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Goya: "Tan bárbara la seguridad como el delito",
de la serie Prisioneros. |
El Día de los Derechos Humanos se celebra todos los años el 10 de diciembre. Se conmemora el día en que, en 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En Uruguay y en toda América Latina las cárceles son inmensos focos de violaciones de esos derechos. Hoy es un buen día, quizás, para preguntarse si en algún momento podremos darnos un sistema de justicia penal que no esté esencialmente unido a la cárcel como instrumento.
En 1985 la población de Uruguay era de aproximadamente tres millones de habitantes y había unos 1.850 presos. El país tenía entonces una tasa de encarcelamiento de unas 62 personas cada 100.000 habitantes. Hoy somos aproximadamente 3.450.000 habitantes y tenemos unos 9.800 presos. El país tiene hoy una tasa de encarcelamiento de aproximadamente 284 personas cada 100.000 habitantes.
Los registros estadísticos del delito en Uruguay han sido históricamente un problema. Cuanto más se retrocede en el tiempo, menos confiables son los datos. Ello no obstante, el aumento brutal de las tasas de encarcelamiento parece ser (hasta donde sabemos) una consecuencia del hecho de que el delito (especialmente el delito contra la propiedad) ha venido aumentado ininterrumpidamente en el país tanto en épocas de bonanza como en tiempos de vacas flacas. Pero el aumento de las tasas de encarcelamiento es también el resultado de un consenso social, de la existencia de un sentido común punitivo que ha elegido combatir el delito y la violencia a través del encierro, aunque esa estrategia aparentemente no haya conducido a grandes logros, porque las cárceles están cada vez más llenas, pero no por ello hay menos delito ni menos violencia.
No podemos saber a ciencia cierta qué hubiera pasado si el país hubiera optado por censurar las conductas delictivas encarcelando menos y apelando más a medidas alternativas a la prisión. Podría haber más delito (como sostienen quienes piensan que la cárcel tiene un efecto disuasorio), pero también podría haber menos (si se admite que el encierro, sobre todo en las condiciones concretas de nuestras cárceles, reafirma y amplifica las conductas delictivas). En cualquier caso, dado que el resultado que estamos obteniendo es bastante menos que óptimo (no ahora, sino que desde hace ya varios lustros), podría pensarse que vale la pena estudiar la posibilidad de reducir el uso de la cárcel y aplicar en forma más o menos sistemática alguna de las formas de castigo penal alternativas que ya existen en el mundo [1].
Sin embargo, esta discusión rara vez se ha dado. En los últimos años el país hizo un histórico esfuerzo de inversión económica en materia penitenciaria, fundamentalmente orientado a erradicar el hacinamiento. Ese objetivo se ha concretado en una buena medida, aunque todavía existen niveles de hacinamiento críticos en varias unidades. Ahora hay muchas más plazas, pero también hay muchos más presos. Cuando el Frente Amplio llegó al gobierno, en 2005, había unos 7.000 presos y ahora, diez años más tarde, hay cerca de 10.000. La izquierda gobernante no pudo o no quiso poner en cuestión la cárcel como instrumento. Inmovilizada quizás por los discursos conservadores sobre la seguridad, no supo cómo o no quiso invitar a la sociedad a pensar la justicia más allá o al margen del encierro carcelario. Ello pudo deberse al mero oportunismo político, pero también a la falta de imaginación. ¿Por qué la izquierda no habrá podido imaginarse ni proponerle al país el desafío de pensar formas de hacer justicia al margen del encierro? Es posible aventurar una hipótesis. Tras muchos años de pedir juicio y castigo para los represores de la última dictadura, en el imaginario de la izquierda social y política la justicia, la cárcel y el castigo llegaron a conformaron una amalgama fuertemente unida. La idea que parece haberse impuesto durante ese proceso es que la ausencia de cárcel significa ausencia de castigo y, en definitiva, impunidad.
Muchas personas, quizás la inmensa mayoría, de izquierda o no, creen que, si se ha cometido un delito, para que haya justicia es necesario imponerle al ofensor alguna clase de sufrimiento, proporcional al daño que él mismo ha provocado. De esta manera, el ofensor habrá pagado por su ofensa. Una especie de balanza imaginaria se habrá vuelto a equilibrar. Si el ofensor no paga por su ofensa, entonces su delito habrá quedado impune. La balanza permanecerá desequilibrada. En los estados modernos, el ámbito natural e institucionalmente legítimo para imponer ese tipo de sufrimientos es la cárcel.
El castigo pensado en esta forma (retributiva) viene a reequilibrar un balance que se ha visto alterado por la ofensa. La metáfora de un equilibrio que se ha roto es muy habitual en la literatura filosófica, pero sus defensores han tenido grandes dificultades a la hora de explicar qué es exactamente lo que se vuelve a poner en equilibrio: dónde está el desbalance. Una respuesta a este problema, que fue popular durante algún tiempo, es que el delito le permite al delincuente tomar una ventaja injusta sobre aquellos ciudadanos (la abrumadora mayoría) que son respetuosos de la ley. El castigo vendría a eliminar esa ventaja, volviendo a equilibrar la situación. Esta idea es muy problemática, porque es bastante claro que no todo acto delictivo tiene como consecuencia la adquisición de algún tipo de ventaja por parte del delincuente. Incluso si ese fuera el caso, nuestras intuiciones parecen indicar que el castigo se justifica no por la ventaja obtenida, sino por la ofensa que ha sufrido la víctima. Ello sugiere otra posible respuesta al problema: considerar que el desbalance específico que habría que reequilibrar es de naturaleza moral. En este sentido, el castigo podría ser entendido como una forma de reparación moral de la víctima. La víctima ha sido ofendida y con ello se le ha provocado un daño, así como a sus seres queridos. El castigo vendría entonces a reparar (al menos en parte) el dolor que le ha provocado la ofensa, vendría a mitigarlo en alguna medida.
La impunidad de los represores de la última dictadura, sólo atenuada relativamente en tiempos recientes, puede haber contribuido, como fue señalado más arriba, a que la izquierda social y política, a partir de un justo reclamo de justicia, llegara a concebir justicia, cárcel y castigo como una especie de unidad indivisible. Cualquiera que sea la explicación correcta del fenómeno, es un hecho que pensar la justicia al margen de la cárcel es hoy, para la izquierda uruguaya, una tarea ciertamente tan difícil como lo es para la derecha. Los aproximadamente 10.000 presos que albergan los establecimientos penitenciarios de nuestro país son el testimonio de una larga relación de amor: la de los uruguayos y la cárcel. La idea de que los delitos pueden ser castigados de otra manera que no sea con encierro y sufrimiento parece resultarle a la inmensa mayoría de los uruguayos, tanto de izquierda como de derecha, una pura excentricidad nórdica. Mientras tanto, hay cada vez más presos y tampoco hay más seguridad.
Pero la amalgama entre justicia, cárcel y castigo no es inevitable. Existen muchas formas de pensar la justicia y el castigo penal al margen de la cárcel. Existen concepciones muy diferentes del castigo entre los filósofos que han reflexionado sobre la naturaleza y la función de la pena. Pero hay de hecho, en la literatura filosófica, muy pocas defensas de la pena bruta, del encierro prolongado, de la exclusión social del ofensor, del castigo como mera imposición de sufrimientos. Hay buenas razones para ensayar castigos alternativos o alternativas al castigo. Un primer paso, extraordinariamente importante, sería dejar de equiparar el reproche del delito (la comunicación de una censura moral) al encierro carcelario. Ya con eso habríamos avanzado notablemente hacia una sociedad más humana, más democrática y más justa.
La izquierda gobernante, sin embargo, viene desaprovechando sistemáticamente desde hace diez años la oportunidad de proponerle a la sociedad pensar el castigo penal de otra manera. El Frente Amplio surgió en 1971 como una fuerza destinada a cambiar la política y la sociedad. En esta materia el partido de gobierno no nos está invitando precisamente a cambiar, sino más bien a dejar todo más o menos como está. La izquierda parece haber entendido que el principal desafío en materia de derechos humanos en lo que hace a los asuntos penales está localizado en la órbita de la política penitenciaria y que concierne sobre todo a las condiciones de encierro. En ese sentido se ha trabajado y se ha conseguido bastante. Las autoridades del gobierno creen que han hecho una verdadera revolución penitenciaria.
Las cárceles en la era progresista probablemente se hayan convertido en un lugar ligeramente menos repugnante que hace una década. Parece un logro excesivamente escaso para una fuerza que se propuso nada menos que cambiar la sociedad. Nadie le pide al gobierno del Frente Amplio que haga tonterías como cerrar un buen día las cárceles y liberar a todos los presos. Nadie le pide que tenga una concepción romántica de los delincuentes, ni siquiera que renuncie a la idea de la necesidad social y moral del castigo. Pero la idea misma de castigo no tiene por qué ir unida al encierro carcelario. Hay otras formas de castigo y la izquierda ni siquiera se ha propuesto poner el tema en el orden del día. Lo dicho: es demasiado poco para una fuerza que se propuso nada menos que el desafío de cambiar la sociedad en su conjunto [2].
[1] La bibliografía a este respecto es muy extensa. El lector podrá consultar con provecho dos libros recientemente publicados en español:
No sólo su merecido, de J. Braithwaite y P. Pettit, y
Sobre el castigo, de A. Duff.
[2] Este texto recoge varios pasajes de un artículo más extenso incluido en:
Derechos humanos en el Uruguay. Informe 2015, editado por Serpaj. Agradezco mucho a Serpaj la invitación a escribir en su informe.