Un aborto político

En 1989 yo tenía 11 años y estaba terminando sexto de primaria. Los docentes, que ganaban una miseria, iniciaron una huelga en octubre que duró casi dos meses y contó con un gran apoyo por parte de las familias. En mi escuela las maestras dieron contracursos en locales prestados; aprendí a calcular volúmenes al lado de una cancha de básquetbol. La medida no dio muchos resultados pero el gobierno salió golpeado de cara a las elecciones.

Años después, en 1997, tomó fuerza la oposición a la “reforma de Rama”. Considerados en retrospectiva, los argumentos eran de lo más curiosos. Escuelas de tiempo completo, alimentación a los alumnos, enseñanza por áreas, todo era neoliberal y mercantilista. Las ocupaciones se multiplicaron; muchos salimos a la calle con los profesores, a sumar nuestra intransigencia a la del discurso sindical y a chocar con el autismo político del reformador. Buena parte de la reforma se frenó.

Los dos conflictos le tocaron a Sanguinetti, que en ningún caso decretó la esencialidad a pesar de ser un represor de clóset. Su debilidad política lo llevó a cuidar la gobernabilidad por encima de todo. Hoy el barrio ha cambiado. El Ejecutivo tiene mayoría propia. El PIT-CNT es “del palo”. El salario de los docentes ha crecido; los sindicatos han perdido prestigio. Agréguese un presidente que confunde autoridad moral con autoridad política, y el suave autoritarismo batllista se envalentona.

Si bien estas condiciones podrían ayudar a entenderlo, el decreto de esencialidad del pasado 24 de agosto fue un despropósito por donde se lo mire. Políticamente torpe e insostenible, si ganó popularidad a nivel general fue al costo de fortalecer a los sindicatos y alienar al Frente Amplio. Sumó ilegitimidad a la ineficacia, al apoyarse en elementos jurídicos endebles, en decretos de la dictadura, y en una selección parcial de criterios del Comité de Libertad Sindical de la OIT[1]. Coqueteó con el populismo de derecha al usar el derecho a la educación como pretexto para (virtualmente) prohibir el derecho de huelga. Aportó a la estigmatización de la educación pública, de los maestros y de los sindicatos, propia del discurso opositor.

Extrema e impaciente, la medida parece ideada por el vecino de a pie o el economista de Chicago, no por autoridades experimentadas. No solo dinamitó cualquier posibilidad (si acaso existía) de adelantar una reforma educativa, sino que arriesgó décadas de acumulación política. Sentó un mal precedente para los futuros gobiernos, que no siempre serán compañeros. Mostró la ignorancia del Ejecutivo sobre la naturaleza de la educación, al confundir el proceso de enseñanza con la presencia física de los maestros en la escuela. No se puede educar por decreto.

A pesar de la reculada casi inmediata, el daño político está hecho. Toda frenada deja huella. Ahora hay que negociar con sindicatos fortalecidos (aunque quizá no tanto), bajo la mirada crítica (si bien pendular) de la militancia y los simpatizantes. La pelota todavía no baja.

Después de todo, el problema del salario docente no es sencillo. Es innegable el incremento presupuestal para la educación durante los gobiernos del Frente Amplio, que se reflejó entre otras cosas en una mejora sustancial del ingreso docente. El gasto llegará este año a 4,8% del PBI, mientras que en 2004 era de 2,5%. Según datos oficiales el salario real de los maestros se ha incrementado un 70% en el mismo período, bastante por encima del promedio[2]. En 2005 un maestro que empezaba con 20 horas ganaba 6.000 pesos nominales; hoy está cerca de 20.000. Considérese también el contexto general de ingresos en Uruguay, históricamente deprimidos a pesar de la última década de vacas-no-tan-flacas. Casi 40% de los asalariados no gana más de 15,000 nominales. Un profesor grado 3 de la Universidad gana 16,700 pesos por 20 horas. Adicionalmente, por si alguien se olvidó, el contexto internacional es recesivo y las finanzas locales, deficitarias.

De todas maneras, 20 mil pesos brutos para la persona que cuida y educa a tus hijos sigue siendo poco. En comparación con otros países de la región (Argentina, Chile y México) Uruguay paga a sus maestros entre 20 y 30% menos. El maestro que quiere alquilar y además comer tiene que trabajar 40 horas semanales, con el desgaste y la pérdida de calidad que implica. Con esta relación costo-beneficio no es extraño que pocos jóvenes quieran ser maestros. Tampoco es raro que baje “el nivel docente”. No es la pérdida de los valores ni la droga; es el sueldo.

Los sindicatos hacen bien en presionar por mejoras salariales. También aciertan al insistir en las carencias de infraestructura de muchos centros. Para eso están. Con la estructura presupuestaria actual parece haber poco margen para incrementos superiores a los que ofrece el gobierno, pero siempre queda alguna opción subversiva (o enfermita), como recortar el gasto en Defensa.

Ahora bien, en educación no todo es plata. Las discusiones presupuestales distraen la atención del hecho de que ni el gobierno ni los sindicatos tienen una propuesta que apunte a sacar a Uruguay de la catástrofe educativa en que se encuentra. El recuento histórico del inicio de este artículo sugiere que los sindicatos son revolucionarios cuando se trata de sus ingresos y reaccionarios cuando tienen que cambiar su forma de trabajo. El gobierno es igual: radical con el gasto e indolente con la calidad educativa.

La derecha festejó la mano dura del gobierno como el “fin de la apatía”, pero en realidad la apatía sigue. No existe todavía una propuesta de transformación educativa, más allá de la inexperta “cláusula de paz” que buscó garantizar un mínimo de días de clase, o de las vagas referencias a vincular ingresos a desempeño. El gobierno carece de ideas claras, y aunque las tuviera no parece probable que los sindicatos, tan autónomos y combativos, lo fueran a acompañar.

Aquí es donde creo que los sindicatos se deben un cambio de paradigma que les permita al mismo tiempo recuperar credibilidad y tomar la iniciativa de una reforma convocante. Es desgastante y estéril la invocación al demonio neoliberal como culpable de todos los males. Es difícil defender la autonomía sin metas, o cuando es mero pretexto para oponerse a cualquier objetivo propuesto por el gobierno. No se entiende, por caso, la resistencia a integrar primaria y secundaria con el pretexto de mantener un nivel de exigencia que solo existe en la nostalgia. El discurso clasista de algunas agrupaciones ya no conecta con la sociedad y corre el riesgo de volverse una justificación berreta y tramposa del inmovilismo. Capaz que hay mejores formas de defender la educación pública que cerrando escuelas.

Cada día unos 10 chicos dejan el liceo. La mayoría piensa, tal vez con razón, que estudiar no les sirve para nada. Desde el 25 de agosto ya son como 100. En el año serán unos 20.000. Los que se quedan apenas aprenden a leer. Es hora de que gobierno y sindicatos se sienten a negociar algo más que salarios.

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[1] La Diaria, 25 de agosto de 2015.
[2] Presidencia de la República, noticia del 07/09/2013.

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