Suele afirmarse que el problema
del abandono en educación media está sobre-diagnosticado. Esto sería cierto si
los investigadores coincidieran en una teoría integradora, respaldada por una
acumulación empírica creciente. En mi opinión, la situación es más modesta: hay
muchos estudios, algunas líneas de acuerdo y propuestas de política razonables,
pero no un marco analítico común que permita, al menos, acotar el área de
debate y, en términos de políticas, buscar alternativas más factibles que “una
reforma integral del sistema educativo”.
Por ejemplo, sabemos que la
reprobación se asocia fuertemente al abandono. Por lo tanto, podríamos recomendar una solución que funcione (eliminar
la reprobación) sin saber del todo por qué funciona, y exponiéndonos a efectos
no deseados (una baja en los aprendizajes). Divisar y poner a prueba
explicaciones sobre el mecanismo que conecta reprobación y abandono podría
contribuir a buscar soluciones más eficaces.
La mayor parte de las
investigaciones sobre trayectorias educativas pueden clasificarse en dos
grupos: 1) los que identifican un conjunto de “factores asociados”, a través de
la estimación de efectos de variables sobre la probabilidad de experimentar
determinados eventos (deserción, finalización, etc.); 2) los que reconstruyen
el sentido de la escolaridad para los jóvenes en relación con su origen social,
su trayectoria familiar, el curso de vida y las formas de representar la
realidad.
Ambos tipos tienen sus problemas.
El primero corre el riesgo de limitarse a aislar una lista de factores sin posibilidad
de reconstruir una teoría general del fenómeno. El segundo sobrevalora, en mi
opinión, las declaraciones de los propios sujetos y, aunque se apoya en teorías
prestigiosas (como la teoría de la reproducción de Bourdieu o la teoría de la
experiencia de Dubet), lo hace de forma ilustrativa, sin someterlas a contrastación
sistemática.
El problema fundamental no está
en las técnicas de investigación, sino en la ausencia de una meta-estrategia apuntada
a poner a prueba un modelo teórico. El centro de este modelo, sugiero, debería
ser el “actor” y sus criterios de decisión. Esto no es trivial, ya que gran
parte de la sociología que aún hoy se aplica en la educación tiende a privilegiar
otras explicaciones: la estructura social, la cultura, la dominación o el poder
(por citar algunos conceptos). En la vereda de enfrente, la teoría económica
suele utilizar un modelo de actor que no actúa, es decir, que se guía por un
conjunto de preferencias fijas, donde “más siempre es mejor”. Ninguna de estas
dos aproximaciones le otorga al actor, en sentido estricto, capacidad de
agencia.
Propongo partir del hecho que los
actores sociales cuentan con un conjunto de capacidades cuya existencia es por
lo menos complicado negar a priori. 1)
Capacidad de pensar en el futuro; 2) Capacidad de saber qué es lo que quiere; 3)
Capacidad de imaginar vías de acción que conecten con aquello que quiere; 4)
Capacidad de pensar en las probabilidades que tiene de acceder a lo que quiere
por dichas vías; 5) Capacidad y disposición para seleccionar, dentro de las vías
posibles (tomando en cuenta las restricciones materiales en las que
vive), aquellas que entienda más convenientes (con mayores retornos y menores
riesgos de fracaso). Estas capacidades y disposiciones no necesariamente suponen
que el sujeto cuenta con la mejor información objetiva sobre cómo se conectan medios
y fines; pero suponen que tienden a elegir las opciones más convenientes bajo ciertas restricciones de información.
Se trata de un actor tendencialmente racional, o racional en última instancia. Este esquema no es nuevo;
ha sido propuesto, en líneas generales, por Diego Gambetta en su libro de 1987 “Were They Pushed or did They Jump? Individual decisions mechanisms in education”,
retomando los aportes de sociólogos analíticos como Merton y Boudon, y ha sido
ampliamente desarrollada por la sociología analítica posterior. Lo novedoso sería
intentar aplicarlo al problema de la deserción en la educación en Uruguay.
Este modelo no implica que todos los jóvenes actúan racionalmente en todas sus decisiones,
pero sí que, considerados en su conjunto, e independientemente del sector
social que provengan, el principal elemento en común que tienen sus decisiones educativas
es esta capacidad de elegir las mejores alternativas percibidas para lo que imaginan.
Como puede verse, el esquema está
abierto a que, en las decisiones individuales, incidan elementos “no racionales”,
por ejemplo, culturales (“valores antiescolares”) o expresivos (“rebeldía”), pero
esto no es parte fundamental del esquema; su pertinencia debe argumentarse empíricamente
y probablemente tenga efectos limitados. Por ejemplo, si se parte de un esquema
donde la principal explicación está en que los sectores populares y los
sectores medios tienen distintos “valores” hacia la educación, sería muy difícil
explicar la enorme expansión de la educación entre los sectores populares
durante el siglo XX. Asimismo, hoy sería muy difícil explicar por qué un
porcentaje elevado de jóvenes de sectores medios abandonan la escuela media
antes de terminarla.
Otro ejemplo: algunas teorías
sobre el abandono en los sectores populares suelen enfatizar la dimensión
experiencial. Serían el aburrimiento o la falta de sentido de la educación lo
que impulsaría a los jóvenes a abandonar. Sin embargo, muchos jóvenes de
sectores populares y de clase media se aburren (quizá todos) y pierden de vista
el sentido de estar en la escuela, sin que por ello abandonen. Otros procesos los
sostienen, cuya ausencia en los desertores quizá podría ser la explicación detrás
de la eficacia causal del “aburrimiento”. Además, hay un problema práctico: ¿Qué
recomendación de política podría emerger de un hallazgo como la “falta de
sentido”? ¿Cómo podría solucionarse este problema, que debería implicar desde
una reforma curricular hasta un cambio radical en las formas de dar las clases,
si ni siquiera se puede negociar razonablemente con el gremio docente los
criterios de asignación de horas? Quizá sea mejor buscar mecanismos sobre los
que se tenga alguna posibilidad de incidir.
Este esquema tampoco supone aceptar
que las condiciones para esta racionalidad (acotada) estén igualmente presentes
en todos los grupos sociales. En los sectores marginales o excluidos, es claro
que en ocasiones no hay opciones educativas, debido a la fuerza de las restricciones
materiales. También es probable que, en situaciones de privación material
extrema, incluso la capacidad para tomar decisiones “razonables” esté
comprometida. No obstante, la mayoría de los jóvenes que cursan educación secundaria
no se encuentra en una situación de exclusión o marginación, y es a esta mayoría
a la que podría aplicarse este esquema.
Bajo este esquema, el joven (y/o
su familia) consideran cuatro elementos básicos para tomar decisiones
educativas: 1) Preferencias de inserción ocupacional a futuro (no
necesariamente ocupar los puestos de mayor jerarquía, y donde incluso
lo ilegal o una carrera política pueden ser alternativas atractivas); 2) El nivel educativo mínimo que
maximiza la probabilidad de alcanzar dicha preferencia (lo que depende de una
evaluación de la situación del mercado ocupacional); 3) La probabilidad de aprobar
dicho nivel en un tiempo razonable (que depende de la percepción de las propias
capacidades académicas); y 4) Los costos económicos de finalizar dicho nivel.
Este esquema podría explicar, por
ejemplo, por qué luego de reprobar un alumno tiene muchas más probabilidades de
abandonar la educación media. La reprobación representa información nueva sobre
el elemento “3”: sus capacidades, tal
vez menores a las que creía inicialmente, para graduarse en tiempo razonable (o terminar,
a secas); también incrementa el elemento “4”: los costos directos e
indirectos esperados de seguir estudiando, porque supone prolongar la situación
de estudiante al menos un año. Esto indica que, además de desincentivar la
reprobación en secundaria, deberían buscarse mecanismos que fortalezcan las
capacidades básicas y la autoconfianza académica de los alumnos en peor
situación académica.
Dentro de este esquema, las políticas
dominantes apuntan a incrementar “3” (las expectativas de aprobar, mediante la
mejora de los resultados de aprendizaje o la reducción de las exigencias para promover
el grado), o a reducir “4” (los costos, mediante transferencias condicionadas, becas
u opciones más flexibles de educación).
Ante su insuficiencia, las teorías que apuestan
a dotar de sentido/atractivo intrínseco
a la educación no sólo tienen el problema de su puesta en práctica, sino que
enfatizan la idea de un joven centrado exclusivamente en el presente, cuyo
reducido horizonte temporal exigiría una gratificación inmediata por parte de
la escuela. Mi posición es que, si bien no debe descartarse a priori esta idea, es posible que este
fenómeno sea un efecto de un punto que ha recibido poca atención: la falta de
información sobre las exigencias del mercado laboral en relación a la educación
media completa (es decir, el elemento "2" mencionado antes). Concretamente, es
posible que muchos jóvenes abandonen porque – de manera especial, pero no exclusivamente,
en los sectores populares – no cuentan con la información que haga visible la
necesidad de completar la educación media para acceder a empleos mínimamente
satisfactorios. Frente a esto, el “sentido inmediato” es sólo la última barrera.
En esta línea, es posible
proponer una línea de intervención concreta, que puede tener lugar tanto dentro
como fuera de las instituciones educativas: exponer a los estudiantes a
información de calidad sobre orientaciones educativas, carreras, y sus
rendimientos en el mundo del trabajo. Tanto en Europa como en América Latina comienza
a acumularse evidencia empírica, de tipo experimental, que avala la eficacia de
esta intervención. No se trata, por supuesto, de una política que pueda
revertir completamente el problema (hay, como vimos, otros factores
involucrados); no es, tampoco, heroica, en el sentido que no requiere una
transformación total del sentido de un sistema que ha demostrado ser resistente
a los cambios más diminutos. Pero tiene algunas virtudes que la hacen
atractiva: costos reducidos; poca probabilidad de resistencia por parte de los
docentes; posibilidad de difundirse vía redes informales entre los propios
jóvenes. Habría que probarla a gran escala.