Arcadia no


El último libro de Leonardo Haberkorn, Milicos y tupas (Editorial Fin de Siglo), aborda, entre otros aspectos de la historia reciente del país, un tema del cual se habla muy poco: la tortura de personas vinculadas a los partidos tradicionales durante los meses previos al golpe de Estado de 1973.

El libro disparó un debate público que no ha terminado. Las siguientes líneas no se enmarcan en ese debate, sino que más bien lo toman como excusa para hablar de un tema relacionado: el modo en que Uruguay trata —y tradicionalmente ha tratado— a los “indeseables” que alberga en su cuerpo social.

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En setiembre de 1972 el Movimiento de Liberación Nacional (MLN-Tupamaros), una organización que había surgido a principios de la década anterior con el propósito expreso de traer a las ciudades uruguayas desde las montañas y las selvas latinoamericanas la teoría y la práctica del foco guerrillero, estaba militar y políticamente derrotada. Su aparato armado había sido desmantelado. Casi todos sus militantes estaban presos o exilados. En poco menos de diez años de existencia, el MLN había acumulado cierta información —confiable o no— sobre la corrupción de las élites políticas y económicas del país.

Desde antes de la formación del MLN estaba fuertemente instalada la sensación de que Uruguay había sido un país próspero echado a perder no por los errores y las malas decisiones que colectivamente pudiéramos haberse tomado los uruguayos, sino por la joda en que estaban metidos unos pocos. En suma, desde antes de la fundación del MLN estaba instalada la sensación de que la crisis del país no era propiamente de orden político o económico, sino de naturaleza más profunda: una crisis de orden moral. Esto lo creían tanto los militantes de los partidos de izquierda (obviamente no los marxistas ortodoxos, pero ellos eran una ínfima minoría dentro de una minoría) como los votantes de los partidos tradicionales, que eran la amplia mayoría de la población. Puede decirse, entonces, que la sensación estaba instalada en la sociedad en su conjunto. Aunque habría que ser muy necio para negar que la revolución cubana tuvo una influencia notable en la definición del horizonte estratégico y los métodos de acción específicos del MLN, hay que admitir también que ese clima cultural hizo que mucha gente que no era de izquierda y no simpatizaba con la revolución cubana creyera —al menos al principio— que el cambio de timón que el país necesitaba podía ser protagonizado por esa organización. (Más tarde esas mismas personas identificaron otros mesías.)

Cuando, hacia mediados del año 1972, el MLN había perdido ya toda capacidad real de imponer sus objetivos estratégicos por la vía militar, sus dirigentes entablaron confusas negociaciones de paz directamente con las Fuerzas Armadas. Esas negociaciones no prosperaron. El MLN, cada vez más diezmado en sus fuerzas, continuó con las operaciones militares por un breve período, pero finalmente fue derrotado por completo. Una vez que se produjo la derrota definitiva, la cúpula de la organización hizo otro intento con los militares. Ofreció la información que había acumulado durante años sobre la corrupción de las élites políticas y económicas para que las Fuerzas Armadas tomaran en sus manos ese combate. Hubo entonces (antes y después, dentro y fuera de la izquierda) muchos que creyeron en la existencia de una fracción de militares nacionalistas y honestos que podría ser un factor central en el cambio de rumbo que el país estaba necesitando. Hubo entonces (antes y después, dentro y fuera de la izquierda) muchos que creyeron que las Fuerzas Armadas constituían algo así como un reservorio moral en un país carcomido por la joda.

Por las razones que fuera (se podría especular al respecto, pero no es el lugar), la colaboración del MLN fue aceptada. Durante algunas semanas, con la asistencia de militantes de la organización —hubo quienes participaron en forma activa (algunos de ellos dirigentes muy encumbrados) y también quienes se negaron tajantemente a hacerlo—, las Fuerzas Armadas detuvieron en forma extrajudicial y luego interrogaron bajo tortura a personas vinculadas a actividades empresariales consideradas sospechosas. Se trataba básicamente de gente cercana a los partidos tradicionales, sobre todo al Partido Colorado y a su Lista 15, que encabezaba Jorge Batlle.

Todo lo anterior está bien establecido históricamente, aunque no sea un tema del que se hable con frecuencia. Es natural que así sea, porque a los dirigentes y militantes del MLN que participaron del asunto no les conviene recordar mucho el tema —por razones bastante obvias— y a los militares que de vez en cuando reconocen haber cometido algunos “errores y excesos” en la lucha contra la “subversión” tampoco les conviene explayarse sobre el modo en que torturaban a personas que no formaban parte de organizaciones armadas y que no guardaban secretos que pusieran en peligro la vida de nadie —recuérdese que un argumento muy común para justificar la tortura dice que a veces hay que obtener información en forma rápida y efectiva porque puede haber vidas que dependan de la misma—.

En pocas semanas las jerarquías militares dejaron sin efecto la participación de los dirigentes y militantes del ya desmantelado MLN en todo ese asunto, pero la particular iniciativa represiva de las Fuerzas Armadas prosiguió por un tiempo más, no del todo bien determinado. Después vino el golpe de Estado y todas las cuestiones que más o menos se conocen.

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¿Qué pasó en la tibia Arcadia uruguaya, esa sociedad hiperintegrada, ese país de cercanías, ese ejemplo de democracia, ese modelo de convivencia armónica para que en tan poco tiempo todo se fuera al diablo? ¿Qué catástrofe ocurrió en ese país tan civilizado, lleno de mecanismos sociales de amortiguación de conflictos, para que los torturadores empezaran a ser vistos como el último baluarte de la moralidad perdida y las cámaras de tortura como un instrumento de purificación del cuerpo social?

En las preguntas anteriores está implícita la respuesta, o —al menos— una parte de la respuesta. Es que Uruguay nunca fue ninguna de esas cosas que se mencionan allí. Ciertamente, para algunos uruguayos —la mayoría— el país tuvo esas características idílicas durante un buen tiempo (y quizás todavía las tenga), pero siempre hubo otros uruguayos —una minoría— para quienes las cosas fueron distintas. Siempre hubo “indeseables” en el cuerpo social y Uruguay siempre los trató igual. Siempre hubo una categoría de uruguayos que estaban a salvo de los abusos y otra categoría para quienes éstos eran moneda frecuente. Un buen día, unos cuantos uruguayos de la primera categoría se convirtieron en “indeseables” por razones políticas y empezaron a ser tratados como los uruguayos de la segunda.

Probablemente Uruguay no sea distinto en este sentido a otros países del mundo, pero este blog es sobre Uruguay y no sobre el mundo en general. Hecha esa aclaración, hay que decir que el país fue una tibia Arcadia sólo para algunos de sus ciudadanos, otros podían y de hecho eran víctimas de abusos habituales. En el imaginario colectivo está instalada la idea de que el pecado original de la tortura lo cometió la última dictadura militar, pero eso es falso. Una investigación parlamentaria de fines de los años sesenta concluyó que la aplicación de la tortura a los detenidos por la Policía de Montevideo era un hecho “frecuente, casi normal”.

Lo que ocurrió en los años sesenta y setenta es que grupos sociales que se embarcaron en ciertas formas de acción política (no necesariamente violenta) fueron vistos crecientemente por la sociedad como meros delincuentes y se les dispensó el trato habitual —“frecuente, casi normal”— que el país dispensó siempre a los delincuentes.

Primero fueron los jóvenes de clase media y universitarios que conformaban la mayoría del MLN los que se encontraron con los métodos que el país había reservado a los “indeseables”. Con posterioridad, las Fuerzas Armadas pretendieron —durante un cierto período— perseguir también a los políticos corruptos y a los delincuentes de “cuello blanco” y les aplicaron el mismo tratamiento. Esta última línea de “purificación social” no prosperó, pero ello no quita que, de haber prosperado, nada indica que las cosas hubieran sido distintas en el sentido que se está considerando.

En el Uruguay de hoy nadie es torturado por motivos políticos, pero muchas personas son torturadas todos los días. En todos esos casos existe algún grado de responsabilidad del Estado (por acción o por omisión) y algún grado de complicidad social. Existen, incluso, centros de tortura que para nada son clandestinos. Son muy públicos y llevan nombres como Complejo Penitenciario de Santiago Vázquez, Cárcel de Libertad, Cárcel de Cabildo, Cárcel de las Rosas y otros similares.

Recordar los hechos que ocurrieron en los prolegómenos del golpe de Estado o en la dictadura misma tiene pleno sentido hoy —a pocos días de cumplirse un nuevo aniversario de su comienzo—, entre otras cosas porque lo que nos horroriza de aquellos años, sobre todo el encarcelamiento en condiciones degradantes y la tortura, son mecanismos que el país ha empleado tradicionalmente y que sigue empleando todavía hoy.

Llegará un día, quizás, en que esos mecanismos nos horroricen por igual con independencia de sus víctimas; o quizás ese día no llegue nunca. Después de todo, a los uruguayos parece que nos gusta creer que hacer justicia es sinónimo de provocar sufrimiento a los culpables: que sólo quien sufre se redime o paga por sus actos. Aunque la constitución diga que las cárceles no servirán para mortificar, los uruguayos parece que creemos que en la mortificación está precisamente la esencia de la justicia. Pero esto, en todo caso, será quizás el tema de otra nota.

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