutocracia.
Pero aún si esos problemas pueden evitarse, existe un argumento
contra los salarios bajos o nulos que rara vez es mencionado. Imaginemos que es
posible controlar el nivel de beneficios no materiales a discreción. Por
ejemplo, supongamos que podemos aumentar el nivel de prestigio e influencia de
esos cargos a niveles tan altos que la mayoría de las personas calificadas para
la tarea parlamentaria estarían dispuestos a desempeñar esa tarea aún si el
salario es nulo. La pregunta evidente es en qué medida es deseable una
democracia representativa basada en un mecanismo motivacional que reniegue
enteramente de los incentivos monetarios. Eso es, una democracia representativa
cuyos parlamentarios sean indiferentes al nivel de salario que perciben gracias
a los beneficios no materiales asociados con esa labor.
A diferencia de los beneficios materiales, los inmateriales
como el prestigio o la influencia pueden ser más difíciles de manejar y de
mantener bajo rendición. No es lo mismo convenir el nivel salarial de un
parlamentario que ajustar el nivel de prestigio e influencia de su trabajo. Aún
cuando podamos manejar un instrumento motivacional que lleve a las personas más
calificadas a candidatearse para ocupar posiciones en el parlamento con un
salario nulo o muy bajo, no resulta evidente qué estrategias se pueden utilizar
para alcanzar ese objetivo.
Si bien hay buenos argumentos para que los salarios
parlamentarios no sean desmesuradamente altos, tampoco resulta claro que los
salarios deberían ser nulos o bajos. Por el contrario, la solución parece estar
en un camino intermedio. Quienes apuestan por los salarios nulos o bajos deben
explicar de qué forma van a motivar a los ciudadanos más idóneos a postularse y
aceptar funciones parlamentarias. No todas las estrategias motivacionales son
moralmente equiparables. Los instrumentos para atraer candidatos no sólo tienen que ser efectivos sino además moralmente aceptables
y justos.
* Algunos de estos argumentos se puede encontrar en: Cristian Pérez-Muñoz y Cristián Rustom. 2016. “¿Cómo deben ajustarse los salarios de los legisladores?”, Política y Gobierno, XXIII, (2): 305-329. Agradezco a Fernando Rosenblatt por los comentarios y correcciones en esta nota.
[1] Véase Proyecto de límite ético a la dieta parlamentaria (2014, p. 6), disponible en: http://www.giorgiojackson.cl/wp/wp-content/uploads/2015/04/Proyecto- Dieta-Parlamentaria-final.pdf
[2] Desafortunadamente no existen análisis exhaustivos de los diferentes argumentos utilizados en el debate público y académico para favorecer salarios bajos o nulo sobre salarios altos y viceversa. Una excepción es el trabajo de Teun Dekker. (2015). Paying Our High Public Officials: Evaluating the Political Justifications of Top Wages in the Public Sector, Nueva York, Routledge.
[3]
Este es quizás el argumento más discutido en la
literatura. Ver por ejemplo: McCormick,
Robert E. y Robert D. Tollison (1978), “Legislatures as Unions”, Journal of
Political Economy, 86(1), pp. 36-78.; Caselli, Francesco y Massimo Morelli
(2004), “Bad Politicians”, Journal of Public Economics, 88(3-4), pp.
759-782; Kotakorpi, Kaisa y Panu Poutvaara (2010), “Pay for Politicians and
Candi- date Selection: An Empirical Analysis”, documento de trabajo 3126
Cesifo.
; Gagliarducci, Stefano, Tommaso Nannicini y Paolo Naticchioni (2010),
“Moonlighting Politicians”, Journal of Public Economics, 94(9-10), pp.
688-699; Braendle, Thomas (2014), “Do Institutions Affect Citizens’ Selection
into Politics?”, Journal of Economic Surveys, 30(2), pp. 205-227 y
(2015), “Does Remuneration Affect the Discipline and the Selec- tion of
Politicians? Evidence from Pay Harmonization in the European Parliament”, Public
Choice, 162(1), pp. 1-24.